Reseña de Nadie es inocente, del proletario
escritor Kike Ferrari, publicada por Editorial Revólver, 157 pp., Buenos Aires,
octubre de 2015
Acabo de conocer
a Kike Ferrari después de una serie de coincidencias de esas que uno ya ha
decidido obedecer, resignado ante las pruebas de que son mejores caminos que
los pre-establecidos.
Me llamó la atención una entrevista de Diego Rojas (http://www.infobae.com/2016/01/31/1786301-el-insolito-y-premiado-escritor-que-limpia-el-subte-las-noches)
donde señalaba algo que todo el mundo sabía menos yo, que había un trabajador
del Subte que escribía novelas y cuentos policiales negros, de la mejor
catadura y cepa, premiado y traducido, publicado aquí, en España y Francia.
La vida se
empeña en ponerme de nuevo a pensar sobre la relación entre arte y política con
motivo de una crítica a un prólogo que es en realidad un libro. Por eso, y porque llevo
medio año pensándome también como escritor, además de revisándome como lo
demás, hombre, militante, padre es que esa reseña picó mi curiosidad, me obligó
a endeudarme con Visa nuevamente y conseguir Nadie es inocente (editado en la colección Relatos Negros de
Editorial Revólver en Buenos Aires, en octubre de 2015) y Que de lejos parecen moscas (novela,Bs. As., Punto de Encuentro,
2014).
Debo reconocer
que mi interés por la obra venía embarazado de una serie de hipótesis muy
parecidas a juicios previos pero afortunadamente la fuerza arrasadora de la
prosa y la imaginación de Ferrari prevalecieron. Buscaba simplemente la manera
de ver y pensar el mundo de un trabajador del Subte, es decir, la opinión política
de un obrero hecha literatura y me encontré con un poderoso escritor de origen
proletario, heredero digno de una de las vetas más ricas y vigorosas de la
literatura argentina contemporánea.
En su reseña Rojas
cuestiona en un lugar central al autor: en ninguno de sus personajes se ofrece
un ejemplo a seguir, una esperanza de revolución, de socialismo, de un mundo
mejor a este mundo de mierda que sufrimos millones de personas cotidianamente.
El prejuicio se instaló casi con naturalidad: la materia prima de la novela
negra, la realidad descompuesta de lúmpenes, asesinos, miserables vista por un
trabajador desmoralizado.
Pero mucho
cuidado con lo que se lee. En primer lugar Nadie
es inocente es una impresionante
obra de arte, fruto de un artista en una fase de maduración, no de uno que
recién empieza a mordisquear el oficio. El realismo que trabaja Ferrari –con la
sutileza de un relojero y con la potencia de un buen boxeador- no surge
únicamente del vómito catártico de un hombre alienado por la explotación y el
conocimiento íntimo de las cloacas de la sociedad donde vive y sufre la vida.
No, en estos relatos el vómito ya ha sido amasado y re-elaborado, Ferrari
piensa la mejor forma de transmitir sus sensaciones, piensa de cada historia
qué es lo que merece ser resaltado y qué no, cuál es el mensaje. Ferrari inventa
con un plan y trabaja su imaginación en busca de algo concreto.
Su realismo es
algo que supera las descripciones certeras de los personajes que recorren las
tramas, desnuda la realidad debajo de ellas. Ferrari le pone nombre al
principal culpable, al que explica todo el resto de las culpabilidades, al
capitalismo y su gendarme, el Estado, sus jueces, policías, médicos misóginos,
patotas sindicales, asesinos y violadores. Ferrari nos tira en la cara un mundo
de mierda, lleno de antihéroes frustrados, fracasados, trágicamente
incapacitados para la felicidad porque eso es lo que es éste mundo, y nada más,
por muchas mañanas de risas sonrientes de niños felices que uno tenga cada
tanto.
Pero Ferrari no
concilia con “dos demonios” ni “en el mismo lodo”, ubica a unos culpables como
lo que son, víctimas de la violencia del sistema que responden con violencia,
algunos sin sentido ninguno, como el resistente Cadena en “Este infierno de
mierda” o el alienado que estalla en “Media hora”, pero otros que ubican su
golpe en el lugar exacto del poder, construyendo hechos de justicia, como
Estrella en “El cazador de ratas”.
Porque lo
maravilloso y esperanzador de que exista este libro, de que exista Kike Ferrari
escribiendo este libro y publicándolo, radica en que estamos frente un artista
honesto, que se desnuda por completo frente al lector, sin ocultar nada, y se
muestra como es, un ser contradictorio, en lucha consigo mismo. Mil veces el
lector o lectora se sentirá identificado con la impotencia de saber que en este
mundo abundan tacheros fachos estilo Doña Rosa y jóvenes despiadados como los
protagonistas de “¿Y cuánto te creés que vale la mía?” sabiendo finalmente que
aunque ambos sean víctimas ninguno es inocente ni mucho menos justificable.
Llegado a este
cuento no podía parar de dejar de pensar en Andrés Rivera y aunque no es nuestra
intención dar señas de erudición ni pretender mostrar la costura del hilo en la
obra de Ferrari, permítasenos una ligera digresión.
Rivera comenzó a
escribir (a publicar al menos) en la segunda mitad de los años 50 del siglo
pasado. Su primer obra, El precio,
ambiciosa, describía con crudeza sus experiencias como delegado de una fábrica
textil, en Villa Lynch del partido de San Martín, mostrando tanto la vida
cotidiana del explotado y su lucha como también demoliendo la imagen sacrosanta
del patrón emprendedor o self made man.
Militante
comunista, hijo de un destacado militante sindical comunista textil de Villa
Crespo, Rivera obviamente buscaba en su arte colaborar en la lucha por la
construcción de otro sistema social, usando el arte como un arma para estimular
conciencias en un sentido revolucionario. Pero lo interesante de Rivera es que
desde temprano osaba provocar los límites estéticos y políticos que su partido
definía y orientaba. Mucho antes de romper con el estalinismo y convertirse al
maoísmo Rivera ya había roto con el cannon oficialista del Realismo Socialista y
usaba los recursos formales y temáticos de la novela negra norteamericana, el
formalismo de Faulkner y el tan demonizado “diálogo interior” de Joyce para
construir una novela clasista contra el peronismo.
Uno se pregunta
siempre qué hubiese sido de los grandes artistas revolucionarios del pasado si
hubiesen sobrevivido a las mazmorras de Videla o el infierno dantesco del
destierro. Pues Rivera dio una pauta posible, con algo de esperanza en el
futuro mientras duró la “primavera alfonsinista” publicó una emotiva llamada a
no dejarse derrotar por la derrota y la muerte del pasado esperanzado en su
autobiográfica biografía literaria de su viejo en Nada que perder y dejó sentado un último grito de esperanza en La revolución es un sueño eterno, la
premiada y famosa biografía ficcional del héroe más trágico de la Revolución de
Mayo, Juan José Castelli.
Pero una vez
pasada la demoledora década menemista y a la vuelta de una trunca rebelión
popular como la de 2001 Rivera pareció resignarse ante el avance de la
lumpenización y el protofascismo en la clase obrera argentina. Desde 2004 en
adelante, Cría de asesinos, Esto por
ahora, Punto final, Por la espalda, Estaqueados y Guardia Blanca, son expresión de un estilo cada vez más certero,
seguro, fino y sutil que muestra la desmoralización de un combatiente que jugó
la mejor mitad de su vida a suerte o verdad por el socialismo y que se rinde de
rodillas ante la evidencia de la abrumadora descomposición social que reina
luego de la derrota del último proceso revolucionario en nuestro país y el
mundo.
Recuerdo que leí
todos estos libros sosteniendo la siguiente idea: si Rivera sigue escribiendo,
si sigue disparando contra la peste que nos rodea no debe estar vencido del
todo, algo sigue latiendo de la esperanza. Nunca tuve la oportunidad de
entrevistarlo y resolver el enigma, pero era la única forma de sostener su
lectura y la admiración por su trabajo.
Kike Ferrari es
la confirmación de esa esperanza. Mientras Rivera acompaña la experiencia de
una parte del proletariado argentino en la decadencia de su derrota política,
Ferrari va creciendo y madurando desde este lugar, como un hijo lumpenizado de
ese proletariado derrotado. Pero Ferrari demuestra que no todo está perdido, que
un trabajador hiperflexibilizado y precario puede reconstruirse y adquirir lo
necesario para hacer salir sus frustraciones y sueños en forma de un mensaje
claro. Levantar la cabeza y el corazón de tanto dolor, de tanto desgarro, de
tanta frustración y mierda y escribir, que sólo por eso demuestra la voluntad
inquebrantable de vivir, de superar la mierda, en suma, de vencer.
Porque ahí está su reivindicación póstuma de
Sherlock Holmes, resistiendo a la tortura para salvar la revolución bolchevique
en “Una guinea y tres peniques” para demostrar que interrogado sobre la
esperanza en otro mundo venciendo a éste, con conocimiento de causa, sin falsas
utopías románticas, Ferrari inventa una historia posible para sus “próceres”
personales, en la literatura y la política. También en la historia de las
víctimas que logran enfrentar y vencer a sus victimarios, como en esa
inteligente alegoría y rescate de la mordacidad del clásico “El flautista de
Hámelin” o en esa genialidad que reivindica el heroísmo hasta en la heroína
menos políticamente correcta en “Lucha”.
No por nada
Ferrari hace resucitar al Che Guevara de su asesinato en La Higuera y lo pone a
cebarle mate a Rodolfo Walsh antes de su propia emboscada mortal, mostrando
además de maestría en la pluma un profundo amor por la Revolución que, golpeado
o confundido, se niega a enterrar sin más.
No conozco
personalmente a Ferrari y aunque considerando sus posiciones ante coyunturas
políticas en su feisbuk podría caracterizarlo en un lugar concreto del
pensamiento político actual –uno claramente distinto del mío- me permito la
audacia de decir que sabe todo esto. Su mención a Arturo Reedson, el
narrador-protagonista de Nada que perder
en “Considéreme un sueño” y el epígrafe en “El síndrome Marlowe” (que además es
una probable narración ficcional basada en una anécdota real de la vida de
Rivera) demuestran que Ferrari ha reflexionado sobre el punto. En estos dos
últimos cuentos Ferrari desnuda una mirada autocrítica sobre su propia praxis
como escritor, como en esa joyita emocionante que es “Los Muertos”. Sus sueños
y angustias, todo lo que nos da vuelta en la cabeza cuando decidimos que
escribir sea algo más que la mera realización de una necesaria y terapéutica huida
de la alienación cotidiana.
Eso explica que
Ferrari haya decidido resaltar en su brevísima “bio” de la solapa, a la misma
altura que sus amores incondicionales (su compañera, sus hijos, su River y el
karate) su militancia en el sindicato del Subte, la AGTSyP. Y que cierre esta
hermosa obra artesanal de la mejor literatura con la primer oración del himno
internacional del proletariado socialista.
Hemos reseñado
lo que consideramos más importante del libro de Ferrari a nuestro entender, que
se trata de un hecho político relevante en la lucha de clases hoy, que
demuestra la existencia de una profunda tendencia viva entre las masas obreras
de continuar luchando y buscando una salida a toda la pudrición del capitalismo
aún a pesar de lo desesperanzadora que parece ser la coyuntura.
Pero nos
gustaría agregar que aún si a usted no le interesase en lo más mínimo este
aspecto de la obra de Kike Ferrari, aún así debería hacer caso al comentario de
contratapa y hacer lo que tenga a su alcance para comprar el libro (en Distal y
Yenny lo puede conseguir a un precio bastante razonable para un bolsillo
obrero) ya que no nos alcanza el espacio y la cabeza para describirle todas las
vetas del libro. Me atrevería a decir que es prácticamente imposible que nadie
en su sano juicio haga otra cosa que deleitarse de placer leyendo a Ferrari.
Se trata de un
autor que incita la inteligencia de su lector, sembrando cada oración de pistas
para reconstruir un mapa del tesoro muy sutil, un tipo que retoma líneas
filosóficas y estéticas de Borges y Cortázar con una habilidad a la misma
altura que su facilidad innata para escribir como los grandes mitos del género
policial. Un tipo que te hace escuchar a Piazzola y a Tom Waits, capaz de un humor
criollazo a lo Fontanarrosa como en “Carlos” o verdaderos juegos de ingenio
lisa y llanamente perfectos como “El puñal de Caravaggio”, “La pasión según Jotacé”, “Blanco artificial”
o “Ajena al dolor” de los que podríamos escribir un par de ensayos como mínimo.
De eso y de una serie de coincidencias azarosas con este escritor me encantaría
poder seguir escribiendo.
Pero, parafraseando a Lenin, mejor que escribir sobre el placer de leer es vivir el placer de la lectura, por eso termino acá, para entrarle con ganas a la novela Que de lejos parecen moscas a ver por dónde me lleva.