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sábado, 24 de octubre de 2015

El teatro y la consciencia de la clase obrera

[tercer reseña de El Fantasma Que Recorre el Mundo, de Morena Cantero Jrs., Centro Cultural León León, Nicaragua y Scalabrini Ortíz, sábados de noviembre, 20hs.]

En un documental Julio Cortázar contaba que en su madurez conservaba cierta atracción infantil por el cine: le seguía pasando de “creerse” la película como si fuese real. Ariel Aguirre, co-protagonista de Un Fantasma recorre el Mundo, obra del grupo independiente Morena Cantero Jrs que se monta todos los sábados de noviembre en el Centro Cultural León León, del Frente de Artistas-Partido Obrero, termina todas las funciones pidiéndole al público que contribuya en la difusión de la obra entre sus amistades para quebrar el bloqueo que implica para el teatro independiente no contar con una difusión privatizada por los medios masivos de comunicación.

Como a mí me pasa igual que Cortázar, decidí tomarme en serio a Ariel y ayudar a promover la obra, porque sinceramente me gusta tanto que creo que ya me hice adicto.
En medio de la pegatina final un compañero le pregunta a una compañera recientemente incorporada si estaba leyendo y formándose políticamente, la compañera respondió que sí, que había comenzado con el Manifiesto Comunista de la edición de Programas del Movimiento Obrero y Socialista, siguiendo las indicaciones de su círculo de cara al pronto comienzo de los cursos de formación política en el local. Le propuse aprovechar y ver la obra así que después de la reunión de fiscales fuimos.

La obra utiliza el texto clásico de Marx y Engels para proponernos una descripción ideal del proceso de toma de conciencia de la clase obrera, de su constitución en clase para sí. Durante el primer acto utilizan una batería de recursos teatrales –tratados con maestría artesanal- para describir “la guerra civil invisible” que se desenvuelve cotidianamente en nuestra sociedad. Las clases representadas arquetípicamente se enfrentan entre sí y de ese enfrentamiento va surgiendo para los propios protagonistas la verdad sobre el funcionamiento social. 

El obrero más radicalizado al principio, dispuesto a eliminar físicamente a su patrón, encuentra sin embargo una vía para salvarse haciéndose pequeño propietario y huye; la joven “susanita” que no se mete en nada reacciona recién cuando el burgués intenta violarla; el obrero roto por la alienación del trabajo fluctúa entre la demencia y el enfrentamiento organizado contra el Capital y la docente que no puede digerir la contradicción entre su confianza al régimen social y su realidad inmediata de explotada, ante la realidad evidente, se suicida. Sólo el obrero consciente es capaz de moverse en la lucha con la permanente claridad de objetivos, poniendo en evidencia para sus compañeros lo que va sucediendo, desenmascarando todo el tiempo los problemas verdaderos.

En el segundo acto una asamblea pone a discusión entre las mismas clases y fracciones de clase, los elementos fundamentales del programa comunista: la abolición de la propiedad privada, la transformación de la cultura, la familia, la educación y la necesidad de organizarse y arrancar el poder social de manos de la burguesía.

Cuando terminó la obra mi compañera me comenta dos cosas: que ahora que termina la campaña electoral se va a dar el tiempo para avanzar más rápido en el estudio del Manifiesto y que la escena donde el obrero consciente increpa al burgués le hizo acordar a su situación del último año, que se tiene que contener para no agarrarse a los gritos con la gerencia de la fábrica donde trabaja hace 8 años y que entre otras cosas le niega su recategorización hace cuatro años arguyendo “falta de guita por la crisis”. Como en el debate en el círculo la compañera expresa la dificultad del debate con sus compañeros, que adoptan en general una posición temerosa e individualista, aproveché para subrayar cómo la obra trata las diferentes reacciones posibles del trabajador ante los ataques y posiciones de la burguesía.

Las frases racistas en boca de la “Susanita” o las ilusiones “democráticas” en boca del obrero devenido pequeño burgués aparecen en la asamblea promovidas y fogoneadas por la burguesía, desnudando a qué intereses contribuyen en última instancia y quién es por lo tanto su promotor. 

La obra llega incluso a generar un sentimiento inconsciente, casi subliminal de odio y asco por el burgués, con el simple recurso de que cada vez que toca a alguien le provoca dolor y sufrimiento. Como queriendo decirnos que incluso si sus argumentos a veces nos parecen lógicos de esa clase social debemos desconfiar siempre.

En última instancia eso es un partido, la toma de conciencia de la clase obrera de su propia identidad, de su poder, de su lugar en la lucha de clases, de la necesidad de diferenciarse políticamente de sus enemigos. Y es la prédica del Manifiesto, la tarea de clarificación paciente y sistemática del partido revolucionario para que los trabajadores y trabajadoras entendamos nuestra experiencia cotidiana, sepamos por qué nos pasa lo que nos pasa y encontremos una solución a nuestros problemas que termine con nuestro sufrimiento de una forma positiva.

El entremés va todavía más lejos y critica la función política del arte que desvía la atención de los problemas reales, igualándolo con la ilusión generada por las religiones en la conciencia de los explotados y oprimidos. Con este agregado a su obra que cumple 20 años, Morena enfatiza la interrupción de la asamblea donde el obrero alienado critica al teatro político reivindicando la necesidad de un teatro puro invitándolo a hacer teatro "puro" y mofándose del planteo en breves segundos.

Cuando salimos tuvimos la oportunidad de charlar con el compañero que interpreta a “el Burgués Chapot” quien nos comentó que es encargado en un edificio y frecuenta el centro cultural del SUTHER sin conseguir que ninguno de sus compañeros de oficio se interese por el teatro. Pensar que en menos de 100 años la burguesía logró arrancarle al proletariado la tradición original de asistir masivamente al teatro o de leer periódicos, folletos y libros con la voracidad propia de quien comienza a comprender y se entusiasma con la lucha por terminar con su explotación. Nos quitaron el teatro y los libros y nos dieron a Tinelli.

Creo que deberíamos seguir el consejo de Cortázar y volver a tomarnos en serio al arte en general y al teatro en particular como una herramienta fabulosa para la formación política de los trabajadores. Deberíamos aprovechar la calidad política y estética de Morena Cantero, su excelente trabajo y llenar todos los sábados la sala de compañeros y simpatizantes y utilizar los efectos que la experiencia provoca para profundizar debates que la cotidianeidad del laburo y la militancia a veces nos hacen muy difícil colocar en primer plano. De paso también promovemos que centenares de militantes visiten el hermoso Centro Cultural que el partido sostiene con el esfuerzo y la capacidad militante de los círculos partidarios que lo conforman.

Por último, creo que el salón de la sede del SUTNA San Fernando y la presencia de obreros/as y activistas fabriles de zona norte sería un contexto justo para ver esta obra.

viernes, 16 de octubre de 2015

El Retrato de Santos Capobianco

“El siglo XIX tiene aversión al realismo
porque siente rabia de ver reflejada en él
su propia cara.”

Oscar Wilde,
en El retrato de Dorian Gray
1890


“Porque para mí, la vida era angustia: angustia en la soledad, angustia en el amor, angustia recordando, angustia ente el futuro. Y para Juan –pensaba- la angustia no existe. Con un enérgico movimiento había transformado esa angustia en lucha.”

Enrique Wernique,
La Ribera, 1955, p. 116


“-Entonces lo llevo en los genes.”
Hipo, descubriendo a su madre en
Cómo entrenar a tu dragón 2, 2014




Lunes, último día de unas largas vacaciones. Se despierta asustado. Siente en su interior un alarido indescriptible que lo aturde. No sabe si lo escuchó realmente o es el recuerdo de un grito propio en su último sueño. Tiene la sensación palpable, real, verídica y comprobable de haber estado imbuido en un líquido espeso, de haberlo respirado incluso, como si hubiese estado embebido completamente en una enorme esfera llena de él. Su sabor es agridulce, metálico y suave.

Los delirios del día anterior no lo dejaron descansar. Tampoco ayudó haberse dormido vestido. La horrible sensación de los pies entumecidos en las medias de trapo, la piel que no pudo respirar bajo los pantalones de joggin viejos que usa desde que empezaron las vacaciones. La remera pegada a los pliegues del torso, las arrugas marcadas por una almohada que hace años pide el recambio.
Sin embargo los dolores que el frío dejó en diferentes músculos, el cuello sobre todo, filtraron sin barreras que lo contuvieran ya que las sábanas eran ese mojón enroscado producto de no tener nunca la tradición proletaria y campesina de hacerse la cama todos los días.

El primer paneo de la mañana no podía descansar la mirada en ningún sitio. A su costado el cenicero volcado sobre el colchón, llenaba de cenizas esparcidas las manchas de humedad largo tiempo cultivadas. La ropa tirada por todos lados, ya sucia y ensuciándose con el polvo acumulado en semanas. Cada tanto una colina dejaba entrever el volumen de las botellas vacías, de vidrio o de plástico, ni siquiera vasos vacíos ya que se hallaba en esa particular fase en que se apura el sorbo con la urgencia de evitar el tedio de conseguir un recipiente ordenado por las buenas costumbres.

Un cementerio de objetos organizaba su propio universo en el camino de la habitación al comedor. Sólo las bibliotecas y la mesa surgían de ese caos como montañas impávidas que contemplaban sin juicio ético alguno el desastre. Más botellas y platos donde los restos de comida se mezclaban con cenizas, colillas y tucas, profilácticos usados. Restos insepultos.

Los papeles se acumulaban por todos lados, facturas impagas, vencidas, recibos del chino, papeles importantes, necesarios para trámites definitorios, postergaciones de todo tipo, color y textura imposibles de encontrar a tiempo.

A duras penas se fue atajando de las paredes con las piernas entumecidas que intentaban caminar en ese valle estéril y muerto como si las usase por primera vez, temblando de dolor. Mareado, asqueado, derrotado al fin, encontró una silla y se sentó.

Pensó con una mueca de ironía en los labios que todas las casas que habitó se parecían cuando estaba así de amargado consigo mismo.

Como si hubiese escalado el Himalaya se sentó a reposar. El comienzo de las vacaciones, tanto tiempo anheladas, coincidió mortalmente con la última frustración de su vida. Por tercera vez el sueño de la familia feliz se había mancado, esta vez muy cerca de tocar el cielo. Aquellos viajes tantos meses planificados, la ansiedad de las fiestas, el calor hermoso de quien puede disfrutarlo, todo, todo, se había derrumbado sin aviso.

Frustrado. Una vez más. Acumulando ya más frustraciones que éxitos, vencido, debía tomar una decisión delicada. Hoy era lunes y esta tarde había que volver a la oficina. Había que decidir qué hacer. La vida le había impuesto un límite concreto a su autocompasión. Con el estómago revuelto había que decidir si animarse a comenzar todo de nuevo, una vez más, o entregarse definitivamente a la placidez mortal del dejarse vencer definitivamente.

Instintivamente se puso a buscar un pucho. Sabía que en algún lugar de todo ese quilombo había un negro de los suyos o un rubio abandonado por alguien en el apuro de la despedida. Revolviendo montañas de papeles, ropa y mugre, sorpresivamente, encontró el objeto menos esperado, el retrato fotográfico de su bisabuelo, el abuelo de su madre, Santos Capobianco.

-Qué mierda hace esto acá- se preguntó como si se tratase de un misterio de profunda importancia o la zancadilla de algún duende juguetón.

Recordó que en algún momento de su juventud su vieja le había acercado el retrato para hacerle entender no sabía qué cosa y por más que intentaba y le daba vueltas no terminaba de recordar dónde ni cuándo había ocurrido el traspaso. Barrió con el brazo izquierdo parte de la mesa del comedor y le hizo lugar al portarretrato.

De pronto, la imagen tomó una calidad especial, era el único objeto de la casa ubicado en un lugar lógico después de tantos días de marasmo y perdición.

Era una foto carnet, pero de principios del siglo XX, por la época en que el bisabuelo Santos había muerto. Recordaba la única anécdota que funcionaba como biografía, su madre le había dicho que murió en el mar, donde trabajaba, montando su barco o como producto de una enfermedad contagiada en el mar. Un tipo firme. Murió a los 33, como Cristo.

De pronto se vio a sí mismo contemplando el retrato. Era él mismo. Las cejas robustas y pobladas, el arco superciliar saliente, como una visera de hueso sobre la mirada, profunda, penetrante, de grandes y redondos ojos oscuros, los pómulos en punta, el rostro triangular, agudo, sólo roto por los bigotes de época y las orejas que se separaban notoriamente del cráneo, el pelo corto y a la gomina, la camisa blanca, pura, el saco raído, tosco, noble.

“Un rostro tallado por la vida”, pensó y buscó el libro que los vecinos de Villaviciosa habían confeccionado para celebrar el aniversario de la comarca asturiana donde Santos vivió y murió, Seloriu, donde varias generaciones dejaron su semilla hasta que el último retoño la abandonara en alguna estación de 1958 cuando su madre partió hacia América en un buque buscando el reencuentro con su padre en aquella Buenos Aires que todavía bailaba tangos en los carnavales populares.

Pensó en Braudel y en Marx, aunque también en Emile Zolá y pensó que los seres humanos de sociedades no industrializadas conservan en su personalidad, en la forma que estructuran sus sentimientos y la conciencia, los sueños y los miedos, los rasgos obligados del ambiente natural en el que viven. Recorrió los mapas y las fotos del libro tratando de imaginar ese mismo ambiente allá en el codo del siglo 19 y los comienzos del 900. Pensando qué personalidad habría grabado ese ambiente en ese rostro.

La aldea donde había nacido su madre estaba enclavada en las faldas de las últimas montañas que bajaban desde los Picos de Europa recorriendo todo el norte de la península española, desde Euzkadi hasta Galiza. Esas montañas de nieves eternas contemplaban impávidas el eterno ir y venir del Cantábrico, mar que lleva su nombre con justicia, porque al parecer comparte con las tribus que lo identifican la misma pasión, coraje y bravura para encarar la vida.

Como en todas las costas montañosas de ese semicírculo del que forma parte el norte español junto a la península escandinava y las Islas de los viejos bretones, anglos, galeses, gaélicos y escoceses, vikingos e islandeses, las costas toman una forma particular, que unos llaman fiordos y que astures y galegos llaman después de haber pasado por la conquista latina, rías.

Porque como un río el Cantábrico abre un tajo en la falda de la montaña y penetra la piedra, pero sin ser río se mantiene como un agudo estuario, con todas las costumbres de las playas o bahías marinas, pero al pie de las enormes y nevadas reinas.

La ría es, entonces, el límite del encuentro entre la gran montaña y el mar, en una fusión que se imprime sobre los seres vivos que obtienen su alimento, vestido y refugio en ellas, o de ellas. Los pueblos de los que desciende mi familia materna –pensó- son mar y son montaña.

Pero también las fotografías y los recuerdos nostálgicos de su madre, tantos domingos de infancia entre muiñeiras y canciones de El Presi se lo habían impreso a sangre y lágrima en el cerebro, aportaban un dato más al cuadro natural. En esas latitudes las faldas de las montañas estaban tapizadas de profundos bosques húmedos y fríos, rebosantes en aquéllas épocas y durante milenios de centenares de especies vegetales y animales. Los lobos habían pasado de ser los fieles amigos de los cazadores millones de años después en los temibles demonios que azotaban al ganado y las mieses acumuladas y defendidas por el campesino sedentarizado. Jabalíes, ciervos, todo tipo de roedores y aves rapaces, las lechuzas si se quiere las más admiradas. Enormes y generosos árboles, cerezos y manzanos que inundaron durante milenios el aire frío de la primavera de dulcísimos perfumes y brillantes colores.

Pensó en la dureza de alimentarse en un ambiente así: la lucha permanente contra los animales salvajes, la lucha contra la tierra pedregosa y fría para animarla a parir el trigo, las largas caminatas empinadas en las laderas para llevar a las vacas lecheras a encontrar el pasto tierno y bueno, la batalla a brazo partido con el furioso océano para mantenerse en pie con las redes en las manos, el violento y eterno viento cargado de salitre.

“Tiene al mar, el bosque y la montaña tallados en el rosto, inyectados en la mirada” pensó nuevamente, refinando el concepto, acercándolo un poco al sentimiento.

“Un ambiente que talló también las almas –pensó otra vez- de palabras cortas y justas, de decisiones firmes y concretas, de profunda noción de la importancia del tiempo en el devenir de la vida”. Recordó los recuerdos de la madre de esa tradición particular de los varones de la aldea, que tenían la costumbre diaria de marchar a los campos y el mar cantando a voz en cuello al clarear el amanecer y disfrutando de las cargadas y las chanzas más picarescas en la vuelta cansada, huyendo de las sombras de la noche en las siembras y las pescas. Hombres cantando como los mirlos, como un acto instintivo, natural, genético.

En el natural encadenamiento de sus obsesiones profesionales recaló en la historia del apellido materno. Había dos hipótesis plausibles del origen de los Capobianco. Las dos confluían en las tradiciones igualitarias de las tribus y clanes nómades de cazadores de las montañas y ríos del norte de la península itálica. “Cabeza blanca” remitía seguramente al rango de las mujeres con mayor experiencia de las diferentes familias, las canas en el pelo eran el talismán de autoridad y jerarquía, probablemente de las integrantes de los concejos de ancianos que dirigían los destinos de las hordas paleolíticas. El distintivo jerárquico habría pasado seguramente a los varones patriarcas con el advenimiento de la agricultura y la sociedad de clases. Seguramente alguna estirpe de terratenientes haya sostenido en el tiempo el prestigio milenario del cargo en su apellido.

Pensó que Santos era ya un campesino marinero obligado a la explotación por otros señores de la tierra y el comercio y que no se llegaba a ese lugar como heredero de grandes terratenientes. Pensó que en algún lugar del camino el árbol genealógico alguna rama se había quebrado ante la invasión de otros terratenientes más poderosos en una Europa cruzada de migraciones, invasiones y conquistas. Pensó que eso explicaba que hubiesen llegado a Asturias con el apellido apocopado que él portaba en su DNI.

Se río cínicamente, “tantos años quemándome las pestañas y recorriendo bibliotecas con becas del CONICET para terminar concluyendo que desciendo de mares, montañas, bosques y tribus libertarias matriarcales…”

Volvió del encantamiento convencido de la inutilidad de sus devaneos de resaca. Cerró el libro y lo acomodó, sin embargo, con mucho amor, en un buen lugar, limpiándole el polvo con el dorso de la mano, se sorprendió con la primer sonrisa del día, o del mes.

Otro objeto en su lugar.

Finalmente también se mostró el cigarrillo deseado.

-Uno de los míos, buena señal- se dijo con optimismo sarcástico.

Ahora había que buscar algún encendedor que funcionara. Notó en la búsqueda una foto carnet mucho más cercana, parte del juego de seis que te sacaban sí o sí cuando todavía imperaba la foto analógica. Se las había sacado para la libreta celeste del CBC, veinte años atrás. Estaba flaco, rozagante, un adolescente en su mejor momento, con el pelo bajando los hombros producto de muchos años de obligarse al corte de pelo marcial de la primaria y secundaria en escuelas católicas de varones. Notó extrañado además de las mismas cejas y de la visera de hueso asturiana, que en esa foto juvenil los pómulos estaban a la vista e imitaban a los del bisabuelo. Todavía más preocupado vio en esa mirada, su mirada, la misma templanza de carácter del ancestro.

Pensó que su ambiente no tenía nada que ver con el del bisabuelo y no se explicaba la mirada. Una obsesión extraña se apoderó de él y comenzó a explorar las más racionales de las hipótesis. Recordó que había elegido su profesión en un momento de rebeldía, de negación hacia el mandato paterno que pretendía verlo convertido en contador o abogado. Recordó que además de descubrir a las trompadas la sexualidad femenina y sus propios miedos sexuales adolescentes en aquellos años pintaba y tocaba. Se mandó al placard donde amontonaba las reliquias del pasado y rescató de una pila de objetos inservibles, imposibles de volver a usar, el lienzo donde había pintado su primer auto-retrato a esa edad. Las cejas estaban, idénticas, pero la mirada era de un odio rabioso, en medio de anaranjados y colorados estallando en el marco de… sorpresa, montañas.

Debajo de esa mirada templada del bisabuelo el adolescente gritaba un fuego interior gritando su salida al mundo real. Intentó encontrar, pero desistió inmediatamente, retratos de su padre en los que se viera a sí mismo. Al fin y al cabo si algo sabía de sí mismo después de tres lustros de psicoanálisis era que había sido el mandato patriarcal el que lo había obsesionado desde pequeño. No encontró tampoco en su recuerdo una sola fotografía de su padre, una sola de sus miradas grabadas en el papel de la memoria, en las que encontrar esa mirada de los retratos que ahora tenía enfrente.

Puso el cuadro sobre el hogar, triangulando con la foto carné del CBC en una repisa y el portarretrato del bisabuelo en la mesa.

La luz solar ya cortaba las persianas lo suficiente para golpearlo en la cara y recordarle que el mundo continuaba girando y marcándole que la hora de las definiciones estaba cada vez más cerca. El humo amargo en ayunas lo volvió a zambullir en la realidad. Seguía siendo el tipo que había perdido tempranamente la pasión por su oficio tan trabajosamente estudiado y practicado. Estaba acorralado en un noviazgo profesional que alguna vez fue bello y romántico pero que ahora vegetaba en la repetición rutinaria, en el cansancio y la quebrazón de los huesos, el entumecimiento de los músculos, la dejadez del pellejo colgando en el abdomen. El amor parecía haber huido de todas las facetas de su vida.

Volvió a encontrarse con el retrato del bisabuelo interpelándolo y como aceptando el reto cariñoso de la figura respetada a quien nunca conoció se obligó a incorporarse, levantó la pava roja de aluminio barato de los escombros del suelo y la puso en el fuego.

Ya de pie y esperando el hervor recordó que había decidido y aprendido a tomar mate para hacerle la segunda a su vieja en las mañanas antes de que ella saliera al laburo. Pensó que probablemente era el único arte en el que se consideraba un amante riguroso y notó con cierta extrañeza que esa tarea absolutamente secundaria de su vida cotidiana era quizá la que mayor importancia cobraba en los momentos bisagra de cada uno de sus días. Finalmente el único ritual que lo acompañó en tantos años de soledad no buscada no tuvo nunca hasta ese momento el reconocimiento que en el fondo merecía.

El golpe tierno del agua caliente con la dulzura del azúcar en la boca del estómago tan lastimado por la resaca de tabaco, marihuana, tinto y Chivas, vacío sin embargo de alimento, le abrió la cabeza a todas esas imágenes de la infancia y la juventud ligadas a su vieja en ese doble sentido de profundo amor y también de viejo ninguneo.

Porque en el fondo se reprochaba haber abandonado todos esos nutrientes al lugar secundario que tienen las cosas simples y bellas en la vida adulta y cargada de seriedad y responsabilidades.

Pensó con nostalgia y tristeza que su vieja le había enseñado millones de piezas de personalidad que simplemente había calificado en el renglón de las cosas nimias. La vieja cantaba cuando era feliz y cuando estaba triste cantaba. Recordó las tardes de lluvia bajo el sol de la vieja ciudad a orillas del  Alto Paraná, con su brisa cálida y húmeda de aroma a tipas y azahares, a su madre corriendo y saltando de la mano de su tres hijos/as más pequeños cantando las canciones infantiles de su propia niñez aldeana. Aunque cursi su mamá le había legado una profunda sensibilidad hacia la naturaleza.

Sus pies pequeños descalzos sobre el pasto de las plazas “porque cada tanto hay que tocar el pasto y la tierra con la piel, para descargar las tensiones, para recargar la energía” o metiendo los dedos como cuñas en los agujeritos de la arena, al borde del mar, “¿ves? Por ahí respiran las almejas”. La misma que me había dicho en su hora más dolorosa que se agarraba de una nube, del cielo azul de las mañanas, del olor de la lluvia o del canto de los pajaritos para enfrentar la tortura cotidiana de los días laborales y las angustias familiares.
La misma que se fijaba los estados de la Luna para cortarle el pelo a sus hijos e hijas en los momentos del mes en que los cabellos crecían más lentamente, como el pasto del campo, para ahorrarse cuatro cortes de pelo cada dos meses cuando la guita no alcanzaba.

Y se detuvo a pensar que su vieja tenía grabados a fuego en el alma, en cada poro de la piel, los vientos y montañas, los mares y los bosques de su infancia, que su vieja había traspasado en su propia vida hacia universos urbanizados y modernos esa profunda ligazón de sus ancestros con el ambiente no industrializado.

Trató de recordar en qué parte estaban escondidas todas esas enseñanzas tan profundas, que ahora parecían tan importantes, ahora que todo el mundo serio que había construido a su alrededor se derrumbaba bajo el peso de los resultados, de los divorcios, de la miseria, del fracaso laboral, de la frustración enorme que lo ahogaba.

-Tanto tiempo queriendo ganarle al viejo, ser mejor que él, y resulta que era la vieja a la que había que imitar…

De pasó volvió a recorrer las razones de su último naufragio sentimental y entre los restos del barco semienterrados por las olas del arrecife tuvo que confesarse y admitir que su deshonestidad y facilidad para la mentira y la manipulación de sentimientos y situaciones eran, en última instancia lo que había roto la quilla de su vida. No hacía falta recordar que esas habían sido las mañas que le permitieron al viejo construir una vida opulenta viniendo de un origen miserable. En contraste no había ser en la tierra entera tan incapaz de la falsedad como su vieja, criada a los golpes por la honestidad brutal de su abuela. Mientras el patriarca machacaba diciéndole que “lo único que respeta el mundo es el vil dinero” la vieja siempre le había enseñado que “era más importante ser bueno y honesto que rico”.

Le vino a la memoria inmediatamente el entierro del patriarca, tan poderoso y adinerado, rodeado de dos deudores que lo lloraban falsamente, más preocupados por ganarse la confianza de la albacea que por prestar atención a los cuatro tipos que fueron a expresar una profunda y verdadera tristeza por el hijo de puta que estaban enterrando.

Cargó el termo, automáticamente prendió la radio y volvió a sentarse frente al retrato. Las voces atemperaban la soledad de la casa y la llenaban de la fantasía de compañía humana. Rutinas de sobreviviente. Separó otra montaña de cosas y abrió la computadora. Buscó las fotos en la carpeta del año en que tenía la misma edad en que su bisabuelo murió.

El catolicismo, entre todos los miedos que le caló en el cuerpo le había puesto el temor a morirse a la edad de Cristo y se rio sabiendo que efectivamente había muerto a los 33, para dejar nacer lo único de lo que estaba plenamente orgulloso, su hija pequeña, su pequeña Luna hermosa como la noche. Ya no le sorprendió encontrar en las imágenes de esa época las mismas arrugas que Santos defendía en su retrato. Arrugas de un rostro curtido por el enorme gasto de energía que significaron esos primeros meses de cuidar el nido, de alimentar y dormir al nuevo y frágil retoño.

La radio escupía uno detrás de otro los casos horrendos de femicidios que se sucedían implacablemente para recordarnos que vivíamos la época más caníbal contra nuestras mujeres que se tuviese memoria.

-Las están matando, pensó mientras escuchaba un reportaje a Alberto Lebbos, papá de Paulina, masacrada por los hijos del poder de Tucumán. Se reprochó haber perdido tantas veces la templanza y el coraje de la lucha. Llevaba meses arrumbado en la depresión, criticándose con fiereza haber dejado tantas tardes de sol militando y luchando contra un mundo que parecía darle la razón, otra vez, a su viejo. Lo aterraba la duda de haberse ligado a la militancia de izquierda en la juventud sólo para enervar el espíritu patriótico y fascista de su viejo. Le pareció una miserable forma de reconocerle a los soretes que durante tantos años le habían dicho que la izquierda era el juego típico de la adolescencia, que debía ser abandonado en la madurez y la seriedad.

Buscó entre el desorden y el caos los miles de volantes que atesoraba, universitarios, sindicales, y releyó en las palabras tantas veces agitadas y propagandizadas las incontables luchas de las que fue parte. Ahí estaban los “souvenires” del Argentinazo, los pedazos de baldosas que había conservado de ese maravilloso mediodía en Avenida de Mayo y 9 de Julio para recordarle que había sido parte de la mejor lucha de su generación junto a su pueblo sublevado desde el fondo del hambre y la humillación.

Entre los escombros del pasado, mucho más herrumbrados que los de su propio hogar, encontró el recuerdo de meterse en un mar de cuerpos en silencio, portando velas en soportes de papel o de plástico, sólo interrumpidos por el ruido de los pasos, el roce de las ropas, el llanto desconsolado, el grito silencioso de los rostros indignados llegando al Congreso por Entre Ríos. Como única explicación, su madre le había señalado su vientre, su útero para ser precisos y justos, “vamos a marchar porque la muerte de esa nena la siento acá, me duele acá”.

Esa nena había sido María Soledad Morales, hasta setiembre de 1990 en que apareció muerta en una acequia de San Fernando del Valle, capital de Catamarca, a manos de hijos de diputados y familiares de gobernadores centenarios. No supo responderse bien por qué su vieja pasó de llevarlo a las procesiones de la pequeña aristocracia posadeña,  Domingo de Ramos, del “no te metás” de los principios de su infancia, a llevarlo de la mano y ponerlo en contacto con la movilización de masas más impresionante que generó el pueblo argentino desde los años setenta reclamando justicia contra el Estado que había matado y encubría el asesinato de una adolescente.

¿Habrá sido una simple y sencilla aunque profunda e inconmovible simpatía maternal? ¿Le habrá removido la conciencia aplastada por la humillación católica y burguesa la imagen de ese cuerpo asesinado a la misma edad que ella misma había sido arrancada por la traición de su padre del suelo natal, quebrando para siempre la continuidad natural de su infancia azul de mares, bosques y montañas? ¿Habrá sido el recuerdo imborrable de la porquería humana atestiguada de primera mano en la caterva de funcionarios, jueces, policías y diputados que frecuentaban a la familia en esa otra ciudad pequeña del lejano Interior que la hacían concluir en la veracidad de las denuncias de esa otra familia en esa otra ciudad pequeña tan lejana?

Como sea, ahí estaba esa prueba contundente de que había algo mucho más profundo oculto en la herencia de la línea materna que lo ligaba a las tareas más nobles que había emprendido en esta vida tan abrumada por el fracaso.

Puso a prueba por última vez la teoría que parecía florecer entre las sombras de la depresión y el asombro y buscó el primer libro leído con pasión y asombro de niño. Intentó con varios y recaló en la edición de 1987 del Cosmos de Carl Sagan, comprado en una pequeña librería atrás de la Catedral posadeña cuando tenía sólo diez años. Se río otra vez pero ya sin dejos de sarcasmo ni ironía al recordar la máxima de la madre en esos años “plata para boludeces no hay, pero para libros, toda la que quieras”.

Es extraño como suceden las cosas, releyó el empolvado ejemplar para descubrir la vieja fascinación que todavía lo acompañaba por la ciencia. Se descubrió releyendo referencias asombrosas sobre los orígenes del conocimiento humano, ligados a la curiosidad temprana de la humanidad por el movimiento de los astros celestes que él mismo había volcado mil veces en su trabajo. Descubrió una profunda relación entre su vocación intelectual y ese libro, entre sus dos últimas décadas de investigaciones y ponencias y la voracidad recién despuntada de un niño.

Buscó el último libro que le habían regalado para su cumpleaños, Los dragones del Edén, del mismo Carl Sagan, editado en el año de su nacimiento, y revisó a vista de pájaro la tesis central que le habría valido el Pulitzer al reconocido astrofísico: la posibilidad concreta que en la codificación genética de nuestras células cerebrales se acumularan partículas de materia portadoras del recuerdo atávico de las primeras experiencias sensoriales de los ancestros paleolíticos de nuestra especie.

Sagan se preguntaba si cabía la chance de que el inconsciente humano tuviese un soporte físico, si el miedo natural, no culturalmente inducido, a los reptiles, los insectos o la obscuridad estuviese relacionado al sufrimiento que imprimía a los primeros homínidos la lucha contra los grandes reptiles que sobrevivieron a los dinosaurios, la convivencia en inferioridad de condiciones con arañas y alacranes que nos mataban a traición los niños en las desesperadas épocas que rastrillábamos las malezas del planeta para juntar los frutos del suelo o bien la oscuridad a la que debimos obligarnos forzosamente para escondernos de los grandes depredadores diurnos.

¿Es posible que en nuestro propio interior, en lo más profundo de nuestras células estén las conexiones con una esencia natural que excede por mucho a las herencias culturales más cercanas en el tiempo?

Se preguntó si ese retrato estaba allí para plantearle la posibilidad cierta de una herencia mucho más constitutiva de su ser que aquella que lo había obsesionado y a la que había dedicado su vida. Se preguntó si ese rostro, si las montañas, bosques y mares que lo habían forjado tenían mucho más que ver con él mismo que el mandato paterno de culto a una vida encauzada por el orden establecido, la monogamia y el machismo, el afán de lucro y toda la mierda que estaba estallando bajo sus pies.

Pensó que tres millones de años de igualitarismo, matriarcado y combate con el ambiente en condiciones de inferioridad deberían tener mucha más fuerza en la sedimentación genética de 35 mil generaciones de seres humanos que los últimos 5 mil años de división en explotadores y oprimidos. Creyó entender al fin que en todos nosotros anida un subsuelo de riquezas emotivas y de información que espera un cataclismo para emerger. Pensó que los terremotos y las explosiones volcánicas que provocaron en su conciencia tantas experiencias dolorosas, tanta destrucción y violencia, tarde o temprano iban a destrozar las estructuras sobre las que basaba su vida cotidiana. Pensó que la rebelión de las masas no era una metáfora.

Se rio de la ocurrencia de haber tenido una epifanía a esta altura de su vida, sin darse cuenta comenzó a ordenar y limpiar la mesa, el comedor, limpió la cocina mientras ponía a hervir un poco de arroz, luchó con el calefón y cuando salió de la ducha, masticando el recomenzar de las obligaciones pensando que al menos la “epifanía matriarcal” le había servido para ponerse en pie y salir del pozo depresivo. Imaginó mecanismos eficientes de recuperación, el trabajo, volver a centralizarse, aprender a amar de nuevo, retomar terapia, en fin, lo que tantas veces había hecho para rearmarse.

Pero cuando encaró el espejo del botiquín, el circuito normal de sus ideas dejó paso al pavor. Allí estaba, mirándolo desde el otro lado, el rostro de Santos, idéntico, exactamente idéntico al que reposaba en la foto. Llevaba meses sin obligarse al espejo y ahí estaba, la mala alimentación había borrado las últimas décadas de adiposidad y debajo de la cara antes hinchada, similar a los recuerdos que tenía de su padre, ahí estaban no sólo las cejas, la visera, las orejas… allí estaban los pómulos, el mentón, las arrugas…

Quedó acorralado por la visión. No había otra alternativa honesta. Esta vez no se trataba de salir del paso con viejas recetas. Esta vez se trataba de cambiar de profesión por aquella con que había fantaseado desde niño, había que dejar de histeriquear a la fascinación del mundo sensible y las narraciones y ponerse del otro lado de las letras impresas, había que sacudirse para siempre, quemar las naves, echar los dados y quebrarse al otro lado de uno mismo.

Había que salir a vivir la lucha por la vida con cada centímetro del cuerpo a como dé lugar, había que dejar de cumplir formalmente y boludear y ponerse a la altura de las exigencias de su pueblo, de su clase, de su tiempo.

Se afeitó la tupida barba patriarcal dejando sólo el bigote, decidió adoptar definitivamente el apellido materno y hasta el nombre del bisabuelo. “Inventé el matronímico” pensó riéndose para sí mismo.

Se vistió, salió al mundo, tomó el primero de los dos colectivos que lo reposaron en su oficina. Firmó por última vez con el viejo nombre la renuncia y sonrió con pura y absoluta honestidad cuando al salir por el largo pasillo hacia la calle, una compañera de trabajo de los últimos diez años lo saludó al pasar

-¿Qué hacés, boludo? Casi no te reconozco, tas muy cambiado che, sos otro.


-Tenés razón, soy otro.

Luna de Cromosol

“El tiempo de un escritor: diacronía que basta por sí misma para desajustar toda sumisión al tiempo de la ciudad. Tiempo de más adentro o de más abajo: encuentros en el pasado, citas del futuro con el presente, sondas verbales que penetran simultáneamente el antes y el ahora y los anulan.”


Julio Cortázar
“Encuentros a deshora”, 
en La vuelta al día en 80 mundos¸
Siglo XXI editores, México D. F., 
tercera edición, junio 1968 
(primera diciembre 1967), página 67.


Nos citábamos a las 6.14 en la puerta de su casa, nos íbamos despertando mutuamente por wasap, y a eso de las 6.20 ya estábamos pegando las banderas con cinta en frente de la parada “José Gervasio Artigas” del Urquiza que viene desde José C. Páz, armando la mesa al lado de las vendedoras de café y tortitas, colocando el banner de frente a la escalera por donde bajarían mil obreros y obreras en la próxima hora y media que duraría la actividad.

Qué cargado de energía está un lugar como éste. La parada Artigas, que no es una Estación propiamente dicha, es la última antes de la terminal Federico Lacroze, primer gran empresario del transporte urbano de Buenos Aires. En este tramo, el tren va cortando un tajo, o tendiendo un puente, entre los barrios de Paternal, al sur y Villa Ortúzar y Parque Chas, al norte.

Colocada frente a la entrada del sector Alemán del Cementerio Municipal de Chacarita, el paisaje de la Parada Artigas del Urquiza tiene una penumbra que la coloca frente al barrio de gente muerta más grande del país, donde la burocracia sindical habilita diferentes “salarios indirectos” administrando entre otras lindezas el alquiler de los mausoleos como piezas para el ejercicio de la prostitución, una especie de Hotel Alojamiento Los Ataúdes que tiene un público nada despreciable en estos tiempos… pensar que los porteños sufren por los “trapitos”…

Es un “no lugar”, un lugar fronterizo, liminal, como las veredas de las casas de vecinos, donde uno no vive, se mueve, lo atraviesa, lo cruza… como el río. Cruce de destinos de millones de seres humanos, depósito de cenizas y huesos, monumento enorme a la incompresible y atrasada visión de la muerte de estos últimos 5 mil años de explotación de clase y el último Polo Industrial (Barrio Fabril que se le decía antes) de la Ciudad de Buenos Aires, o sea, matadero de seres humanos que son explotados en su miseria para sostener la riqueza de un 5 % de la población.

Pienso estas cosas cada vez que pongo la pava, me ducho y salgo para su casa, en la parte de clase media acomodada del barrio, pero rodeada de un lumpenaje de transas, chorros y depredadores sexuales que los punteros del Pro y el FPV protegen para recaudar “fondos” para la Federal y Metropolitana, amparados por la política que se niega a urbanizar y estabilizar definitivamente la vivienda precaria y las villas como Fraga o las casas de la ex AU3. Loco, uno que viene de la pequeño burguesía pobre de Balvanera y Monserrat, uno que ya a vivió en los `90, ver a la clase media de Ortúzar te da  la oportunidad de observar tus veinte años desde afuera y en vivo… un deja vú.

Esta es la actividad que más me gusta de todas las que la lucha de clases me impuso en estos 15 años de lucha contra el Estado. Es dura, los compañeros y compañeras son vomitados por los viejos vagones madrileños, alemanes, japoneses o chinos que compró el Estado argentino para hacer la plata de los empresarios del transporte, la construcción y las finanzas, pintados todos de amarillo para que al menos la poesía se meta un poquito entre tanta desolación.

Seis de la mañana, para estar acá se tuvieron que despertar a las 5 de la matina, con un frío de cagarse o una humedad que cala el hueso durante la mitad del año, algunos llegaron en bici y otros después de uno o dos bondis, atravesando barrizales que “resignifican el concepto de la barriada” (como en un cuadro magistral del Gran Borghini). Y también significa que tienen el tiempo justo para un cafecito horrible pero caliente y dulzón o una tortilla sin chicharrones de las peruanas de la calle al ladito de donde ponemos la mesita con los periódicos, los boletines sindicales, los libros y los proyectos de ley.

Vienen al matadero, como si bajaran de un tren de ganado, nadie los lleva con un látigo pero en las doscientas fábricas y talleres del barrio son machacados en depósitos, laboratorios, metalúrgicas, gráficas, call centers y telecomunicaciones del Ortúzar y Chas. O bajan con el uniforme de las obreras de las seis primarias, dos jardines y un secundario de ambos barrios. O con el orgulloso traje verde de la enfermera orgullosa del Tornú, proa centenaria y ocre, poblada de enormes tipas de flor amarilla en primavera y siluetas siniestras en otoño e invierno, del proletario de Chas que mira de frente a Ortúzar, que alberga a los hijos profesionales de los viejos obreros de esas fábricas que ya cruzaron la vía para el cementerio (en algún sentido no han sufrido una mudanza tan traumática).

Barrio obrero de Paternal, Ortúzar y Chas, te escribiría un tango, a vos, único heredero capitalino, con tu hermano el puerto de Retiro, de los barrios obreros desde La Boca hasta Villa Crespo, desde la semana trágica del `19 hasta la huelga de la construcción de otro enero, el desconocido, el del `36.

Será que la estación es un nudo en el tiempo y el espacio que conecta y fusiona la vida y la muerte en una lucha eterna, antagónicamente irreconciliable, músculo vivo y muerto, seres humanos explotados, asesinados a cuotas por el capital o su Estado, para engrosar los nichos de`nfrente, pero que se paran, escuchan la agitación, se bajan, tímidamente te piden el periódico y después de seis meses sin hablar de nada con nadie te dan el teléfono y a la semana están en la reunión de círculo.

Y todo tiene sentido. El amanecer de Ortúzar, ubicado en un tajo de la ciudad de los grandes edificios que encajonan el cielo como la vista desde adentro de un ataúd de cemento, te permite ver los turquesas, lilas, violetas, indigo, furiosos anaranjados que parecen surgir del fondo de la vía, como si la alborada fuera una sinfonía, un arco iris desplegándose en el tiempo, llenando el mundo de luz, de calor, de claridad, transformando las sombras del cementerio, los hierros de la estación y las fachadas de las fábricas en un bello paisaje con más ocres que grises, con más verde de arbolito que chimenea de fábrica.

Y mientras todo esto sucede, allá por el noroeste del firmamento azulado se ve todavía el cuarto creciente de la Luna, haciendo que esta idea del límite como un lugar mágico y maravilloso, dialéctica de los opuestos, baile y lucha, derrota y victoria machaque mi sensibilidad como un lento pero sistemático goteo.

Allí, debajo de la Luna estaba la fábrica metalmecánica más grande e importante políticamente del barrio, en la esquina de Del Campo y Estomba, la fabricante de autopartes Cromosol. Con ella alternábamos la mesita en Artigas cuando había volante general y la entrada del turno mañana de Cromosol cuando había volante de metalúrgicos. Es lo más cerca que estuve en mi militancia de ser un personaje de La Madre de Gorki. Es lo más parecido a Víborg que existe en mi mundo.

Y mi mundo es casi un 80 por ciento gobernado por los ritmos de ese enorme pulpo explotador que es el Ministerio de Educación porteño en cada una de sus cientos de miles de pequeñas fábricas llamadas escuelas que hay en esta ciudad.  

Detener el tiempo, robarle esas dos o tres horitas al descanso para salirte del mundo, pasarte al otro lado de la vía y de las cosas, ir a hacerle daño a la muerte, rescatar compañeras y compañeros de la boca del explotador, organizarnos, devolvernos al mundo luchando, reclutando para el socialismo.

Una de esas madrugadas, en la puerta de la Marmicoc, agitando el paro de la UOM, el que la burocracia levantó, ella me confesó, que su primer actividad en el partido, a los 19 años, había sido en las puertas de esta misma fábrica de ollas, en 1969.

Aquí, bajo la Luna de Cromosol, en el nacimiento del día y la muerte de la noche, en ese momento tan privado que es el que va desde el puestito de la peruana hasta la entrada al galpón, con el cementerio en la espalda, el despuntar del sol rojo del amanecer, como en un astillero de Quinquela Martin, una mezcla de cumbia del chofer del 87 y un tanguito de Pugliese que sale de la radio del jubilado metalúrgico que vende café en la esquina de la fábrica, se juntan otra vez la generación del Cordobazo que atravesó la muerte luchando, porque no sabía hacer otra cosa en la vida que amar y luchar, con los que nacimos a la lucha en el Argentinazo y que venimos aprendiendo a los golpes con qué se come esta etapa.


Bajo la Luna de Cromosol, el amanecer de Ortúzar, mi trinchera en el mundo, mi felicidad, mi propia parada hacia el paraíso en la Tierra. 

domingo, 4 de octubre de 2015

Posadeña linda, pequeña flor

Me puse a pelar cebollas y lloré. Qué cursi que soy, pensé. Porque además lloré nostalgia. Pero el sol del mediodía entraba por la ventana de la cocina inundando todo de un color de domingo y en vez de mis manos vi las manos de mi vieja, posta, que vivió muchos años pelando enormes palanganas de cebolla para hacer el relleno de las centenares de empanadas que vendía mi viejo en el boliche que nos daba de comer, contradictoriamente. 

Contradictoriamente porque nos sacaba la vida, nos ponía cadenas, nos quitaba amor de madre, de ocio. Los fines de semana se vendía más. Y los feriados. Y cuando no era eso eran papas o limpiar la casa o cocinarnos a todos, los seis y a veces a los empleados que venían sin comer, contradictoriamente, a fabricar comida, pizzas, sánguches finos, pastelería, chipa y masas para que se alimente toda la burguesía y pequeño burguesía profesional de Posadas.

Cocinar para la familia es un enorme acto de amor. Es la forma más concreta de amar: meter comida, energía, vida, en el estómago de tus seres queridos. Y si usted amaba como amaba mi madre a los suyos, entenderá que ella además nos cocinaba lo que nos gustaba, para encima de todo alimentar también nuestro placer sensitivo. Pero también era una condena cotidiana, tres veces al día, todos los días del mundo. Mi vieja decía "ahora nos vamos de vacaciones y no cocino más". Eso lo dice un explotado de su explotación. Es lo de Marx cuando el objeto de tu trabajo debería darte placer, dignificar tu humanidad, servirte para la superación personal, pero se te enfrenta como un objeto extraño, responsable de tus dolores, y lo odiás.

Lavar la ropa habría sido peor. Todo bien pero cuando llegaron los primeros lavarropas a Misiones no eran super tecnológicos y mi vieja sólo pasó a ser una obrera con una herramienta compleja. Pero tender la ropa es tender la ropa. "De un batallón" decía mi vieja y nos decía sin que escuchásemos lo suficiente, que se sentía laburando en el ejército, subordinada, colimba.

O limpiar la casa, o arreglar y coser la ropa, o llevar y traer a los chicos a la escuela, al club, al parque, a los juegos de la plaza, a comprar comida, ropa y artículos de limpieza y administrar la economía de seis personas y fumarse al enfermo de mi viejo en la intimidad.

En un clima agobiante como el misionero, caluroso y húmedo, que nos hinchaba como sapos en verano hasta reventar.

Y mi vieja para colmo se había criado en una selva muy parecida, pero húmeda y fría, frente al mar, en la montaña. Y su cuerpo se había acostumbrado a lo mismo, pero exactamente en el hemisferio contrario, y no lo aguantaba.

Acá un largo paréntesis, espere. Posadas es un nombre horrible para cualquier ciudad. Fonéticamente me refiero. Un pueblo de casitas de paso en alguna huella fronteriza de montaña, vaya y pase, pero para una ciudad que emerge en la barranca más empinada del Comienzo del Alto Paraná, en un suelo fértil pujante de minerales, una tierra colorada por el hierro, sobre una capa de roca basáltica, orgullosa y altiva, no. 

Pero además Gervasio Posadas fue el tío del reverendo sorete de Carlos María de Alvear, el forro que quiso venderle a Inglaterra la Revolución de Mayo, que entregó al otro Gervasio, al bueno, a Don Artigas, a los portugueses para que expandieran su modelo esclavista sobre el Litoral y la Mesopotamia. Más imperialismo asesino, más esclavitud. En una región que venía derramando sangre de guaraníes, qoms y wichís desde 300 años atrás, a favor de bandeirantes y jesuitas, unos con el puño de hierro a la vista, los monjes negros del Papa con un márquetin lo encubrieron. Ambos con el látigo del capanga bien a la vista.

Gervasio Posadas fue el Director Supremo que designó a dedo el dictador Alvear para poder actuar a piaccere sin escracharse. Gervasio Posadas fue el sorete que firmó el decreto pidiendo la cabeza de Artigas, anatemizándolo como traidor a la Patria, él, que se la jugó para desarrollar una reforma agraria en el Río de la Plata, a favor del campesinado pobre aborigen, mestizo y liberto. Los hijos de puta que bautizaron así una de las ciudades más bellas del Paraná (y eso que hay ciudades bellas en el Paraná... San Pedro, Baradero, Campana, Zárate, Rosario, Paraná, Santa Fé….) lo hicieron para marcar durante siglos el signo de la derrota. Los liberales anglófilos que terminaron de triunfar plenamente cuando los federales burgueses se entregaron al pacto de la deuda externa garpada por el pueblo, quisieron imprimir en la identidad de los descendientes del pueblo guaraní y gaucho, mulato e inmigrante, que Misiones nunca iba a ser independiente y soberana de Buenos Aires.

Si se abriera el debate, producto de un enorme avance de la conciencia de los trabajadores y pueblo oprimido de la provincia y de la región algún día, los católicos de todas las clases, acicateados por una curia burguesa muy militante, vaticanista, propondrían en reemplazo el nombre del jesuita que intentó “domesticar” y “amaestrar” a los guaraníes en el siglo XVII, que montó la misión en homenaje a la Virgen de la Candelaria, y que es parte de mi identidad porque fue el nombre del Colegio de varones donde hice toda mi primaria hasta primer año, Roque González, canonizado por Juan Pablo II como San Roque González.
Diga que algunos guaraníes decidieron resistir y defender su forma de vida, igualitaria, frente a la explotación salvaje de su fuerza de trabajo que ofrecían los antecesores de los Bergoglio de hoy, y a don Roque se lo morfaron si hay que creer la versión católica. En una de esas sólo le sacaron el corazón y lo tiraron a las brasas.

Pero el pueblo misionero debería luchar porque esa hermosa ciudad lleve el nombre de alguna flor de la selva única y particularmente bella, como el Mburúcuyá, pero si no da la nafta para tanta poesía por lo menos que le pongan Andresito Guacurarý, en homenaje eterno a ese mestizo adoptado como hijo en términos legales, políticos, por Artigas, como forma de sellar una alianza con los pueblos aborígenes de la zona en términos de igualdad. Fue Andresito y su ejército el que garantizó las mejores condiciones de vida posible para las mayorías explotadas de la zona, enfrentando a españoles y portugueses y manteniéndolos a raya hasta que Buenos Aires traicionó.

Sólo la pequeña burguesía de profesionales, mediocre y engreída, cruel y despiadada, de Posadas es digna de identificarse con ese nombre vomitivo.

Y nosotros les dábamos de comer, para poder comer, pero perdimos el amor, el cariño, la ingenuidad y la vida.


Por eso lloro cuando pelo cebollas un domingo al mediodía con sol en la ventana. No por el cuadro cursi. Sino porque me aprietan los botones de la memoria, y me voy a esa cocina, a esa casa, a esos 11 años que nos forjaron la vida para siempre, a tantas lágrimas de cebolla, a tantos rencores y peleas, a tantas ilusiones quebradas.

sábado, 3 de octubre de 2015

El ¿Qué Hacer? del artista revolucionario

Impresiones sobre El Fantasma que Recorre el Mundo, del grupo de teatro independiente Morena Cantero Jrs., vista el sábado 3 de octubre de 2015 en León, León, Centro Cultural del Partido Obrero, Nicaragua 4432.

Doce años atrás presencié El manifiesto comunista, la obra de teatro del grupo Morena Cantero Jrs. basada en el texto que los jóvenes Karl Marx y Friederich Engels habían escrito en 1848 a pedido de la Liga de los Comunistas, primer partido obrero que se planteó el gobierno de los trabajadores como condición necesaria para terminar con la explotación en el mundo y alcanzar una sociedad sin clases.  La Liga de los Comunistas había mandatado a estos dos científicos militantes, miembros de su organización, porque precisaba un texto donde se sintetizaran de modo tal que pudiesen ser leídas y comprendidas rápidamente por los trabajadores, en medio de la revolución europea de 1848, el diagnóstico y la solución que los comunistas ofrecían como guía de acción.

Vivíamos todavía emborrachados por haber participado de las jornadas más heroicas de la sublevación de la clase obrera ocupada y desocupada y las capas medias de la sociedad argentina contra un régimen social exasperante. El argentinazo nos había sacudido en plena juventud y, como diría Pablo Rieznik en referencia al 68 y el 69 en Argentina, “Buenos Aires era una fiesta”. Venían turistas europeos a participar de las charlas de la UJS y el Partido Obrero en las facultades para ser testigos de la revolución latinoamericana, nuestras noches se gastaban viendo cientos de documentales y escuchando miles de artistas populares en los acampes y piquetes que duraban semanas. Estallaba el documentalismo revolucionario por todos lados, se renovaban el folklore, el rock y el tango para los oídos del pueblo sublevado, la juventud maravillosa que derrocó 6 presidentes en 6 meses (¿por qué dejar afuera a Duhalde, ¿no?) explotaba de creatividad y rompía también todos los moldes establecidos por el orden social en su propio campo.

En ese clima maravilloso vi la obra de Morena en un escenario “intervenido” en medio de una enorme fábrica de grissines, Grissinópoli, en la calle Charlone del Barrio de Chacarita, ocupada y puesta a producir por sus trabajadoras y trabajadores ante el vaciamiento y la quiebra inducidos por la patronal.

En esa época militaba en una organización un tanto delirante pero tuve el privilegio de entrevistar a Iván Moschner, uno de los mejores actores y directores del teatro en Argentina y Sudamérica. Él me explicó que los actores y actrices que fundaron Morena Cantero en 1995, en pleno auge menemista y frente a la cultura reaccionaria y antimarxista de la época decidieron montar El Manifiesto para luchar a la contra, para sostener y enarbolar las ideas revolucionarias en medio del momento más hostil.

¿Usted puede notar el enorme valor político de un grupo de teatristas que razona de esta forma, discutiendo las necesidades de la lucha de clases para escoger su repertorio?

Lo más impactante de Morena Cantero era su decisión de dirigir su producción estética para hacer un aporte en el desarrollo de una conciencia revolucionaria entre las cabezas de la clase social llamada a conquistar el mundo y terminar con la opresión y la explotación. Sin chamuyo y sin recetas simples o burdas.

Hoy los fui a ver de nuevo. La obra mutó y ahora se llama El fantasma que recorre el mundo y se presenta todos los sábados de primavera a las 20hs. en el Centro Cultural que el Partido Obrero tiene en Nicaragua casi Scalabrini Ortíz.

En medio de la quinta o sexta campaña electoral del año, viniendo de un enorme asado obrero y lanzando el plebiscito por el proyecto de las 6 horas en el Hospital Tornú no tuve tiempo de prepararme para lo que iba a ver. Si nadie se ofende hasta podría confesar que iba resuelto a cumplir con un trámite, con un compromiso rutinario conmigo mismo, ya que sospechaba que iba a aburrirme viendo una obra que ya había visto, como quien vuelve a desempolvar una vieja relación claudicando ante el aburrimiento de su frustrada vida sexual.

Pero no, me partieron la cabeza. No se puede expresar de mejor forma. Me sacudieron emocional y racionalmente, me perdieron, me desorientaron y lograron que descubriera cientos de pliegues y matices nuevos que no había visto antes. Pero incluso aquellos guiños tan particulares de la obra que son imborrables -como la personificación y las intervenciones de la Burguesía y la Nobleza, o el “desnudo chiste” sobre el teatro-, me parecieron nuevos.


Una obra brechtiana

Empecemos por el principio, aunque estemos en medio de la nota. Morena cumple en esta obra con aceptar un desafío: ¿qué arte revolucionario debe hacer un artista revolucionario? ¿se puede hacer arte revolucionario “bajando línea” o se debe evitar “el panfleto” como la peste?

La respuesta es clara: la obra no está “inspirada” en el texto clásico de Marx y Engels, el guión de toda ella es el texto de Marx y Engels, los diálogos de los personajes son citas exactas del libro, la estructura de la obra entera respeta la estructura del texto original y lo que es todavía mejor, respeta la intención original del texto: explicar a los obreros por qué viven como viven, cuál es el origen de su sufrimiento cotidiano y cuál es la salida a él.

Parece una chaucha, pero ser capaces de re-elaborar un texto como el del Manifiesto Comunista en una obra de teatro pero de manera tal que se transforme en un guión dramático, con cambios de ritmo y todo lo necesario para entretenerse durante una hora… no es moco de pavo. A pesar de conocer a Morena Cantero Jrs. y haber presenciado genialidades como El Eternauta  y Las estirpes (esta última una increíble adaptación de Cien Años de Soledad de Gabriel García Márquez) no deja de sorprender la capacidad creativa de este grupo de teatristas para destrozar y rearmar textos que uno creía imposibles de representar e interpretar.

La obra tiene dos actos y un intermezzo, en la primera parte se presentan los personajes que son arquetipos de las clases sociales en pugna en nuestra sociedad: la Nobleza (que por la vía de las viejas monarquías que aún hoy subsisten y el propio papado lamentablemente no han perdido todo su poder) excelentemente personificada por Dominica Medina, que le da el tono exacto de senilidad y decrepitud tanto en el manejo del rostro y el cuerpo como en la modulación de la voz; una Burguesía briosa y pedante, genialmente interpretada por Rubén Demichelis que forma un contrapunto exacto con su partenaire noble; las diferentes posibilidades de la clase obrera: el trabajador con ínfulas de pequeño burgués que personifica Jon Lucas sacando un cocinero gallego real (y lo dice un hijo de uno de ellos), la trabajadora docente, atrapada en la angustia de haberse formado como sacerdotisa del saber y la cultura pero enfrentada a la más miserable explotación de clase que representa una actriz de enorme capacidad plástica como Melania Buero, el joven obrero alienado y en permanente crisis con su propia identidad de Sergio Escalas, que todavía no puedo entender cómo hace para sobrevivir a 50 minutos de forzar cuerpo, voz y sentimientos de esa manera, la verdadera “Susanita” que sin embargo avanza a paso firme en su toma de conciencia que hace exactamente como debe ser María Belén López Orozco, con sensualidad, inocencia, candidez y dulzura que demuestran un serio trabajo de lectura de un personaje cotidiano no tan fácil de recrear como uno podría pensar y el obrero consciente del enorme Ariel Aguirre, quien literalmente se come toda la cancha, desde el principio hasta el final.

El director, Iván Moschner, ha diseñado un montaje genial, donde en ningún momento se puede saber a ciencia cierta el contexto exacto en que se desarrolla la obra. Empezando porque la introducción al conflicto es un debate entre la Burguesía y la Nobleza con palabras de Marx que uno reconoce claramente, asustados ambos por el crecimiento notable del comunismo. Luego nadie sabe bien si estamos presenciando un debate en un restorán, en una fábrica o en salón de clases, por más que intervengan cocineros, docentes y alumnos anque un obrero de casco y overol.

La obra ha decidido descolocar a su público, no permitirle un respiro de cotidianeidad, una amarra que permita descansar al cerebro en el refugio conservador del lugar común. Desde el vamos el cerebro adormecido por la cotidianeidad siente la tensión permanente de buscar referencias comunes, puertos calmos desde donde ubicarse a “entender lo que pasa y lo que ocurre”. En ese maremágnum contextual, los personajes tampoco permiten una identificación compasiva, aunque sea inevitable el desprecio desde el primer momento por las clases opresoras, el discurso envalentonado y viril desprecio de la burguesía por la Nobleza es, para el observador inocente, desconcertante. 

Pero además en ningún momento las caracterizaciones de los actores permiten la complicidad con las supuestas víctimas, te choca el cocinero tanto como te parece genial sus irrupciones de rebeldía frente al patrón, odiás a la maestra como si se tratase de la personificación de la docencia autoritaria de la Sociedad de los Poetas Muertos o The Wall aunque no parás de sentir la angustia de esa escena final, desgarradora y sublimemente poética del cierre del primer acto; bailás desconcertado con los cambios de humor del joven alienado que busca su verdadera identidad, que ha descubierto que el mundo que le venden es falso y absurdo pero que no temina de encontrarse en otro mundo superador y, finalmente, el obrero consciente es tan abstracto que no sabés si cagarte de risa porque reconocés en él al típico militante marciano o aplaudirlo con la forma tierna y comprensiva que tiene para tratar a sus compañeros de clase.

Sépalo, es a propósito. Es el viejo método de Bertolt Brecht que planteaba romper con la catarsis tradicional del teatro clásico, que trataba de desestructurar al lector/público para que no logre identificarse con una situación o personaje buscando de esta manera “extrañarlo” y obligarlo a tener prendido el razonamiento todo el tiempo, sacando conclusiones y borrándolas permanentemente para que no cayera en el “encantamiento” y conformidad de la catarsis griega. 

Pero este recurso, que obviamente nos maravilló en 2003 ahora está perfeccionado al paroxismo. La forma en que los actores y actrices rompen en mil pedazos el escenario, en una danza circense en los momentos en que el debate y los obreros cobran fuerza, expresando en ello la vitalidad y confusión de una clase que se mueve en la lucha por aprender y transformar su realidad; los cortes de clima perfectos logrados por las luces y el recurso del llamado telefónico, los movimientos pesados y deplorables de la Nobleza y el Burgués, todo en una caótica armonía que se inventó para que su inteligencia no pueda dejar de ser desafiada.


El poder obrero


Después de tal revolución emotiva ante el descubrimiento de los principios esenciales del movimiento de la sociedad capitalista, después entonces de desnudar por primera vez ante sus propios protagonistas la oscura forma que esconde esta sociedad debajo de la superficie mentirosa e hipócrita, contra todo presentimiento obvio, no gana la posición revolucionaria, todo lo contrario, vence la más enorme de las angustias, la muerte autoinfligida de quien ve desnudada su cruel existencia y no es capaz de tener las armas para sobreponerse y rearmarse.

No importa que los creadores de esta obra sean militantes revolucionarios que ya peinan tres décadas y que han dado gran parte de su vida en la lucha contra el Estado, eso no les ha quitado ni un ápice de sensibilidad para saber que la vida es eso que uno observa y no eso que uno desea. Uno de los tantos aportes políticos de esta obra actúa sobre el cerebro de los militantes, de quienes tenemos la obsesión de “ganar” compañeros y compañeras para la lucha. Y Morena Cantero Jrs. nos enseña de frente manteca y corta la bocha que la realidad no es mecánica y de manual, nos enseña a no idealizar a los trabajadores ni a nuestra actividad. Si la obra terminase en el primer acto, el esfuerzo del obrero consciente habría sido derrotado.

La simple exposición de la verdad no va a generar en el otro una epifanía maravillosa que lo va a llevar al convencimiento y la militancia, la mayor parte de las veces genera una crisis vital, real y lógica, más lógica que la esperanza del joven militante.

Para cortar el sabor amargo y volver a desestructurarnos, en esta versión Morena agrega un intermezzo genial, irreproducible, sobre la función del arte y de la religión en nuestra vida. Son cinco minutos tan bien logrados, tan sutilmente críticos y ácidos que bien valen ellos solos el precio de la entrada. Pero dejaremos que esa parte la vean sin ningún tipo de anticipo.

Vamos entrando a redondear, que la noche se hace pesada y la lectura también. El último acto es, para qué vamos a andar con rodeos, una asamblea. Si usted creyó por un momento que el torbellino del primer acto era lo máximo que podía sacarle Morena a Brecht agárrese fuerte de la silla porque en el segundo acto la trompada que este grupo de actores le va a meter en el mentón lo va a voltear literalmente de la butaca. Los grossos estos rompen el escenario en mil pedazos, logran integrar al público al debate final de una manera física, directa, imposible de eludir, pero sin llegar a la grasada de tirarle agua o agarrarlo para que hable en el escenario.

Acá sí el Obrero Consciente se luce, encarando el toro por las astas, de todo el repertorio político que le van a dejar los 20 minutos que quedan (tiro 20 por decir algo porque sinceramente no tengo idea de cuánto tiempo pasé ahí dentro) eligen poner a debate temas tan ríspidos como la abolición de la propiedad privada, la familia, la religión y la función del arte en la lucha de clases. Los personajes han evolucionado al calor de la toma de consciencia del primer acto, la burguesía adopta movimientos y expresiones claramente reaccionarios y seniles y en lugar de atacar y desmarcarse de la nobleza se embloca con ella en el ataque al proletariado, no sólo en una forma bestial, dictatorial, sino también en una forma más sutil y dañina que radica en ganarse para sí a los obreros más atrasados o con mayor cantidad de dudas. 

El Obrero Consciente, a pesar de dirigir la asamblea no teme la aparición de las contradicciones en las opiniones de sus camaradas, las respeta y las enfrenta con tacto y firmeza hasta el punto en que, midiendo los tiempos y la evolución del debate adopta él mismo la posición de dictador cuando se trata de emblocar a los trabajadores decididos en una lucha de frente único contra la clase opresora, desmaleza el camino lo necesario para dejar al Burgués desnudo, aislado y le aplica todo el rigor del poder de clase, lo expulsa del conflicto, le muestra las garras, lo corta en seco, suprime todo su derecho a existir, o sea, a decir lo que piensa. 

Y la obra termina en un estallido de alegría revolucionaria, del canto más bello que esta clase social tan sufrida ha sabido parir en la cabeza de Enrique Pottier, el noble y aguerrido canto de La Internacional.


Cuando los obreros actúen como poetas


Le pido disculpas desde ya a estos enormes artistas por no poder brindarles nada mejor que lo que aquí he vomitado. Para ser sincero en estos doce años no he podido madurar al mismo ritmo que ellos, ni en mi formación como crítico, ni en mis conocimientos sobre lo que estoy criticando ni he podido ganarme la posibilidad de publicar estas brutas nociones en un medio con mayor alcance que el feisbuk.

En 2003 cerraba la nota dando a entender que Morena Cantero tenía varios límites –sobre todo políticos- que superar en el desafío de realizar de mejor forma sus propósitos. Claramente en esta presentación Morena ha demostrado su capacidad para madurar estética y políticamente. Desde lo técnico estoy seguro que no habrá un solo especialista en teatro que pueda decir que El fantasma no es una muestra de excelente calidad estético-formal. Se nota un profundo y riguroso trabajo corporal y de voces en los actores y actrices, una evolución en el vestuario que no se puede explicar solamente en haberse ganado mejores recursos materiales para el montaje sino que se evidencia algo que ya se adivinaba hace tantos años: la preocupación porque el vestuario y la utilería encajen exactamente en el tono político y los tiempos de la obra. 

Con dos o tres luces han logrado generar los cambios de clima exactos y presentar al espectador imágenes tan bellas, tan poéticas como el final del primer acto. Se pueden apreciar con nitidez los cambios de rasgos en los actores y actrices, los volúmenes de sus cuerpos y la expresión de las danzas pero también hacen jugar un rol político y emotivo sublime la bossa nova del comienzo, la enorme voz de la Piaf de entre actos y la coral a capella del final.

Moschner y los suyos no han dejado detalle sin pulir para que cualquiera salga de allí con la impresión de que ha sido tratado a la altura del mejor teatro posible en este mundo y con estas condiciones de producción. Si usted tuviese diez páginas más de paciencia y le contara lo poco que sé de los métodos de trabajo de este grupo de artistas, las enormes dificultades materiales que tienen para llevar adelante su arte siendo tan proletarios como lo pueden ser en el contexto de una sociedad tercerizada y flexibilizada como la nuestra, seguramente no podría creer que esta gente concreta sea capaz de tal nivel de profesionalismo.


El esfuerzo de Morena Cantero Jrs. por pulir cada detalle de su actuación es, sin tanta vuelta, un enorme acto de generosidad y respeto para con su público. 

Y se lo agradecemos.