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sábado, 28 de junio de 2014

La muerte viaja en el Roca (y a su lado va la vida)


Uno se toma el tren, bah, esta cosa que nos acostumbramos a decirle tren. Pero esto no tiene nada que ver con el transiberiano, con un transporte que te cruza desde lo conocido a lo desconocido, una alfombra mágica de fierro que te lleva a volar por nuevos mundos. Ni siquiera son esos coches limpios y humanos donde viajás sentado para llegar más rápido a tu destino.

Uno se toma el Roca, para hablar con propiedad, desde cualquier lado, ponele Monte Grande, Glew o Temperley, y ya tenés la nariz y el alma llenos de mugre, la mugre es todo, te infecta, te mancha, te ensucia.

Las cinco de la mañana, mañana fría y húmeda de Buenos Aires, como hace mil años, este clima de mierda que se te mete en los pies y en los huesos aunque te hayas tirado camiseta, camisa, blusa, pulover, campera, bufanda, guantes, jeans, borcegos rotos y medias gruesas mal lavadas, no importa, el frío se te mete, como un intruso, te cala. Vos vas agarrado de la nada, te sostienen otros cuerpos enfundados en tantos abrigos, de colores grises, marrones, beiges, negros azul marino, ni en la ropa sentís aire fresco o vida limpia.

Todos apelotonados, apelmazados, compactados, tufos, olor a meo, alientos de trasnoche, barbas de tercer día, perfumes baratos en cantidades industriales. Culos, piernas, zapatos, hombros, espaldas, bultos, tetas, panzas, todo amasado, empujado, violado.

 

Lo peor sin embargo son las caras. Entre los brazos que cuelgan como crucifixiones se pueden ver las caras.

Caras sin vida. Peces muertos. Todavía respiran, los músculos relajados, las pieles color papel, arrugadas, todos duermen. Nadie sabe si vamos en un vagón o en un enorme ataúd de gente que no sabe todavia que ya se murió.

 

No importa el traqueteo, la poesía de las barriadas y el rocío o la escarcha sobre los pastizales malevos que crecen sin pedir permiso por cualquier grieta o boquete de cemento o ladrillo que haya. Nadie puede ver la perspectiva irse y venir, alejarse si mirás la ventanilla para atrás, acercarse mucho más lento si mirás para adelante. Trac trac trac trac. Somos parte del fierro, del alumnio que empuja el espacio como un toro, que se coge el aire, el viento, que galopa el riel, que salta, se bambolea, la sacudida no es poesía cuando se te mete en el músculo mal dormido, mal sentado, mal parado, mal cogido, mal comido. Toda la energía del tren, del tiempo, de su velocidad, de su freno en tus contracturas, tus nudos, tus callos, tu juanetes, tu cuello rectificado, tu acidez estomacal, tus víceras ahí, amortajadas por tu carne vieja y rota, seca, y los trapos que fuiste comprando como pudiste o te regalaron o el buzo que encontraste tirado.

 

Y la gente duerme parada, flotando entre los cuerpos que van a Constitución. La gente duerme parada. Las viejas, las jóvenes, los altos, los petisos, los feos, los lindos, los limpios y los sucios, todos duermen. Bah, o lo que nos acostumbramos a decir dormir. Dormir, no es una cama de sábanas blancas con perfumito con un sol radiante detrás de las persianas que ponen una penumbra de alcoba, el olor exquisito de la madera de quebracho o roble de la cama. Qué mierda si tu cama siempre tiene la sábana áspera, el colchon vencido de los mil años de tirarle el cuerpo encima y soñar, soñar despierto con el día de suerte en que lo vas a poder cambiar, la frazada corta que no es metáfora de periodista sino que es tu puta realidad de pies fríos o pecho congestionado.

Y así vamos, porque lo nuestro es un mero ir y venir. Nada más. Somos unos forros si llegamos a decir que viajamos a Constitución, que como ya estamos muy cansados hasta para hablar solo es Consti.

 

Las estaciones de tren deberían ser lugares mágicos, encrucijadas donde millones de almas se cruzan y encuentran entre los milenios. Lugares que a pesar de las guías y los mapas son todo lo contrario, no lugares. Sitios donde empiezan los caminos y recorridos de unos y terminan los de otros. El mismo lugar, pero puro esperar y ansiedad para el que arranca, puro destino final, alegría y fin del cansancio para otro. Una mancha difusa para el que pasa sin detenerse en ella.

Cuántas historias se han tejido en las estaciones de los trenes, como puertos de ríos de hierro y tosca.

 

Sin embargo, en las estaciones del Roca la muerte tiene ojos de niño y mirada de perro golpeado, abusado, vejado, que pide limosna o la roba. Los baños son miserables cuevas vomitadas que trabajan de wiskería de menores, prostíbulos al paso regenteados por la mierda humana.

 

Y bajarse a los empujones, codazos, zancadillas y patadas, y correr por el anden, sí, correr caminando o caminar corriendo por el andén lleno de mugre, de costras grises de mugre, de papeles sucios, de restos de panchos, chipa o lo que mierda sea que se me pega al zapato y a los ojos, me jode en los ojos, me quita el placer de mirar, ya no miro. Porque en el Roca no se mira, no se mira a nadie a los ojos, porque es un código, porque la franqueza y la sinceridad no son hipótesis necesarias, se puede prescindir de la humanidad de la mirada. El mirado reacciona como el perro macho, se espanta, se planta de manos, ladra con la mueca, con el torcer de la nariz, baja la mirada.

 

(Pero todo esto es pura literatura. Los que saben la verdad, saben que la cadena de ataúdes que empujan el riel se mueven sobre una historia negra de muerte mafiosa desde que masacraron a los primeros habitantes de la pampa hace 500 años y vinieron a rematar a los últimos rebeldes con el sable de Rauch al Rémington de Julio Argentino, pasando por toda la caterva de estancieros hijos de una gran puta que desde Rod´riguez y Rivadavia hasta Alsina y Mitre pasando por el mazorquero Rosas transformaron verde pasto en leguas y hectáreas, en hipoteca garantía de deuda externa, en negociado para el capital financiero britanico y sus hermosos trenes y estaciones bucólicas. Pero también a los millones de polícías y milicos que gasearon y apalearon a los millones de obreros ferroviarios que enfrentaron conscientemente, de cuerpo y alma, este trasnporte de mugres, guita y explotación. El Roca, además de elevar al prócer asesino de indios y gauchos, lleva en sus entrañas la sangre de tres mártires del pueblo argentino, Darío, Maxi y Mariano.)

 

Lo peor no es cuando el tren no sale o demora, como siempre, lo peor no es cuando las miles de personas te hacen imposible ahorrarte dos minutos más en esta corrida infernal para fichar. Lo peor es cuando llega a tiempo, cuando te deja en el lugar a horario. Porque nos sentimos felices, tenemos la sensación cálida de que hoy llegamos temprano, se nos levanta el ánimo, nos animamos a mirar para arriba y disfrutar de una nube, del rojo amanecer en el horizonte de cemento de la ciudad mugrienta, sonreímos como boludos o boludas por el cantar del pájaro. Estamos felices. Felices. Felices de que esa máquina infernal nos hizo llegar a tiempo para ser triturados por el laburo a tiempo, para dejar nuestra sangre, energía, vida, amor, ternura, paz, bondad y todo lo que nos hace humanos en cuatro paredes de durlok mal pintadas y un par de hios de puta que se preocupan de hacernos sentir una mierda. Cuando inventaron el metrobús nos alegramos de poder dormir quince o veinte minutos más...

 

Somos eso, músculo y neurona, sangre, caca y moco, huesos y piel, para alimentar la máquina de la economía. Somos vacas llendo al matadero, sólo que nuestro marrón es invisible, nadie siente que le dan un mazazo en la nuca cuando ficha o se sienta a laburar. Pero te lo dan, te hacen mierda el sistema nervioso, te van amasando, haciéndote sólo eso, solo carne, hamburguesa, bofe.

 

Sin embargo, objetivamente, entre esos millones de pares de zapatos y zapatillas caminan seres humanos. Esa piba de cabeza gacha, de cartera grande de señora, de campera de frío o sacos de lana rojos y calzas abrigadas, con el pelo chato pero con las puntas semiteñidas, con su misteriosa cara siempre oculta, esa piba esconde una pasión inconmensurable que no entra en todo el galpón de esa enorme estación de modelo parisino con hierro forjado a la vista y viejos ventanales sucios ya con el tiempo.

Esa piba hace el amor con una pasión y ternura que sólo conocen los amantes sensibles que pudieron estar bajo sus piernas, dentro de sus piernas, abrazados a su pecho con su lengua por todo el cuerpo y que sobrevivieron al placer. Esa piba lucha todos los días con una fuerza que ni ella reconoce para aguantar el laburo, sus jefes, el abuso naturalizado del piropo, la humillación permanente, las tres hijas que siempre alimenta, viste, educa, divierte como si fuesen las mismísimas reinas de inglaterra, esa piba usa su tiempo libre para luchar por las otras pibas y mujeres gandes del barrio, para que no se las chupen las redes de trata, los narcos, los transas, los intendentes, la policía, la mierda humana vestida de traje, uniforme, sotana o espor. Esa piba tiene el cuerpo lleno de poesía, de música, de Carl Sagan y Stephen Jay Gould, de Los Simpsons y las películas que más le gustaron, el Río Paraná que nunca conoció lo tiene metido en el suspiro. Esa piba sabe más de economía y política que el forro de barba afeitada en la peluquería de moda que se llena los bolsillos con los libros que en dos años llenan los anaqueles de usados en oferta porque sus análisis sirvieron nada más que para completar el 2 por 10 o 3 por 15.

Y vos, alienado, te la cruzaste y no la viste. Te perdiste su magia, su amor, su inconmensurable ternura imposible de medir, cuantificar, completar, atrapar, asir, retener. Te perdiste su risa cuando es feliz y el cielo más cerado de plomo y lluvia no tiene otra opción que rendirse y dejar paso a la nube rosada, tornasolada o blanca y que la luz ilumine, limpie, tu alma.

Yo, que la conocí, me siento un afortunado. En las horas más amargas en que me siento, como ahora mismo, a repasar cada piedra recogida en este largo y doloroso viaje que llamamos la vida, me pongo a juntar en mi mesa los recuerdos de las bellas personas que me crucé en el azaroso puente del destino y añoro su calor, sus suspiros, sus gemidos y su canto que nunca escuché como hubiese deseado.

Yo, que la conocí, y su magia me supo llenar las horas, me arrancó del tedio, de la inhumana alienación del trabajo, que fui convencido por su amor de dos noches y el wasap sé que soy otro gracias a ella. No sé su nombre real ni su dirección exacta. No podría encontrarla si allanara todas las casas el extremo conurbano donde vive. Sólo sé que todas las mañanas, tipo 5 o 6, se toma el tren de la muerte y viaja a su lado, defendiendo la vida con cada suspiro.

Sé que si me tomo el Roca al revés, un sábado cualquiera, en cualquiera de las plazas y estaciones la veré piqueteando un periódico de letras sin imágenes, convenciendo al mundo de la salida para su sufrimiento eterno y cotidiano o regalándome, generosa y desprendida, un mísero volante de papel gris para que encuentre con él, como un hilo de Ariadna, mi propio camino para salir de este laberinto sin paredes.

Sé que si el Roca al fin está muerto, paralizado por el corte, la huelga, ella estará en los pies de los que marchan y en las manos que sujetan las cañas que rompen el cotidiano cielo en banderas rojas y oro y, si todo es bello y perfecto, en las piedras y las que vengan después de las gomeras que, como dijo el poeta urbano, no siempre serán.

 

Lenin solía decir que el socialismo se verificará cuando los trenes lleguen a horario.

 

Vale camarada,

siempre y cuando,

en la última estación del recorrido,

la encuentre de nuevo

a ella,

feliz

y gobernando.

viernes, 27 de junio de 2014

El baile eterno de los electrones

Los antiguos persas, milenariamente amigos de la confección de alfombras, habían imaginado una metáfora poético-textil para explicarse la mágica conexión entre los millones de seres que habitamos este planeta y compartimos este viaje: según ellos, la vida no era más que la gran y perfecta alfombra diseñada por ahura mazda, su dios, y cada ser vivo no era más que uno de sus infinitos hilos, con un bordado específico e irrepetible, entrelazado su destino particular con los millones de destinos del resto de los hilos.
Miles de años de observaciones científicas llevaron a la humanidad a la comprensión de que los persas se habían acercado mucho a la verdad. Una vez descartado el comprensible error de asumir un diseñador inteligente para un diseño tan increíble, descubrimos que todos los seres que habitamos el mundo provenimos del mismo sitio, somos materia y energía, átomos, polvo estelar navegando las galaxias, entreverados y combinados en formas particulares y únicas. 
Y gracias a la genialidad o locura de Newton sabemos que todos esos seres y cuerpos inanimados que formamos el universo estamos unidos (sí, unidos), por una fuerza maravillosa y simple, la gravedad.
Este es un relato inventado, aunque eso tampoco es exactamente cierto. Pero lo importante a tener en cuenta es que es un relato para tratar de entender las fuerzas que nos atraen y nos unen.
Arranca con dos personas, dos motas de polvo interestelar devenidas seres humanos. También puede ser que sean partes de miles o millones de otros seres, o simplemente el resultado de combinar varias ellas y diferentes él.
El lugar donde se encontrarían 30 años después distaba mil doscientos kilómetros exactos de los lugares donde se ella y él se criaron, pero en direcciones opuestas a ese futuro centro.
No tengo permitido –tampoco es el sentido de este relato- retrasarme demasiado en cada detalle, porque los tiempos del relato lo impiden pero también porque el sentido de lo que queremos explicar hace que los detalles sean, cómo decir, contraproducentes...
Puedo decir, sin embargo, que la vista de estos niños era muy similar. A través de sus retinas en sus pequeños cerebros se grabaron para siempre los distintos matices de verde que albergan esos otros seres maravillosos del cosmos, los árboles. En su patagónica crianza ella absorbió colores y olores, cielos y estrellas del bosque húmedo con nombres mapuches; mientras que a miles de kilómetros él también bebía con ansias, todo olfato y gusto, los verdes más brillantes quizá y con nombres guaraníes del litoral. Valga decir también –sólo porque este relato los involucra- que tuvieron como primos a los ríos, cristalinos y de lecho pedregoso los de ella, caudalosos y bravíos ambos, más anchos y oscuros, puro lodo y espalda dorada los de él. Sólo los climas de sus tiernas infancias fueron tan rotundamente contrapuestos como los kilómetros entre ellos, aunque bien mirados en su extrema radicalidad se igualaban, frío de montaña ella, calor húmedo de selva, él.
Sus historias infantiles no podían presagiar bajo ningún punto de vista un destino común. No sólo la distancia geográfica los separaba, sus biografías los empujaban a mundos divergentes.
Él había sido criado bajo las leyes del “no te metás”, “por algo los habrán matado” y “los milicos habrán hecho cagadas pero hicieron obras”. Mientras el patriarca agradecía las bondades de la dictadura de Onganía, a quien le debía en parte su progreso individual, en el punto cardinal opuesto,  el padre de ella era detenido por actividades ligadas al comunismo criollo, en las cárceles del mismo dictador.
A la edad donde las mujeres comienzan a desarrollar una inteligencia y sensibilidad superiores al resto de sus congéneres, con siete años, ella encaraba a su padre para discutirle que su amiga mapuche era capaz de llegar a las mismas conclusiones y descubrimientos utilizando sus habilidades naturales aunque no contase con los mismos recursos cultuales que su medianamente favorecida familia. Él llegaría a esa conclusión a la edad en que los varones tienen una remota chance de alcanzar cierto grado de inteligencia, treinta años más tarde, y debería estar agradecido, ya que esta sabiduría pasajera le permitiría protagonizar el fin de esta historia. En su defensa, digamos que luchó denodadamente contra su entorno social y logró casi al final establecer alguna forma disipada de amistad con los gurises guaraníes que tanto admiraba.
Ya en su juventud comienzan a funcionar los mecanismos invisibles de la gravedad y estos dos insignificantes hilos se acercan a la ciudad que oficiaría de escenario. Aunque no todavía al lugar del definitivo encuentro. En un barrio cheto, lejos de ambos, pero donde ambos vivieron historias de universitarios, estudiasen o no.
 Pero no fue la militancia en la izquierda, que ella desarrollaba con mayor compromiso y conciencia –y mucho antes- y que él comenzaba a desandar, en sus primeros histeriqueos, la que los unió, ya que, aunque del mismo lado de la trinchera, ella cavaba codo a codo con amplios sectores mientras que él decidía soldarse a una sola clase.
Aquí cabe la pregunta, la interrupción, ya que entendemos que ella haya llegado a militar en la izquierda, esponsoreada quizás por el edipo de un padre zurdo y perseguido, pero ¿por qué raro camino llegó el hijo del “por algo será”? Aquí aparece otra fuerza, que descubrieron otros como Newton, aunque más mundanos, que vieron en las relaciones económicas, en la organización social para obtener alimentos y explotar recursos comunes, el fino e invisible hilo que entrelaza los destinos de la gente. En esos años 90, la economía comenzó a cortar los hilos de muchas familias atadas al orden establecido y sus jóvenes reaccionaron con angustia pero también con bronca.
Algo mucho más fuerte que sus elecciones políticas hizo que se vieran las caras por primera vez: el argentinazo. Porque la rebelión popular más profunda de los segundos cien años del país provocó una movilización de energías tan grande que con sólo haber decidido pararse en un lugar específico fueron empujados hacia sí mismos por el pueblo enardecido. Una asamblea popular los vio batirse juntos contra los enemigos de la vida y les dio la satisfacción inconmensurable de bajarse a cinco de sus representantes en pocos meses.
Ambos sintieron en silencio, sin compartirlo, una atracción irrefrenable por el otro. El adjetivo no es totalmente justo, aunque no se ha inventado todavía un lenguaje para esto que describimos, deberíamos adosarle, por lo menos otro, inexplicable, como para acercarnos un poco.
La razón pudo más y el reflujo de las bravías mareas del pueblo argentino, con su bajamar, acompañando la gravedad de la Luna y los astros, también lograron separarlos y durante 6 años más sus historias siguieron caminos distantes.
A la vuelta del lustro ampliado un nuevo empuje de millones de hilos contra el poder y la muerte los volvieron a juntar. En el camino quedaron exilios internos y frustraciones dolorosas, pero ellos se volvieron a encontrar, y lo maravilloso aquí fue que parecieron retomar desde el mismo punto geográfico, porque la primer asamblea docente donde se vieron las caras se hizo en unas escalinatas a escasos metros del playón y el monumento al general norteño donde se reunía la asamblea popular seis años antes. Pero no convocaba la misma gente, sino un sector particular de esa enorme masa que había derrocado a los gerentes de la muerte en el pasado. Ahora su clase los convocaba.
Porque en esos años algunas cosas se habían consolidado y ambos terminaron abrazando la misma profesión y se destacaron casi en paralelo en la organización política y sindical de sus compañeros y compañeras de trabajo y de lucha –aunque ella seguía estando varios pasos más adelante-. En esta unión hubo una muerte que actuó como un imán. No una muerte indolora o insípida, no una muerte significativa como cualquier otra, un asesinato –el primero de este relato- de un hermano de lucha de ella, en su patagónico y verde y frío nido maternal, el Estado escupía su odio contra la nuca de los docentes que cortaban rutas. Esa muerte fue un imán, el vacío de su ausencia repentina funcionó como un agujero negro superpoderoso que acercó a miles a ocupar el lugar en la fila. Entre ellos a él.
En esas asambleas ya empezaron a preocuparse. Porque es sabido para cualquier persona, no importa su capacidad intelectual o de asombro, que la regularidad deja ver una ley oculta. Ya intuían con mucho temor que algo más pasaba porque volvían a verse y a sentir las mismas extrañas vibraciones que los llevaban a mirarse de reojo, saludarse con un plus de afecto y todo a pesar de que ambos sostenían una autodisciplina rayana con el monacato en lo referente a desconocer los acuerdos que sus cuerpos y mentes sostenían en esos momentos –como seis años antes- con otras personas, con las que la misma energía los había unido, aunque de otra forma y en otros momentos.
Él comenzaba, por esos años, a juntar el coraje y optimismo necesarios para transitar la aventura de mezclar su energía y su materia con una compañera y alumbrar una nueva e irrepetible combinación de átomos.
También en eso se diferenciaban, porque ella había sido madre mucho antes, quizás en algún momento más cercano al comienzo de este recorrido. Y probablemente ese hecho fantástico de la elaboración consciente de otro ser había sido importante en el origen de esta historia y seguramente lo fue en el final.
Porque los hijos y las hijas son como planetas, estrellas o asteroides que desencadenan fuerzas extrañas que transmutan las órbitas naturales de sus procreadores, más allá de compromisos afectivos diversos.
Y otra vez se separaron. Ayudó que su clase volviera a replegarse después de un estallido furioso pero también valieron sus crisis paralelas con las organizaciones donde militaban. Algo podría haberse inclinado por primera vez en contra de ella, que fue la que más lejos de su vida pasada terminó, podríamos decir que un cortocircuito, un chispazo la sacudió muy lejos de ella misma. Mientras que él, por primera vez en esta carrera paralela logró mantener una órbita lo suficientemente inclinada para no perder el último gramo que lo conectaba a una parte de su vida y de los miles más con quienes había decidido encarar este viaje.
Otro hecho fortuito los volvió a acercar. Esta vez no fueron las masas embravecidas ni la fuerza organizada de su clase en lucha, esta vez el más puro y desconocido azar hizo que trabajaran juntos, compartieran recreos y horas muertas.  Esta vez fue la geografía quien los unió, contradictoriamente y en contra del pasado, en que los había separado, o finalmente gracias a que las imágenes de esas naturalezas violentas se inscribieron en lo más profundo de sus cerebros infantiles fue que ella tomó horas de Geografía en la escuela donde él las dictaba hace ya un tiempo. (¿Podemos darnos el lujo irracional de creer que su mutua e independiente pasión fanática por los mapas –que ella colecciona y crea de rompecabezas de cinco mil piezas y que él recrea fanáticamente cada vez que puede en aulas y juegos- es acaso “casual” y no tiene nada que ver con un destino fijado a fuego vivo?)
La geografía que los encontró esta vez merecería un extenso paréntesis que justifica otra narración, pero baste decir que se encontraron en esa particular barriada obrera de Buenos Aires donde el proletariado, desunido y envenenado por la miseria más acérrima, se encuentra ideológicamente en las antípodas de las ideas que ella y él consagraron su vida a transmitirle.
Y aunque tres décadas de viaje ya hacían estragos en su energía vital -que se marcarían irremediable y definitivamente en sus cuerpos-, volvieron a identificar ese sentimiento inidentificable que los había asombrado dos veces antes. Disciplinados y especialistas en la represión del propio deseo cuando éste contradice los deseos previamente establecidos, ni siquiera se comunicaron estas impresiones. Y después de haber sido adversarios acérrimos dentro de una misma lucha lograron conocerse como seres de carne y hueso luchando contra la misma barbarie, el mismo sistema y hasta el mismo ministerio.
Sólo una vez se permitieron el contacto. Fue producto de otra muerte, otro asesinato, otro vomito estatal de miedo y clasismo. Él llegó una tarde de octubre a la escuela devastado por el asesinato de uno de sus hermanos más queridos, a quien nunca conoció personalmente, y que podría haber sido él mismo o cualquiera como él, y cuya desaparición fue un verdadero terremoto emocional para los millones de seres que sufren y transforman este país todos los días. En ese nefasto día, en esa escuela rodeada de barbarie y dirigida por los esbirros de guante blanco (y celeste) del mismo sistema que había arrancado el cuerpo de su hermano de su lugar en el cordón, sólo ella podía recibirlo y brindarle un refugio de carne y hueso, un valle donde podía permitir que la lluvia de su alma y su dolor corrieran libremente y dejaran de presionar sobre todo aquello que lo sostenía vivo.  En sus brazos pudo llorar y liberar parte de esa energía dolorosa.
Pero no pasaron de allí. Estoicos. Respetuosos de los demás antes de ellos mismos. Manejaban como podían esa energía, esa particular tensión que se había apoderado de ambos, obligándolos a acercarse y alejarse al compás de un extraño movimiento en el que se sentían títeres involuntarios, objetos empujados por la inercia del barco donde se movían.
Hacia el final de este recorrido ella pareció alejarse definitivamente de todo lo que la había movilizado en su corta existencia bajo esta particular forma y combinación de materia. Las frustraciones, profundas, responsables de desgarros internos, parecían no remediarse. Su vínculo con la vida misma se distendió de tal forma que llegó a acercarse demasiado al final de esta forma particularmente mezclada para desatar la entropía que la llevaría a convertirse en otro tipo de combinaciones y dejar, definitivamente, de ser ella misma.
Pero esta historia no merecería ser contada si el encuentro final no se hubiese dado. Eliminado ya el misterio artificial y literario que antecede al desenlace, digamos que lo maravilloso radicó en la particular combinación de fuerzas que lograron unirlos.
Aunque él lo intuye semiconscientemente y ella todavía lo recela, otra vez la fuerza contenida de las masas rebeldes del argentinazo, combinada con la fuerza más concreta de la clase social que cuida la esperanza y las semillas del cerezo, parecen haber confluido en el mismo cauce para desenvolver la fuerza de un río poderoso y encaminado a desplegar una energía social mucho más poderosa y efectiva que quince años atrás. Esa fuerza lo encuentra a él intentando aportar claridad y dirección al afluente que pasa por el lugar de la ciudad donde se eleva la esquina del mástil proletario, barrio mágico que le devolvió la fe en sí mismo y en la humanidad. Y ella intenta volver a beber en ese desborde desenfrenado, en esa crecida devastadora, un poco del agua de la eterna juventud que la lleve de nuevo a la esencia más bella de su propia vida, la de la permanente actitud de orgullo y desafío, lucha y provocación hacia el mal que a todos mata.
 Y en medio de ese río de tiempo y espacio se han vuelto a encontrar.
Pero esta vez ellos nadan en medio de la corriente para verse. Uno y otra se intentan ayudar en aspectos diferentes de la correntada. Ya veteranos, parecen comenzar a comprender mejor de qué se trata este baile, parecen identificar el ritmo y algunas notas, continuidades... y como si fuesen niños autodidactas comparten entre ellos con una ingenuidad y una ternura indescriptibles los pocos avances que van balbuceando tímidamente o con confiada altivez y audacia.
Finalmente, las cadenas que los ataban a deseos comprometidos con otras parejas de este baile ya no están más, no digamos cómo ni porqué para no aburrir de más al lector entretenido pero sufrido que hasta aquí nos acompañó. Baste decir que la misma fuerza sísmica que rompió los diques de contención para ese río humano que encuentra poco a poco su cauce buscando el centro del poder en su país, valió también para barrer con las bases que los unían a sus compromisos previos y en el mismo momento se vieron liberados de algo más que sus parejas constituidas, liberados de las anteojeras y los límites autoimpuestos.
Y esta vez sí los monjes decidieron caminar los pasos que había entre sus celdas y encontrarse.
 Todavía queda por decir que algo más asombroso ocurrió. Necesitaban también un contexto, un barrio. Se reencontraron en el lugar ya transitado, esta vez no había trescientos vecinos de diferentes clases sociales a la sombra del libertador del norte ni los 150 compañeros y compañeras de trabajo debatiendo el plan de lucha y el pliego de reivindicaciones, había una modesta urna excesivamente disputada por dos fuerzas contradictorias.
Desde allí, desde el puerto donde siempre volvían a encontrarse, comenzaron a desandar un camino totalmente novedoso y en este viaje, después de tres décadas y tres mil kilómetros, encontraron juntos un centro, un lugar concreto, un puente que unía el barrio de la primera infancia de ella –hacia el sudeste- y el barrio de esta primera vejez de él –al noroeste-, un barrio transitado en otras épocas mucho más lejanas por uno de los pocos seres de este mismo país que tuvo la sensibilidad suficiente para descubrir que en las cotidianas estructuras inventadas por los hombres y mujeres reside una belleza y una magia maravillosa, una serie de espíritus que pueden ser descubiertos y que deben ser traídos a la conciencia para poder alcanzar el dominio de sí mismos y la felicidad. Ese puente hoy lleva su nombre y ese barrio donde las almas se pierden y los gps no saben guiar a nadie, ellos se encontraron.
Una vez en la cama, entre la fusión confusa de pieles, aromas, jugos corporales y alientos, ella lo supo y más que una iniciativa para transmitirle a él su descubrimiento, exhaló un suspiro articulado y racional, producto de ese momento de extrema lucidez inmediatamente previo al orgasmo y dijo: “nuestros cuerpos finalmente se tocaron”.
Porque no se trata, como se puede apreciar, de una historia de amor. No es ése el nombre de esta fuerza particular que pareció unirlos. Nadie sabe a ciencia cierta qué es realmente el amor pero ellos saben que no es la fuerza que los atrajo. Él y ella relacionan el amor con otra cosa, con la epopeya bifrontal de la construcción común de un presente y un futuro inciertos contra todos y todo. No es esa decisión tan sutil la que los unió.
Tampoco se puede reducir a la química elemental de las hormonas y las fantasías visuales que introducen la obsesión sexual por el otro. Esta atracción se parece más a la gravedad de los electrones que giran en órbitas elípticas atrayéndose y distanciándose rítmicamente dentro del átomo. Y como las metáforas sirven para muchas cosas pero no para todo, como la literatura, déjenme acotar que estos microscópicos seres con sus pequeñas intervenciones conscientes han transformado este girar automático e impersonal en algo más parecido a un baile en el que los bailarines aceptan dejarse llevar y asumen en sus cuerpos y decisiones encarnar con convicción las fuerzas inmateriales que los mueven.
Como millones de electrones, bailan juntos en este enorme encuentro universal de átomos, cuerpos, planetas, estrellas y astros que se expanden bailando hacia el horizonte de su propio futuro.
Cuerpos fabricados de la misma materia, atravesados por la misma energía, que se atraen sin saberlo durante millones de años y que cuando se tocan, ah cuando se tocan, generan las explosiones de energía más maravillosas que el ojo humano pueda apreciar, supernovas, reacciones atómicas en cadena…
Gravedad, economía, geografía, tiempo y distancia, lucha y muerte, materia y energía al fin y al cabo, danzando juntas, hacia el final de los tiempos, cuando ya no seamos nada, pero sigamos existiendo como parte del todo.  
Historias como éstas se cuentan de a miles, bienvenidas sean. No muchos tienen la dicha de darse cuenta del baile en que están metidos ni son capaces de intervenir conscientemente, aunque más no sea dejando de resistirse a las insondables fuerzas centrípetas que nos acercan y nos repelen unos de otras y otros de unas.

Usted no sabe -ni tiene por qué saber- si estas dos historias existieron y lograron resolver la ecuación y el enigma. Valga pues este relato, al menos, para que empiece a prestar atención a la música estelar que susurra en su oído cósmico.  

miércoles, 11 de junio de 2014

Jóvenes de almas partidas

[reseña inédita perteneciente a la SERIE FLORES EN EL BOQUETE]


Reflexiones sobre Grietas, Cielo Razzo, Pupo Records S.A., 2007


Lo que sigue son reflexiones sobre un ya viejo cd de una banda que estalla de actualidad, Cielo Razzo, no hay ningún interés periodístico ni tampoco quien escribe es un especialista en problemas de índole musical o estéticos. Se trata simplemente de intentar comprender mejor cómo siente nuestra juventud, esos seres que tienen en sus manos, incluso quienes no lo deseen, el destino de nuestro mundo porque son ellos y ellas quienes cuentan con esa energía necesaria para encarar los años más pesados de la crisis y descomposición del capitalismo.

¿Se puede describir el vacío? 
Una respuesta afirmativa, con todo el desafío que eso implica, se podría encontrar en el trabajo del 2007 de Cielo Razzo, una de las bandas de rock más populares del momento en Argentina.

Vacío, dolor, pasado, barro, lodo, nostalgia, tristeza, irracionalidad, extrema lucidez, locura, son los temas recurrentes en los 13 temas. Es una forma juvenil de vivir el dolor, si es que tal cosa puede ocurrir, y de hecho ocurre. La pulsión de la vida está en su máximo esplendor, la energía de la biología fluye y empuja al joven pero sin embargo este no encuentra su lugar en el mundo, lo mira extrañado, se le presenta imposible de ser vivido en su plenitud.

Hay algo positivo en toda esta melancolía, y es que esta juventud no come vidrio, no se ilusiona con una sociedad que no tiene ninguna alegría concreta para ofrecer. Esa melancolía es producto de una observación consciente del ámbito, sobre todo de una sensibilidad aguda para descubrir la falsa trama de las relaciones personales, se trata en suma de jóvenes que han descubierto tempranamente que el amor honesto y sincero, desinteresado, es imposible en nuestro mundo actual.

Me gustaría conocer algo más de música porque podría demostrar con argumentos y pruebas lo que es sólo una sensación sensible, ya que de alguna forma, la música de este cd se amalgama muy bien con todo el concepto de la obra. Los acordes, el teclado, hasta una especie de sordina en esa batería que sin embargo es potente. Para un ignorante es “ese no sé qué” que hace que todo el trabajo sea una sola oración musical, una serpiente merodeando un laberinto, sin correrse demasiado de ese tema único.

Claro que son jóvenes de cierto sector social, hijos de la burguesía o de esa famosa clase media de las grandes ciudades del litoral (aunque sea una banda muy porteña en realidad viene de Rosario) y Córdoba que está formada por una rara mezcla de hijos de profesionales, pequeños comerciantes o artesanos y de todo un sector de trabajadores de sueldo en blanco y rozando la canasta familiar. Es decir que tienen el tiempo libre y las herramientas culturales para darse cuenta de la porquería que los rodea y al mismo tiempo expresarla, ya sea creando música como Cielo Razzo o bien participando activamente de su re-creación en cientos de recitales, miles de horas cantando sus temas en encuentros de amigos y, obviamente, comprando y difundiendo hasta el cansancio su música.

Pero en este cd esta juventud no logra terminar de entender dónde se encuentra. Sabe que no es un buen lugar, y algo en su explosión hormonal les impide caer totalmente en el abandono depresivo y la frustración definitiva. Algunos no saldrán nunca de este no-lugar, de este purgatorio permanente y monocromático (el arte de la caja es un continuo de grises y sepias monocromáticos, con sucesión o galería de fotos de sitios hermosos sin alma, como los cristales y espejos rotos que pululan en las imágenes y en la poesía de las canciones).

Por eso deberíamos felicitar al que escogió el nombre de la obra, los trece temas parecen una continuidad, un largo y pesado camino en el interior de la grieta de una ciudad, como atravesar un túnel cavernoso de cemento, cúpulas y edificios grises del siglo XIX o principios del XX y cielos húmedos y plomizos.

La poesía de la banda es clásica, sin caer en etiquetas se podría decir que versa el existencialismo sartreano o camusiano de los años 40 o 50 del siglo pasado. ¿Será que una parte notable de nuestra juventud atraviesa la vida como ante las sombras de la segunda posguerra más destructiva de la humanidad?

Tampoco tanto. En este disco Cielo Razzo nunca cae en la depresión, desde el arranque, sólo juega con la idea, pero en lugar de caerse o dejarse caer en el pozo insondable del desconsuelo “le cae” o “cae” en la casa de la amiga o la amante. Hay aquí y allá ideas que combaten la entrega total ante el desánimo

“que los días tibios nos encausen lejos de la furia y el desastre/ vamos a la profundidad, pude entender que ahí tu magia es sólida”

Como mucho se arriesgan a llegar al borde de los abismos existenciales, sin dejarse absorber por el vértigo del final definitivo y buscan la magia. Hay atisbos de un intento de salir, de zafar, cuando tanto dolor se transforma en prisión sin embargo

“puedo ver que enseñan sin saber `[...] lo que afecta te expande y abre la conciencia”

A mitad del trabajo aparece esta conciencia nítida del engaño de la autoridad (quien enseña, se sabe, ejerce desde un lugar de autoridad) y un deseo por cambiar el mundo

“Algún día el saber será el lugar mejor/ y el espejo de la gente/ ya no será el dolor”

Pero esa esperanza desencantada, pesimista quizás, sólo lucha por sobrevivir en algún acorde, en algún arranque de batería que desentona, en algún verso perdido donde el amor es un deseo feliz o al menos parece encontrarse un refugio en medio del dolor.

No más que eso. Cielo Razzo no sale de la grieta que tan bien parece describir. Aunque hay que destacar la enorme envergadura de artistas que son capaces de expresar musical y poéticamente el mismo sentimiento, con una calidad técnica realmente profesional, pero al mismo tiempo demostrando una capacidad creativa sin techo.

Qué pena que este mundo no tenga más que ofrecer a personas desbordantes de creatividad y sensibilidad. Sinceramente. Aunque si me preguntan, prefiero las formas más viscerales de elaborar el duelo o el dolor del blues, el tango y hasta el rock más duro, el grito desgarrado, el llanto caprichoso del que se resiste. Pero no podemos reprocharle a estos jóvenes hipocresía.

Quizás la hipocresía del kirchnerismo, que ya empezó a mostrarse desde los años por los que apareció este trabajo explique cierta desazón de una “clase media” con la vida un tanto acomodada pero sin desafíos ni perspectivas claras de construir una realidad mejor. Sin ser sociólogo ni nada parecido puedo arriesgar una comparación con mi propia generación, que sudó existencialismo (del bueno, del malo y del de más allá) en la primera mitad de los noventa. Por ahí si sacamos un poco la cabeza del barro descubrimos que la apatía y falsa verdad del “voto licuadora” menemista estos pibes y pibas la hayan sentido también con el voto a crédito y la realidad subsidiada.

Muchos de ellos y ellas, como nos pasó a nosotros, gracias al desarrollo de la única clase social que tiene como meta construir un paraíso aquí y ahora, pudieron rescatarse y florecer como los cerezos de en medio de las grietas. Otros y otras caminaron los pasillos de la felicidad a cuotas fijas sin interés, las puertas de despachos oficiales o semi oficiales disfrutando las mieles de un existencialismo “despolitizado” “antipartido” o “nihlista”.

Aunque no puedo decir que celebro la existencia de Grietas porque ya no puedo disfrutar tanto dolor y melancolía, porque dichosamente supe abrazar o dejarme llevar por esa clase social, por los laburantes luchadores y socialistas de este país que en medio de la crisis donde las grietas del menemismo y el aliancismo estallaron en añicos y nos rescataron, y nos devolvieron el soplo vital de la alegría y la esperanza. Puedo decir, sin embargo, que expresiones como Grietas  tienen la virtud de pararse en medio del desconcierto y no avanzar, ni para el dolor total ni para la alegría falsa o hipócrita ni tampoco hacia una esperanza y optimismo que se les presentan irreales.

Al menos sostienen la sinceridad del que comprende la porquería pero se sabe sin rumbo.

De esa honestidad y ese dolor puede surgir un/a revolucionario/a. De la depresión o el falso optimismo, ya es más complicado.

¿Cuándo cae el Día del Padre?

Para Leyla Isis, 

la Luna que guía 

el calendario de mis días


Alienado, con mi vida marcada por los ritmos del feriado comercial, trabajador precario de este rincón del sud, cada tercer domingo de junio, me asalta la misma pregunta

¿Cuándo se comienza a ser padre?

Pregunta tonta, propia de revista dominical pedorra, que sin embargo me atormenta hace rato... es hora de ponerle un fin, aunque sea provisorio.
Ni siquiera puedo decir con precisión cuál fue el encuentro sexual que generó la magia de la fecundación, aunque puedo jurar que fue una época de verdadero amor sincero y apasionado, lo que podría explicar la belleza interior de mi hija, si es que en algún modo nuestro estado anímico de ese momento influyó en la configuración definitiva de su mezcla particular de átomos y genes.

Si fuese así, soy padre desde la primavera de 2009, el último año más emocionante de mi vida hasta ahora.

Pero en ese momento no me lo imaginaba.

Fui más consciente antes, en el verano de ese mismo año, en una parrilla furiosa de Salta capital, en que tuve consciencia absoluta de que sería padre, por primera vez, con la mujer que tenía enfrente.

¿Fui de alguna forma padre en ese momento, cuando tomé la decisión consciente de no huir, de aceptar el convide del presente y abrazar con optimismo la idea que germinaba?

La paternidad ha sido una obsesión esquiva desde que empecé a sufrir la de mi propio progenitor. Obsesión que seguramente en algún momento se transformó en un bello desafío, mezcla de venganza y optimismo vital, que germinó y esperó su oportunidad para hacerse consciente y, lo más importante, carne y hueso, sangre y moco, caca y pañal.

¿Fui acaso padre en el momento que el evatest del supermercado chileno dijo una noche fría de enero en Santiago que iba a ser padre? ¿Lo fui al otro día, en ese amanecer tan lleno de optimismo y felicidad en que conocí por primera y única vez los hermosos crepúsculos sobre el Pacífico en un hermoso puerto con nombre de árbol?

¿O comencé a ser padre a fines de ese mismo verano cuando tomé la decisión de volver a terapia para forjar un ser humano más digno del que ya era, para dejar definitivamente el miedo a vivir de lado, madurar y ser el mejor padre que pudiese ser?

Porque de ser así, debería decir que comencé a ser padre cuando soñé por primera vez que iba a ser padre y se me ocurrió transformar ese sueño en literatura, para que me guíe como una señal objetivada, hecha concreto, palabra y papel, fuera de mi imaginación y circulante, presente para recordarme mi meta, mi objetivo, mi faro de optimismo y alegría. Porque debo confesar que durante la tercer crisis personal más fuerte de mi pasaje por este mundo, cuando mordí la lona otra vez, brotó de mi interior más profundo la posibilidad, soñé una hija.

Porque debo decir que es muy fuerte la presión que ese recuerdo ejerce sobre mi reflexión presente. Me indica que cuatro años antes de su nacimiento, y dos antes de conocer a su madre, yo había deseado ser padre de ella, quien finalmente nació. 

Pero sería demasiado idealista pensar así.

Volvamos a lo concreto, ¿en qué momento de ese largo o fugaz momento del embarazo me hice verdaderamente padre? ¿Habrá sido cuando me asaltaba el miedo a ser un terrible padre y repetir cíclicamente el mandato genético cultural? ¿O quizás cuando sorteé con estoicidad todas las trampas que la debilidad de carácter quiso jugarme para que yo dejase de luchar por ser un padre superador? ¿O cuando finalmente dominé toda esa energía y fui el macho del hornero, haciendo lo que debía y resignando mi lugar protagónico heredado culturalmente de esta sociedad patriarcal?

¿O habrá sido en el momento en que sentí ese latir desacompasado y frenético de un microscópico corazoncito, invisible tambor de un pequeño cuerpo de dos centímetros, libélula, larva de mariposa, renacuajo en líquido de amor? ¿O cuando llevaba es pequeño mp4 con las fotos de las ecografías a color, exactamente el primer junio del embarazo, como si fuese mi panza de hipocampo macho, la muestra concreta y visible de mi paternidad todavía virtual?

Puede ser que mi paternidad haya comenzado después de ese primer junio, mientras debatíamos los nombres, la primer impresión de identidad que colocaríamos sobre el nuevo ser, por lo que examinamos exhaustivamente cada posibilidad y llegamos al borde de la irracionalidad en nuestro afán de respeto hacia la persona todavía no engendrada. El compromiso y recelo con el respeto a la individualidad de mi hija nonata empezó quizás allí mismo.

¿Será que ser padre significa sostener la decisión vital de engendrar y criar a un ser feliz muy a pesar de toda la mierda, angustia y muerte que te rodea? ¿Ser padre habrá sido tomar la decisión de no dejarme vencer nunca -hasta ahora- por los signos sombríos que se cernían sobre ese 2010, que implicó la vuelta a lo peor de mi experiencia luctuosa con mi propia familia originaria, o esa profunda herida desgarradora que abrió el Mal del Estado, con su “trinidad de trabajo precarizado-burocracia sindical-empresarios corruptos” que se llevó a un miembro desconocido de mi familia elegida –por eso mismo más doloroso- y que era mi hermano a quien nunca saludé personalmente y con quien nunca compartí una tarde de fútbol y que se llamaba –y se sigue llamando- Mariano Ferreyra, justo dos meses después del nacimiento de mi hija?

Podría decir que fui padre cada vez que tomé decisiones quizá exageradas pero correctas en su resultado final, en las que tuve que sacrificar un pedazo de mi voluntad, mi deseo, mi biografía, mi cuerpo, para sostener una presencia de físico y de ánimo que sea útil para mi hija en su primer año de vida. Decisiones -las más fuertes- que casi me dejan fuera de uno de los caminos que más voluntariamente he decidido recorrer y que, a pesar de su inconmensurable falta de reconocimiento he decidido seguir recorriendo. El sueño lejano, bello y eterno del paraíso en la tierra, del socialismo y el fin definitivo del sufrimiento y la falsa alegría de la euforia idealizada.

En resumidas cuentas, podría sincerarme totalmente, despojarme de cualquier prejuicio moral, ético o de forma y decir que, en definitiva, si me preguntan en serio, siento que fui padre ese mismo 10 de mayo de 2012, cuando volvía de hacerle el DNI a Leyla, en que mientras manejaba me avisaron que mi propio viejo había fallecido.

No por un falso remordimiento sino más bien por esa conciencia fulminante como un rayo de que ya no había más padres en mi familia, al menos no que pudieran jugar ese rol que sólo un padre puede jugar como último recurso o red de equilibrista de mí mismo. Ese mismo día comencé a procesar en definitiva que ser padre iba a ser sin más todo lo que arriba narré y millones de cosas que todavía no me explico pero que seguro tienen que ver con mi propia historia de hijo.

Ese hecho de dejar de ser hijo, o haber aprendido lo necesario de mi relación como hijo, ese cierre que le puse al devaneo obsesivo compulsivo sobre la influencia negativa de mi viejo en mi presente, ese procesar el pasado, me permitió verdaderamente dar un salto y ser un verdadero padre.

Finalmente la conclusión obligada por esa ausencia repentina e inesperada, la comparación obvia con ese otro ejemplo de paternidad (el único que cuenta a fin de cuentas) develaba, sencillamente, que yo ya era mejor padre, que podía liberarme del miedo atroz a la repetición mística, y que lo había logrado negando en todo lo que aquel ejemplo había tenido de negativo: contradictoriamente, su ausencia final fue la más presente de las acciones, fue un padre presente cuando dejó de existir, por duro y amargo que pueda parecerles...  

No fueron los miles de bellos momentos de gratificación personal en que me jugué el delirio y la vida, ya sea discutiendo con la burocracia estatal y la política de quiebra de la educación pública y una directora para conseguir la vacante del primer jardín de Leyla o esas mil y una veces que la llevé al laburo, a reuniones de círculo, plenarios, concentraciones, marchas, movilizaciones, actos, picnics y actividades. No fue la alegría de ir viéndola desarrollarse como una pequeña persona hermosa desde todos los puntos de vista en que se puede caracterizar a alguien.

Pero, objetivamente, y para no mentirnos, el día del padre me recuerda quién soy, es mi segundo cumpleaños. En realidad no soy padre cada tercer domingo de junio, sino en el quinto día anterior al fin de agosto, exactamente a las 13.30 hs., cuando presencié sin poder creerlo un diminuto ser que ocupaba con todo su largo exactamente el mismo tamaño de mi antebrazo derecho, cubierto de una costra viscosa de color azul pálido o incluso violáceo, o cuando finalmente encaró lo inevitable de la nueva vida exhalando su primer y desconsolado grito desgarrador producto del primer contacto con el oxígeno, o cuando observaba sin creerlo su diminuto cuerpo pasearse como 3 kilos y medio de solomillo entre las expertas manos de lo/as enfermeros/as que le dieron su primer baño, pesaje y la entallaron en su primer mortaja.

Puede ser que haya comenzado a ser padre mucho más tarde ese mismo día, cuando después de cambiar su primer deposición de mecoño (la mierda sagrada del recién nacido), sorprendido de la naturalidad con que acometí tan temida tarea, la acurruqué por primera vez entre mis brazos y mi pecho, la encerré con mi cabeza baja, mi aliento sobre el suyo, y le susurré al oído la más dulce canción de cuna, el “duérmete mi niña” heredado por generaciones de seres humanos desde el más remoto origen de los tiempos.

Primer canción de una series de nanas que canté durante esos primeros años de ternura inconmensurable en los que le cantaba para transmitirle esa profunda paz que necesitaba para abrazar el sueño reparador y vital sin miedo a zambullirse en el desconocido mundo de su propio inconsciente todavía nebuloso pero ya activo y palpitante.

Sería muy injusto no reconocer que empezar a ser padre verdaderamente fue llorar al presenciar como testigo privilegiado la hermosa e irrepetible relación de mi hija con su madre desde ese primer momento mágico en que se vieron los ojos mudos de lágrimas unos, recién abiertos y confusos los otros. Como lo ha sido hasta ahora y lo sigue siendo a pesar de la distancia con ese otro ser tan maravilloso a su propia manera que hace ese laburo tan perfecto y amoroso como sólo lo puede hacer su madre.

Porque, claro está, nada de esto sería tan importante para mí si no fuese porque este será mi primer día del padre después de haber tomado la terrible e impensada decisión de no ser más padre en pareja permanente y omnipresente.


Y este viaje interior lanzado al viento como una confesión o lamento de gaita y quenas, como vidala o foliada, como alalá o aire de copla, es simplemente eso, un arrullo para un padre que sigue siendo, en el fondo, un modesto cúmulo de alegrías y tristezas, de fracasos y proezas, de miserias y altruismos, de vacilaciones y convicción.

Réquiem para la canción de izquierda latinoamericana

[reseña inédita perteneciente a la SERIE SERIGRAFÍAS PORTEÑAS]

Fuimos a ver la presentación de Inti Illimani y Quillapayún el 22 de mayo en el Teatro Ópera de Buenos Aires. Las dos formaciones llevan un tiempo actuando juntas. Son, sin lugar a dudas, los mejores representantes de la cultura de izquierda de los años 60 y 70 del siglo pasado. Verlos es acceder a 50 años de historia.
Músicos formidables, representan a una generación de folckloristas ligados al Partido Comunista que se dieron la tarea de bucear en las raíces de la música popular del campesinado aborígen y los descendientes de esclavos en todo América Latina para transformar su contenido y su forma manteniendo lo esencial del lenguaje. Lilia Vera y Cecilia Todd en Venezuela, Silvio Rodríguez y Pablo Milanés en Cuba, Víctor Jara y Violeta Parra en Chile, Yupanki, Sosa y Guarany en Argentina, cada país tuvo su renovador y estos músicos chilenos son de los últimos sobrevivientes de esa generación y ese programa político-musical.
En contra de la tendencia de los últimos 30 años, los Inti-Quilla mantienen una marca de su generación, con una ductilidad increíble para tocar todos los registros, ritmos y géneros de la música popular latinoamericana, haciendo realidad una verdadera comprensión internacionalista de la cultura popular. Tradición que los folkloristas más conocidos parecen haber abandonado, volviendo a los años 50, cuando se regionalizaban los grupos y quienes tocaban zambas y chacareras no se anotaban un chamamé siquiera, no hablemos de un Polo Caraqueño.
Un espectáculo de alto nivel técnico, aún a pesar de las improvisaciones del sonido contra las que los músicos lucharon toda la noche. Músicos técnicamente invencibles, capaces de pulsar las emociones del público más neófito, cosa que demostraron sobre todo en la decena de piezas instrumentales que practicaron.
Todo esto es justificación de sobra para haber vivido esta experiencia en el Ópera. Sin embargo, y con toda modestia y respeto, no pudimos evitar una profunda sensación de estar presenciando una misa nostálgica de la izquierda nacionalista de los 70.  El público tenía un promedio de edad muy elevado, las filas más cercanas al escenario, arriba de los 400 pesos, estaban ocupadas por personas de 60 años y la juventud de 30 o veintipico aparecía recién en las altas filas del Pullman alrededor de los 150 pesos. La juventud que protagoniza el crecimiento de la izquierda de los últimos cuatro años no estaba en el Ópera. Los pocos jóvenes presentes, a pesar de utilizar gestos que los identifican con la izquierda setentista, foquista o peronista, no participaron del recital con el mismo entusiasmo y apasionamiento de las personas mayores de 50 en la sala.
La forma en que el público recibió la segunda parte del espectáculo, protagonizada por los Quillapayún con su repertorio clásico de canciones de protesta, demostraba que se había ido al Ópera a celebrar los 60 y los 70. Siendo amables, uno podría pensar que la introducción de ciertos temas mostraba un intento de parte de los músicos de no quedarse en una rememoración nostálgica, pero sea porque uno está equivocado en la apreciación o porque el público impuso su interés, el espectáculo no logró salir de allí.
La nostalgia por un pasado ideal es, se sabe, un sentimiento desmoralizador. El pasado no puede recrearse y por lo tanto, intentar vivir en él, impide el desarrollo de la energía vital necesaria para encarar el presente. Encima tratándose de dos grupos musicales que estuvieron ligados a la derrota más descomunal sufrida por esa izquierda en los 70, seguida de una de las contrarrevoluciones más sanguinarias y duraderas del continente, el lamento doloroso y sufrido es todavía más fuerte. Quillapayún contribuye con sus ponchos negros y la actitud corporal de los músicos estáticos y con la cabeza agachada en los momentos que no les toca intervenir. El tono solemne y sagrado dado en ciertos temas donde se recuerda a los caídos era hasta monacal. La selección de temas, y sobre todo el cierre a capella, enfatizaron ese tono.
Es que toda música tiene su programa. Quilla e Inti volvieron a reivindicar su programa de hace 50 años. Y si durante los 80 y los 90 mantuvo el sentido de servir de faro y resistencia frente al avance pasmoso del neoliberalismo y entre el caracazo y el argentinazo sirvió como estandarte para el “retorno” del setentismo vía Chávez, Mugica, Evo y el kirchnerismo, hoy, con los nacionalistas mostrando su veradero rostro liberal en toda la región y con signos de pudrición tan evidentes como el chavismo bajo Maduro, este programa sólo puede dedicarse a cocinarse en su propio réquiem.
Para deternernos en un detalle, podríamos criticar que más de 200 años después el proletariado revolucionario necesite cantar himnos a los próceres de la revolución burguesa, reformistas como Simón Bolívar o progresistas como Artigas, pero para no ser tan obvios queremos detenernos en el problema cristiano. 
Ya sea porque la generación de músicos de la pequeña burguesía de nuestros países estaba ligada al cristianismo tercermundista o porque entendían que la mayoría de las masas (sobre todo el campesinado) estaba fuertemente programada por la Iglesia, consideramos un acierto la gran cantidad de canciones que tomaban el lenguaje cristiano para cuestionar a la jerarquía eclesiástica o incluso para intentar unir el mensaje igualitario del cristianismo con los programas revolucionarios del momento. Pero pretender que las mismas canciones produzcan los mismos resultados cuando el cristianismo tradicional ha prácticamente desaparecido de las conciencias y prácticas cotidianas de las masas jóvenes en nuestros países (ni qué decir de la importancia relativa que ha perdido el campesinado frente al proletariado urbano) es sinceramente anacrónico.
Los propios músicos se encararon de fijar esta hipótesis de lectura que aquí hacemos como válida. En el programa que distribuían los acomodadores se leía como título del espectáculo: “Canto homenaje a los símbolos de la libertad chilena: Salvador Allende, Pablo Neruda y Víctor Jara”. Hace 30 años este programa podía ser entendido, pero después del despertar del pueblo chileno en su lucha por una educación gratuita en los últimos años, se debería archivar la nostalgia por el Frente Popular del 73 que, entre otras cosas gracias a la estrecha perspectiva del PS de Allende y el estalinismo de Neruda, generaron las propias condiciones políticas para su derrota…
La nostalgia puede transformar ese viaje necesario hacia las raíces, hacia los precursores, en una trampa que impida volver la conciencia hacia la sensibilidad de los que nos acompañan hoy y ahora en esta lucha por transformar el presente.
Para las nuevas generaciones de luchadores de izquierda encararse con el pasado no es tarea fácil. En el peor de los casos cabe celebrar que la juventud de izquierda no haya participado de esta misa de réquiem. Se necesita mucha conciencia política, cultural y bastante madurez personal para presenciar algo así y rescatar lo bueno evitando ser consumido por tanto sufrimiento paralizante.
Sin embargo, quienes quieran encarar esta lucha por el socialismo en nuestro presente y futuro inmediato, como músicos, desarrollando un cancionero que despierte sentimientos de simpatía por el socialismo y desarrolle una conciencia entre las masas luchadoras de hoy, no debería dejar de formarse con quienes fueron unos de los mejores exponentes de ese mismo intento en los 60.
Calle 13, que probablemente sea el grupo musical de masas que más hizo por desplegar un programa de izquierda entre sus seguidores en los últimos 20 años, encara esa tarea de la mejor forma, tocando Latinoamérica con los Inti Illimani, reivindicando a Mercedes Sosa y grabando con Silvio Rodríguez. Eso que Engels, Lenin y Marx llamaban la superación dialéctica del pasado: nutriéndose, asimilando lo mejor de los músicos sesentistas pero con la sensibilidad bien puesta en las sensaciones de las masas jóvenes que son futuro hoy mismo. Y no se limita a un problema estético o formal, también es necesario distinguir y superar el programa nacionalista y conciliador del estalinismo, presente en la música de izquierda de aquella época.
Esperemos que los y las folkloristas jóvenes que militan en las filas del Frente de Izquierda, y sigan ese camino, puedan desatarse de la nostalgia sufriente de la izquierda muerta para ayudar a parir esta izquierda triunfante, socialista, con una sonrisa en la cara y un aire latinoamericano en los silbidos y las gargantas.