Una lectura
de No es un río, de Selva Almada,
publicado por Random House, Buenos Aires, 2020.
Un ignoto crítico que trabaja para El País de España fue elegido por Random House -el pulpo
omnipresente de pasado nazi que imprime lo que la mayoría leemos en el mundo de
habla hispana- para ejercer una limitada venta de la última novela de la
excelente Selva Almada en la contratapa de su No es un río.
Curioso y remanido recurso de la crítica, este de encontrar “vetas”
de otros literatos en el nuevo libro recién parido. Curioso, digo, que después
de tan remanido no les dé vergüenza seguir repitiéndolo y eligiéndolo como
forma de vender literatura. Debería ser obvio para cualquiera que conozca un
poco el profundo trabajo de estudio consciente sobre la lengua y sus
tradiciones más diversas al que Selva Almada dedica su vida hace varias
décadas, que en su
arte confluyen muchas más influencias
que tan sólo Borges, Rulfo, Onetti, Quiroga o Sara Gallardo.
Las famosas tradiciones que cada crítique “descubre” en la
autora se corresponden antes con el horizonte de lecturas que Selva dispara en
la conciencia de sus lecteres que con la obra que tenemos en
nuestras manos. Al menos uno de ellos tuvo el prurito de rebuscar
en su biblioteca una autora entre tanto chongo, para identificar la mucho más
variada literatura operada por mujeres y otres géneros que seguramente estudia
e incorpora Almada.
Dejemos de lado la muletilla e intentemos, sencillamente,
decir lo que nos pasó a nosotres, con toda humildad, leyendo No es un río.
¿En qué río
entramos y no entramos?
Leímos la fantasía de una venganza que se ejecuta en el
mundo real muchas menos veces de las que nuestro deseo dictaría. Todo bien, cualquiera
que haya leído El viento que arrasa (2012),
Ladrilleros (2013) o Chicas muertas (2014) ya sabe que Selva
te pinta el carácter de un personaje y su ambiente en dos pinceladas certeras,
de esas que te sacan el aliento y te transportan exactamente al lugar que Selva
está imaginando mientras escribe. Pero una lectura honesta debería preguntarse si
no se trata de un río cualquiera, de un río más de las infinitas metáforas
fluviales que nos acosan desde Heráclito hasta aquí, ¿cuál es este río que nos
acerca la autora?
¿Acaso no han comprendido quienes han leído esta impactante
obra artística el corazón de la venganza contra estos invasores que asesinan
sin pudor, que cazan sin remordimiento y sin culpa alguna abandonan su presa, muerta, al ambiente de donde la
secuestraron? Puede ser que no deseen espoilearnos una de esas tramas que
aunque te las cuenten con lujo de detalles nunca podrían anticiparte por un
segundo la fuerza narrativa que vas a sentir cuando leas No es un río por primera vez, o todas las veces que decidas
regodearte en una artesanía casi perfecta.
Contra todo lugar común, el río de Selva Almada no fluye.
Eterno retorno de crímenes que no cesan de repetirse, el recodo del Paraná que
Selva Almada reconstruye en nuestras conciencias se estanca en un remolino como
el que engulló hasta la desesperación al Zama
de Di Benedeto, de cuya versión fílmica creada por Lucrecia Martel en 2017
la misma Selva publicó las más interesantes aguafuertes en El mono en el remolino. Es el ritmo y la cadencia de los meandros
del Paraná medio, a los costados de ambos extremos del túnel subfluvial que
anuda y distancia las viejas capitales federales. Labrada como una poesía
narrada, como reconoció la autora en charla con Página/12, Selva reivindica una extensa tradición de poetas de su
tierra que exceden al gran Juanele Ortíz; en lo personal, este Paraná que no
tiene la bravura ni el despliegue majestuoso, que se detiene, se hunde y se
estanca, me recordó más a las evocaciones de la santafesina Beatriz Vallejos
pero entiendo que cada migrante mesopotámica tendrá une poeta distinto que
rememorar en esta hermosa novela.
Selva Almada consigue con su prosa describirnos aquéllas
imágenes visuales, auditivas y olfativas que se le quedaron pringadas en la
sensibilidad desde su juventud. Los cuerpos rebosantes de poder e impunidad de
esos machos cincuentones, panza al sol y shorts, desde el arranque nos remueven
las tripas, nos convocan al desprecio de los mismos cuerpos que organizaron
nuestra vida. Como en Ladrilleros,
Selva Almada vuelve a describirnos la realidad que subyace en la sociabilidad
que construye las masculinidades en nuestro litoral mesopotámico, verdadera
región que viene siendo el corazón de la argentinidad en los últimos doscientos
años. Y además del mundo de los machos, en frente de su mundo y a las sombras
de ese mundo, Selva vuelve al arte íntimo y sororo de la peluquería, las
compras en las tiendas de telas de “turcos” o judíos en los pueblos de Chaco a
Entre Ríos, la observancia secreta pero férrea de las mitologías sincretizadas
de los curanderos de pueblo, las obligadas reglas de la vida para las mujeres
sometidas en las sombras de ese mundo dominado por machos.
El terror sencillo, cotidiano, de las madres de gurisas en
un ambiente donde cada vecino es un potencial depredador queda registrado en
breves escenas:
“El llanto
de las madres de los tres gurises ocupaba toda la sala. No estaban preparadas:
las que tienen varones nunca están preparadas para la desgracia.”
La búsqueda eterna de Siomara nos va a quedar grabada como
todo arquetipo certero que toda literatura universal nos ha legado, en este
caso para identificar el sufrimiento eterno y la lucha de la gran mayoría de
las madres de nuestro río plagado de femigenocidas:
“¿Qué hizo
mal? Si ella odiaba tener que esconderse de su padre para hacer lo que hacen
las muchachas jóvenes, ¿por qué sus hijas ahora se tienen que esconder de ella?”
Quizás los críticos de solapa y contratapa de Random no
hayan sentido la denuncia política porque Selva construye literatura aquí y no
panfleto evidente. Quizá se hayan enredado en una trama que inquieta desde el
comienzo, que preocupa a le lectere ante la inminencia de conflictos que vamos
sospechando en cada palabra, acechando en cada acción, cada razonamiento, cada
animal que se mueve en un universo que la autora conoce y ama y que la enorme
mayoría de quienes accedemos a la novela como mucho hemos idealizado de lejos.
Me permito acá, ahora sí, habiendo desbrozado el corazón del
asunto, reconocer que desde el primer renglón de No es un río sentí al Boga de Sudeste
latiendo en alguna parte de mi sensibilidad, o alguno de los isleros y
pescadores que pululan las otras novelas de Haroldo Conti (¿lo habrán leído los
vendedores de solapa españoles?) mucho más que les pobladores de la selva y el
Alto Paraná de Horacio Quiroga. Hay dos registros de empatía notablemente
distintos entre uno y otro.
Pero eso fue al principio. Avanzando la novela y al
terminarla, tengo la sensación que Almada recupera unes isleres desde su punto
de vista, saltando la frontera de la idealización de bichos urbanos como Conti,
Enrique Wernicke o su coterráneo Juan José Manauta. Por encima de todo, el
realismo de Almada viene a registrar una sociología de la elaboración de la
muerte y la violencia de género en la tradición de El río oscuro, la novela de 1943 de Alfredo Varela en que
denunciaba las condiciones de explotación de los mensú en el Alto Paraná y que
Hugo del Carril inmortalizó en Las aguas
bajan turbias en 1952. Aunque el
realismo de Varela, Manauta o Wernicke era muy distinto al que maneja Almada,
más cercano a los individues y su universo interior, más cercana a una
tradición existencialista como la de Conti.
Nuestras
gurisas y viejas, nuestras madres y
amigas, nos son arrancadas con impunidad por estos machos dominantes. Almada no
es ingenua, el personaje que concentra nuestra bronca es tan campechano y
entrador como puede ser tu tío o el abuelo gracioso de los cumpleaños. Lo que
lo hace más perverso para nosotres. Pero como en Ladrilleros, Almada hurga en esa sociabilidad masculina que troncha
la inocencia y ternura de los gurises pobres, que inventan mundos en sus
escapadas a la siesta, en el monte o el río, que les impide un amor de amigos
más erótico e íntimo, como el de la sociabilidad femenina, y hasta opone otros
machos, emasculados de poder patriarcal, obligados por el entorno a la
fraternidad comunitaria de la miseria y el aislamiento, que ofrecen cara al
contraste y el matiz, que no salvan su responsabilidad en el ciclo de violencia
pero refuerzan la denuncia contra el protagonista y sus crímenes “invisibles”.
Superando a
Borges
Tienen nombre, no son unas
gurisas, son estas gurisas
concretas. En su novela, Selva rompe aunque no quiera ese estancamiento tan a
lo Faulkner que obliga su prosa tajante y pausada. Porque esa revancha de su río, esa sutil venganza de tantos
sueños frustrados, esa paz que logra el fuego desatado contra los invasores,
nos permite volver a fluir al cerrar la última página. Un sentimiento que no
pudimos recrear cuando terminamos El
viento arrasa o Ladrilleros, mucho
más ceñidos a cierto pesimismo que ese existencialismo shopenhauriano de Borges
obligaba. Queda como hipótesis plausible de consecuencias interesantes sobre el
hecho político de su literatura, determinar hasta qué punto No es un río constituye una mutación, un
salto de calidad en la filosofía de Selva Almada y de su generación. Sentimos
que se cuela aquí por primera vez una voluntad optimista de lucha y ruptura
contra el destino cíclico de sus obras anteriores, aunque no necesariamente un
corrimiento de su estilo, que no hace más que seguir consolidándose.
Algo más todavía. Borges y su generación -pienso también en
Marechal- dotaron de universalidad a la pintura de su aldea –Palermo y el
Maldonado- por la vía de bajar a esa locación las grandes tragedias y comedias
del Olimpo cultural de Occidente. Selva Almada no. Selva Almada hace
universales sus historias por la fuerza de las emociones que transmite y el
poder de su prosa. El movimiento es distinto, desde el corazón de su aldea
llega al Olimpo.
Se quedan cortos los críticos de solapa con Selva Almada. La
universalidad de su literatura está marcada por su increíble capacidad para
indagar en la realidad humana que navega bajo las aguas turbias de la
percepción superficial. Como en la novela de Varela, hay una invitación a
preguntarse por las muertes que enturbian las aguas, el origen y explicación de
tantos cadáveres y fantasmas. Su universalidad se ancla con furia en una
honestidad brutal para desnudar su aldea como pocas pudieron. Lo mismo que Rulfo,
sí, y que supongo cualquier habitante del centro y norte de México podrá
reconocer con mayor fuerza, como nosotres supimos identificar en cada
“cursiento” o “pichí” que nos llevó sin más artilugios de nuevo, a nuestra
propia infancia cercana al Paraná, al Uruguay o a cualquiera de sus afluentes.
No es cualquier río, es nuestro
río. Aunque vale para reconocer en el espejo de sus aguas, en la piel de
sus habitantes humanes y no humanes, el río universal de todas las sociedades
patriarcales que existen y han existido.
Contundente literatura y terrible metáfora de un país en el
que siguen apareciendo cuerpos desaparecidos en los ríos, ya sean el Chubut, un
cangrejal en Bahía Blanca o el Paraná, sus islas devastadas por incendios
intencionados de la patria sojera y ganadera, por los dueños de la muerte que
nos invaden la poesía, la corrompen y mutilan. Otro hito en la literatura
nacional que aporta una de sus mejores escritoras, no una Selva Almada más para comerciar entre les sectores de alto
poder adquisitivo que pueden pagar mil pesos un libro de 120 páginas en España,
sino nuestra Selva Almada, que hace
rato se ha ganado el derecho a ser considerada ella misma una influencia para
seguir, sin necesidad alguna de ser validada por la tradición o el cánon.
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