Una lectura de La Puerta, de Maia Morosano, Ediciones La mariposa y la iguana, Buenos Aires, 2019.
La nueva edición de La
Puerta actualiza el asombro y la fascinación para quienes no habíamos leído
la edición original de Ombligo Cuadrado en 2016. Quizás deba considerarse una
de las obras más originales e impactantes de la literatura argentina. Se trata
de un viaje a lo profundo de la intimidad de una mujer, que doce años después,
puede narrar la marca más dura que la violencia machista dejó en su conciencia
y su cuerpo, cuando a los catorce años un familiar muy cercano quebró su
infancia.
De eso se trata La
Puerta, de volver a reconstruir esa era de su vida, la sensibilidad y el
mundo emotivo de esa niña antes de oír el sonido particular de esa puerta, en
ese instante en que se cerró para bloquear cualquier tipo de grito y cualquier
posibilidad de ayuda exterior.
No cabe más que valorar en toda su dimensión el
enorme esfuerzo de Maia Morosano (Rosario, Santa Fé; 1986) para volver a esa
puerta terrible, abrirla, y poder quedarse sobre esa escena, encima de esa
piel, el tiempo necesario (de escritura y corrección) para narrarla, para poder
graficarla con palabras como en una tela, para poder abrir para siempre esa
puerta e ir a su propio rescate. Esta mujer de casi treinta que vuelve a
momento traumático para abrazar a esa nena-en-transición de catorce, a la
mujer-en-transición que pudo contarlo a alguien a los veintiséis y rearmarse a
sí misma con todas ellas.
Tenemos la tentación de decir que también se trata de un
ejercicio de calidad técnica excepcional, aunque sería criminal establecer
aunque sea por un momento necesario del análisis, una distancia entre la
estrategia formal seguida por la autora para construir su novela y su trabajo
emocional para atravesar de nuevo ese camino tortuoso. Todo lo contrario, no
concebimos que la forma y el fondo en La
Puerta se hayan escindido.
Quizás otros comentaristas hayan acertado con mayor
precisión, como Alejandra Benz en la primera edición, encontrando en la
profesión de Maia la respuesta: es poeta. Ese trabajo estético y de abordaje de
la propia sensibilidad, de su propia identidad humana, sólo puede ejercitarlo
con criterio y sistematicidad suficientes una artista de la poesía como Maia,
que lleva más de diez años publicando y participando de los circuitos de poesía
que son amplios y robustos en nuestro litoral del Paraná.
Infancia transición
Aunque la autora no lo venda como una obra sobre un abuso
misógino contra una joven mujer, aunque no niegue en la presentación que se
trata de una mujer que se tuvo que sobreponer a una violación, de todas formas
queremos decir que La Puerta sería
una maravillosa obra de arte incluso si el nudo de la trama no fuera ese.
Porque la autora eligió reconstruir el tiempo perdido de su infancia entre los
ocho y los catorce para establecer una sólida raíz que permitiese tomar una
verdadera dimensión del daño causado por el desenlace.
En esa reconstrucción donde están presentes los maestros de
la autora, (Joyce y Yeats nombrados, ¿el mismo Proust, quizás?) la obra logra
impactarnos y secuestrarnos a un clima que deseamos no se termine jamás. Los
recursos técnicos que selecciona logran ponernos en el punto de vista de esa
niñita, con su inocencia formada de los primeros aprendizajes que van
desvelando la realidad de las relaciones familiares y su hipocresía con olor a
naftalina; ese Rosario de los años noventa, con olor a lluvia y tortasfritas,
con Mariposa Teknicolor y El témpano de banda sonora, como también
la cumbia y las baladas de metal soft como Aerosmith, con la lepra peleándole a
los viejos campeonatos de dos ruedas en la radio los domingos.
Todo eso y mucho más reconstruye Maia de su transición de la
más pura infancia a su explosión de pubertad. Coloca un personaje de carne y
hueso, su Tío Alan, una marica solitaria de más de cincuenta años en transición
a travesti como diría Marlene Wayar, que se compromete hasta el fondo en
acompañar la transición de su sobrina/nieta al mundo de les adultes, con el
amor y la empatía justas para no forzarla, ocupando el rol de fiel soldado de
su deseo, de su personal búsqueda de amor. El tío Alan no dictamina aunque se
jacta de su experiencia y acostumbra a sentenciar como esos personajes de
antes, que hablan en un dialecto particular, en el que adoctrinaban filósofes
populares como Tita Merello o Ringo Bonavena, aunque Alan prefiera sostenerse
en la epistemología de Mirtha Legrand, Susana Giménez o Santa Gilda.
En el devenir de esa relación es donde se asienta la mejor
experiencia emotiva de La Puerta. Alan
es la mejor formación posible para contrastar unos padres conservadores tirando
a reaccionarios de clase media venida a menos y sobre todo una escuela
secundaria mogijata, muy bien descrita desde los cinco sentidos de la joven que
fue podada y amoldada moralmente por ella. La relación pedagógica de Alan con
Maga, la verdadera protagonista de este viaje, es también la fascinación con
el entorno donde se da, la casa del tío, contigua a la de los bisabuelos de la
nena, donde sus padres la dejaban sin sospechar las veces que ella trepaba la
medianera para refugiarse y florecer en sus propios términos.
Eso, un refugio, una cabaña vieja defendida en un sendero
agreste del recorrido obligatorio para escalar la montaña del pasaje de la
infancia a la juventud. Alan es un Virgilio que acompaña para defender el
derecho natural de Maga a sostener su propio deseo, mientras las instituciones
del Estado y la familia pretenden forzarla en el traje que merece una niña-mujer
de su condición social.
Deseos en transición e intercambio de
géneros
Y esa transición tan particular de Maga, captada en las
estaciones concretas en las que fue descubriendo que su deseo estaba vinculado
a su mejor amiga, su hermana-prima, Marcela, a quien fue amando desbordando las
estrechas márgenes de la sociedad heteronormada. Porque La Puerta, además de ser una experiencia literaria fabulosa
sostenida en una relación deliciosa, tierna y humana entre el tío Alan y una
nena en su maravillosa segunda infancia, tema universal que por la forma en que
es representado por la autora ya sobra para merecer nuestra atención y aplauso,
ataca un tema que no atrae los spots de las grandes industrias culturales de
nuestras sociedades y por ende pasa invisible lejos de nuestras experiencias
con el arte. Maia Morosano ha construido una novela impecable que se detiene a
filmar en alta definición las emociones de una flor que pasa de la infancia de
una niña heterosexual tradicional a eclosionar en una joven lesbiana en el mejor
sentido del concepto, no la etiqueta de almacenero, sino la profundidad de la
estructura de sentidos que construye algo más que una orientación sexual, un
género, una personalidad particular.
La
Puerta nos acerca a una experiencia sin igual, el momento exacto
en que el amor se desplaza de ese lugar tan especial que guardan las mujeres
para la amistad, imposible de pensar para nadie que haya sido formateado como
varón cis heterosexual, hacia el amor lésbico. Ese desplazamiento que podemos
ver desenvolverse en sus pliegues íntimos, sin teorías ni tesis, desde la
intimidad del yo, mientras su mejor amiga, el objeto de su deseo, su camarada
de juegos y estudios, Marcela, quien va sufriendo en contraste una adaptación
dolorosa al género asignado al nacer. En algún punto es como asistir a una
ceremonia íntima del sacramento de confirmación de la heteronorma en cada
imposición social que machaca lo que deben ser las mujercitas, los deportes,
los gustos en ropa, el maquillaje, la búsqueda del primer machito que la
autorice frente a la sociedad como una excelente alumna en el cursus honorum de
la femineidad socialmente dictaminada.
Mientras Maga y Marcela son empujadas a renovar sus votos
con el rol que se espera de ellas en nuestra sociedad, gracias a sus escapadas
al refugio de las tortafritas y el té del tío Alan, Maga puede defender su
deseo rebelde, sostenerlo y alimentarlo como hacen juntas con las suculentas y
cactus que crían en el desierto de las macetas. En esos encuentros la autora
crea una historia fantástica supuestamente heredada por la madre “loca” que
admira el tío Alan, loca por su autonomía y su defensa del arte y la poesía
para una familia dependiente del mandato patriarcal de un Gran Hombre fundador
de un clan con tierras agroexportadoras, que ha dejado el veneno de la avaricia
como herencia junto con la propiedad privada y las rentas que se desprenden de
ella.
Esa historia, que reversiona alterando las bases
fundamentales de toda la literatura de princesas para niñas, el clásico Alicia en el país de las maravillas del
famoso autor británico cuestionado por pedofilia que aquí evitaremos mencionar.
En la historia que hereda la matriarca marginada y estigmatizada, la matriarca
“negra” de la familia de terratenientes, la esposa loca del Gran Lord santafecino,
las cuatro reinas del tarot francés, Picas y Corazones, Diamantes y Tréboles,
rompen con la anarquía estructural de las relaciones sexoafectivas dominantes
que Artaud había asignado a Heliogábalo en 1938, y se enamoran entre sí,
rompiendo las tradiciones matrimoniales de un universo perfecto y falsamente
armónico que las obliga a casarse con
príncipes para renovar los ciclos de la vida. Esa historia que Alan y Maga van
des-enhebrando y volviendo a enhebrar en este otro edredón fantástico de los
primeros capítulos de La Puerta,
funciona como soporte material para el intercambio de valores y sentimientos
que la tía travesti y la joven florcita lesbiana van compartiendo desde los
géneros tradicionales donde fueron siendo educadas. De un extremo al otro de
los puntos cardinales de lo masculino y lo femenino, Alan aporta a su
sobrina-nieta los aprendizajes dolorosos y felices del reconocimiento temprano
de su amor prohibido por los varones, del disfrute de los rasgos culturales
asignados por la sociedad exclusivamente a las mujeres cis, de las duras
exigencias que el patriarcado le impone en su avanzada edad, a pesar de su
privilegio de rentista que nunca tuvo que trabajar para alimentarse, y
precisamente por su condición de clase, que a través de su familia le impone la
ruda violencia y aislamiento que lo terminarán consumiendo.
Maia Morosano
construye una travesti con la confianza y la seguridad de quien ha conocido de
primera mano, construye por lo tanto una persona alejada de los arquetipos
ficticios que nos acostumbra la literatura tradicional. No se trata de una
autora manipulando rasgos promedio de las travestis escenificadas por la tele,
el teatro de revistas o las novelas negras escritas por varones, sino una
travesti real, de carne y hueso, con todas sus marcas contradictorias, con su
furia política para defender su deseo del qué dirán, con la alegría y la fiesta
travesti para celebrar la vida y con esa particular profesión que obliga el
género de tomar de cero cada aspecto o cosa que el universo deja en la orilla
de una para construirse a sí misma. Aunque publicado tres años después y con
distintas intenciones literarias, el tío Alan, su potencia, su veracidad, su
forma particular de construir y defender al amor, se confirman en la Tía
Encarna que construye Camila Sosa Villada en Las Malas.
Texto, costura y cicatriz
En todos estos esfuerzos emocionales, sicológicos y corporales que encara la autora en su novela, hay, además de una puerta, un camino posible para sanar. Se ha dicho hasta el cansancio que el arte sana. Está
clarísimo para quien se haya sentido acompañade o apachachade por una canción,
una peli, un libro o un cuadro, que el arte ayuda a sostenerse cuando une cree
que está sole o es un monstruo, una anomalía social. También toda persona que
haya creado con sus propios medios una expresión de lo que siente seguramente
vivenció esa experiencia sanadora que Aristóteles llama catarsis desde los
manuales elementales.
Sacar afuera, desde el interior inconsciente que une no
comprende ni se puede explicar, una evidencia que está formando y tomando parte
en la vida cotidiana de una persona, es el paso básico que requiere un proceso
de sanación psicológica y emocional. Pero La
Puerta avanza sobre ese clishé tan verídico, demuestra un método para procesar
ese trauma íntimo innombrable como todo terror. Maia Morosano no ha necesitado
tiznar su fresco con golpes bajos de nostalgia tanguera para añorar el paraíso
arrebatado de su infancia, ni mucho menos agitar el morbo de la violencia
sexual en las probables lecturas lascivas que pueda encontrar su libro. Todo lo
contrario, esta novela hubiese sido imposible de lograr sin el profundo respeto
y empatía que la autora defiende en cada escena que recrea, con sumo cuidado.
Que no nos lleven a la confusión los retazos reconstruidos con la misma
fragilidad y vulnerabilidad que fueron vividos, hay una fortaleza de ánimo sólida
en la escritora que ha bordado este texto.
Por eso podemos escribir que La Puerta nos ha provocado una profunda conmoción estética y emocional,
una demostración del camino que se debe y puede transitar para forjar una obra
de arte que ayude a la sanación no sólo de la persona que la ha creado, sino de
quienes podemos encontrar en ella un método para conectarnos con nuestros
propios traumas y encontrar nuestro yo verdadero, nuestro deseo más genuino, en
medio de toda la maraña de dolor y sufrimiento que nos aturde al confrontarlo.
Maia Morosano ha podido llegar a la herida más terrible de
su vida, coser con palabras las emociones vivas en su sensibilidad, oxigenarlas
y lanzar sobre ellas el fuego de su fuerza artística y psicológica para lograr
una cicatriz latiente que sostiene viva su identidad, su presente, su voz. Más
que celebrar su re-edición, todo nos empuja a agradecerle. Y recomendarla con
firmeza en esta quebrada del mundo en que alquilamos, tan llena de personas
queridas y lastimadas como Marcela, Maga y Alan. En la espera que todas podamos
aprender a sanar como Maia y podamos gobernarnos otra vez y algún día, sepamos
gobernar el reino, romper las leyes que encarcelan nuestros deseos colectivos
de felicidad y construir unas nuevas que le permitan liberarse y liberarnos.
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