Translate

sábado, 18 de junio de 2016

Ivan Moschner, un monstruo

Reseña de Los hombres vuelven al monte, texto y dirección de Fabián Díaz, sábados 19hs., Apacheta Sala Estudio, Pasco 625, entradas anticipadas por Alternativa Teatral.

Fue lo primero que se me ocurrió al salir de Apacheta Sala Estudio, aturdido emocionalmente, cansado y muerto de calor, a pesar del agradable clima de la pintoresca sala y el frío invernal de junio en Balvanera.

Con la vista clavada en el adoquín del cordón de Pasco 625, trataba de entender qué me había pasado y recordé una reflexión de Borges sobre La Divina Comedia, aquella que habla de la monstruosidad de dios en Nietzsche, como un ser indescifrable, equiparado a un monstruo gigante compuesto de todos los seres que habitan el universo. El monstruo mete miedo pero no tanto por sus facciones o sus actos, sino por ser una figura imposible de representarse, de ser pensada, de ser juzgada o traducida.

En Los Hombres vuelven al monte, Iván Moschner interpreta un texto alucinante, lisérgico -al decir de Cohen Arazi- en el que un hijo se atormenta interiormente en la búsqueda de su padre, desaparecido, aparentemente como consecuencia de un trauma psicológico provocado por su participación como soldado raso en la Guerra de Malvinas. Y no es necesario decir más. Salvo que en su tormento, el protagonista rememora una historia con más de diez personajes, entreverados en un relato no lineal, interrumpido y deformado por la angustia del relator.

Pasé la hora que dura la puesta intentando imaginar cómo hubiese sido la lectura de ese texto, y no pude. Porque si el guión sigue los compases del monólogo interior de una mente quebrada en astillas, Iván personifica cada una de las facetas de ese trauma, cada una de las imágenes y recuerdos de este tipo cobran vida literalmente, y gracias al tremendo despliegue físico de Moschner podemos identificar claramente la voz, la cara, el lenguaje corporal de cada uno y cada una.

También de Borges aprendí un concepto literario brillante. Contaba el ilustre ciego que Dante Alighieri lo cautivaba por su capacidad de resumir los más de cien personajes secundarios de la Comedia en una sola pincelada, en un par de versos. Borges disfrutaba haber descubierto en Shopenhauer la explicación de tan sutil destreza literaria, por aquello de que cada ser humano se define en un acto de su voluntad. Detectar ese acto que define a una persona y narrarlo en un renglón o tres versos era la clave de la maestría de Dante.

Moschner hace lo mismo. Estudia el personaje y detecta una mirada, un gesto con las manos –abrirse el escote para abanicarse y sugerir los pechos, apoyar las palmas en la cara para sostenerla ante eventos asombrosos o pecaminosos-, una forma de caminar, incluso un tono de voz, un matiz en el acento, el lugar del escenario donde se para; cada detalle define al personaje de manera tal que la actuación de Moschner funciona de mapa para que el espectador o espectadora pueda comprender quién habla, de quién se habla, qué carajo pasa, que es en última instancia lo que todo espectador –o espectadora- busca cuando sienta su humanidad en la butaca de cualquier teatro: entender.

El despliegue de Iván Moschner en escena es abrumador, monstruosamente abrumador. La obra no es cómoda, usted no está invitado a divertirse, aunque sea invitado a ello por la cantidad de gags humorísticos desde el mismo comienzo. Pero es un humor grotesco, puesto para subrayar el delirio, el contraste, la anormalidad, la disfuncionalidad de lo que pasa. Todo es una locura, incluso que algunos/as espectadores/as se rían ingenuamente, llevados a la trampa por un magistral Iván. Lenta pero sistemáticamente, aunque usted decida luchar en contra, será llevado sin darse cuenta al laberinto de un loco, de un sicótico que ha adoptado la irrealidad del mundo que nos rodea -su irracionalidad e injusticia, su acostumbrada y trivial violencia- como verdades absolutas.

Hasta aquí he dicho suficiente para que cualquiera considere un acierto meterse en internet y gastarse tres atados de puchos en una entrada y clavarse 18:50 en la puerta de la Sala, ansioso por atestiguar una de las muestras de excelencia teatral más importantes de su vida.

Ahora lo mío, lo que es propio a mi sensibilidad y que Iván puso en juego esta tarde. Recuerdo el comienzo de El Río Oscuro, la novela de Alfredo Varela, desconocido escritor para los grandes titulares de la prensa, pero bello defensor del realismo socialista por estas tierras, amado por las masas de nuestro país que no lo conocen pero que han visto hasta hartarse su gran epopeya hecha película en Las aguas bajan turbias, del gran Hugo del Carril.

Dice la leyenda que Hugo del Carril se jugó la ropa para estrenar esa película, debido a que Varela se encontraba detenido o perseguido por la policía de Perón, por ser militante del Partido Comunista.

Mitos o realidades aparte, Varela comienza su emocionante descripción de la explotación de los obreros de los yerbatales misioneros con la imagen de un cuerpo bajando por las aguas del Alto Paraná y oscureciendo las marrones aguas con la sangre de sus heridas mortales a la vera de la Bajada Vieja. Los cadáveres que bajaba el río habitualmente eran el humo que adivinaba el fuego, allá arriba, monte arriba, en esos lugares inciertos de la selva, que todo el mundo sabía que existían pero que muy poca gente conocía de primera vista.

Los cadáveres venían a probar que los capangas castigaban con la muerte el intento de libertad de los mensús. Y que a ningún posadeño de bien parecía moverle un pelo el evento. Algo en esa imagen siempre me pareció aterrador, como el terror de los cuentos de la selva de Horacio Quiroga, asentado menos en lo desconocido y salvaje de la selva y mucho más en los seres humanos deformados por su apetito de dinero o su egoísmo.

Mil veces escuché de chiquito variantes macabras del “algo habrán hecho” que justificaban la ausencia permanente y sorpresiva de los “desaparecidos”. En Posadas era muy común explicar toda ausencia repentina con el giro “se habrá ido pa´l monte”. No pude evitar asociar la imagen con ese otro giro que se populariza en las barriadas obreras más empobrecidas de nuestras ciudades: “se habrá escapado con el noviecito”, dicho en tono de sorna para explicar la ausencia de las pibas de 12 a 15 años que no aparecen más por la casa, chupadas por los traficantes de esclavas y el Estado que las ampara.

¿Cuántas hijas e hijos vuelven al monte y volverán a él buscando a su padre o a su madre? 

¿Cuántos desaparecidos y desaparecidas serán necesarios/as todavía para que el pueblo y sus hijos/as emprendan definitivamente su tarea de purga y reconstrucción de la vida?

Toda la angustia de esta obra es, en definitiva, una monstruosa denuncia contra las secuelas que deja el Estado argentino entre los sobrevivientes de cada una de sus matanzas. Elija lo que quiera, Malvinas, Cromañón, la Masacre de Once, las millones de familias desalojadas, viviendo en ranchos a la intemperie, las imágenes que labra en las cabezas infantiles cada inundación dramática, las epidemias de cáncer de todo tipo y forma que siembran en nuestros cuerpos por la alimentación y la contaminación ambiental.

Elija usted donde le duele más y va a sentir que esta obra le explica con brutalidad lo que es vivir en este país.


La enorme y monstruosa cara de Mariano Ferreyra en la Primero de Mayo, camino a la parada del 105 después de la obra, me mostró qué hacer con toda esa furia y dolor, con todas las secuelas de la alienación cotidiana.  

5 comentarios:

  1. Aquí va otra vez mi agradecimiento por tu reflexión, muchas gracias. Iván

    ResponderEliminar
  2. De nada, Iván, el agradecido soy yo. No pude transmitir ni un diez por ciento de lo que me impactó tu actuación.

    ResponderEliminar
  3. Muy bueno el comentario de la obra. Me dieron ganas de verla.

    ResponderEliminar
  4. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  5. Gracias Chapardi, es la mejor crítica que recibí hasta ahora después de 14 años de escribir reseñas de arte.

    ResponderEliminar