Sobre el verdadero lugar de las mujeres en los orígenes de la
especie humana
Es muy común que cuando se enseña la historia
de la humanidad en los tres millones y medio de años que duró el Paleolítico,
se explique en los manuales del secundario, que existía una división sexual del trabajo que
permitía organizar la vida social y económica de las tribus y clanes. Según
esta fórmula tan repetida, mientras los varones se dedicaban a tareas
arriesgadas como la caza, las mujeres se quedaban con tareas de menor
requerimiento de valentía y destreza como la de cuidar a niños/as y ancianos/as
o juntar frutos y vegetales maduros del suelo.
Esta visión no es real, es producto de una
serie de prejuicios típicos de las sociedades patriarcales y machistas nacidas
en los últimos 5 mil años producto del nacimiento de la explotación de clases
sociales ricas sobre poblaciones oprimidas, ya sea en economías
agrícolo-pastoriles o industrializadas.
Su objetivo es el de justificar la opresión
que sufren las mujeres en nuestra sociedad con un argumento “natural”: ya que “siempre”
habrían ocupado un lugar secundario en la sociedad, casi como si estuviera
determinado en nuestros genes.
Las personas más conscientes de este daño
combaten esa idea recurriendo a los registros arqueológicos que muestran la
existencia, desde el mismo Paleolítico, de un extendido pensamiento religioso
donde se adoraban diosas femeninas relacionadas con la maternidad y por lo
tanto con la creación de vida, lo que valía para convertirlas en proveedoras de
todo tipo de alimentos, las “diosas madre”.
Si bien este argumento es correcto, y permite
demostrar que las mujeres ocupaban un rol protagónico en la vida humana desde
sus orígenes, termina contribuyendo a fundamentar otra imagen “natural” e
incompleta del rol de la mujer en nuestro pasado como especie, ese rol que la
encadena a su útero, a su capacidad única para engendrar nuevos seres. Así,
pasamos de la mujer pasiva que junta manzanas mientras el macho caza, a la idea
de que las mujeres tienen una importancia fundamental, pero siempre que sean
madres.
Este artículo intenta contribuir en tan
necesaria batalla llamando la atención sobre otro rol que las mujeres han
ocupado en los orígenes, el de cazadoras y guerreras.
Para entender la mitología
El gran problema de conocer cómo vivíamos los
seres humanos hace tres millones de años está en la dificultad para entender
las pruebas que nos quedaron de esas épocas. Lo único que sobrevivió fueron las
cosas que fabricamos de materiales que existieran el tiempo enterradas bajo
varios metros de profundidad o en cuevas. ¿Cómo interpretamos herramientas y
armas de madera petrificada, hueso o piedra? ¿Para qué servían, cómo se usaban?
Cuando arqueólogos e historiadores forjaron la
idea de una división sexual del trabajo, lo hicieron trasladando sus propias
concepciones sobre el rol de la mujer en la sociedad del siglo XIX (dependiente,
secundario, atado al hogar, pasivo, etc.) a un pasado tan remoto que sólo
podían imaginarlo.
Las concepciones sobre la importancia de
rituales mágicos donde se adoraban “diosas madres”, al menos tiene la virtud de
estar basada en estatuillas de madera o hueso con formas de mujeres de vientres
anchos y grandes pechos, que podrían interpretarse en un sentido de fertilidad,
abundancia, embarazo. Pero nada dice que la única relevancia que nuestros
remotos antepasados dieron a las mujeres haya pasado pura y exclusivamente por
el hecho de que fuesen madres y dadoras de vida.
Hay otro registro que puede ser utilizado para
intentar fundamentar una idea de cómo era el rol femenino en el pasado, el
estudio de las religiones antiguas. Si bien se presta a la interpretación y la
subjetividad, es posible “leer” en las religiones la síntesis de una serie de
ideas contenidas en ellas que nos iluminen sobre los seres que las inventaron.
Para lograrlo en primer lugar hay que seguir
la genial idea de Karl Marx de que “no fueron los dioses los quienes crearon a
los seres humanos sino los seres humanos los que inventaron a los dioses a su imagen y semejanza”.
Y es que cada sociedad humana, desde que
comienza a pensar cómo funciona el mundo que la rodea, imagina causas,
explicaciones. Y por lo tanto, la idea de que existen seres mágicos, fuerzas
invisibles y poderosas que ordenan el mundo real, es la que está en la base de
todas las mitologías, desde las del paleolítico hasta las de los superhéroes
del mundo actual.
En un primer momento creíamos que se trataba de
la energía que habitaba en todas las cosas que nos rodeaban, una especie de
espíritu mágico que daba sentido al mundo. En los primeros cientos de miles de
años, nuestra especie sobrevivía de una manera brutal y cruel, el ambiente que
nos rodeaba era terriblemente hostil. Ni siquiera cazábamos, nos limitábamos a
juntar frutas, raíces, plantas del suelo y a robarnos las sobras de lo que
otros animales cazaban. Cualquier inundación o incendio natural terminaba en
horas con buena parte de la tribu. Admirábamos el poder del viento y la lluvia,
del trueno y el relámpago y de los animales más feroces, los depredadores.
Intentábamos que ese poder se nos pegase y por
eso los primeros rituales religiosos de nuestra especie se reducían a imitar a
las fuerzas naturales con la ilusión de que su fuerza se transmitiera a
nuestros cuerpos.
Es por eso que aún en los dioses inventados
millones de años después, como Zeus u Odín, se mantuvieran símbolos de poder
como el rayo o el trueno, propios de ideas muy anteriores.
Antes de descubrir la forma de producir
nuestra propia comida con la Agricultura y la Ganadería (la Revolución
Productiva más importante de nuestra historia hasta la Revolución Industrial),
cosa que pasó más o menos hace 10 mil años, en algún momento aprendimos a
conseguir nuestras fuentes de carne animal sin depender de las sobras de los
demás y nos hicimos cazadores/as. La caza no es una tarea fácil, sobre todo si
sólo tenemos una tecnología basada en el uso de cuerdas, palos y piedras. En
realidad el arma más importante de los primeros cazadores/as fue siempre el trabajo
colectivo. Cualquier mamífero obligado a defenderse, no importa su tamaño o
inteligencia, se transformaba en una amenaza mortal para quienes lo
perseguíamos. En épocas donde éramos grupos muy pequeños y donde cada individuo
era un aporte imprescindible para la sobrevivencia de la comunidad, la muerte
de los cazadores y cazadoras era un lujo a evitar.
Por eso la comunidad intentaba apelar a la fuerza
o espíritu de los animales que tenían mejores dotes para la caza para
contagiarse y tener éxito en la tarea.
En esas épocas comenzamos a adorar dioses y
diosas con forma de predadores, cada comunidad según su ambiente: los grandes
felinos (tigres, leones, pumas), las aves rapaces (águilas, halcones, búhos), los
grandes cazadores en manada como los lobos, o solitarios como los osos; incluso
reptiles e insectos como las arañas y serpientes venenosas o los cocodrilos.
Sus pieles, plumas y escamas, sus picos, garras o patas, sus forma imitadas en
madera, barro o piedra tallada se transformaron en objetos mágicos, amuletos o
tótems que terminaron diferenciando a cada tribu del resto. Millones de
apellidos en el mundo hoy día siguen mostrando este origen profundo.
Muchos de los dioses y diosas venerados por
las sociedades patriarcales y agrícolas de todo el mundo, aunque ya no
dependiesen más de la caza, siguieron manteniendo una identificación con ese
pasado y no faltan ejemplos de las divinidades zoo-antropo-mórficas de Egipto,
Persia o la India para demostrarlo.
En conclusión, podríamos decir sin ningún
temor que cuando se reconoce una divinidad que porta atributos propios del
mundo natural o de animales predadores, se está leyendo a una comunidad humana
que nos explica a su modo de dónde vienen y a qué se dedicaban millones de años
atrás.
Los pueblos indoeuropeos
Hay un particular grupo humano que dejó una
marca importante en la cultura de muchas sociedades actuales aunque,
contradictoriamente, son muy difíciles de reconocer. En primer lugar porque los
que fuimos educados en el mundo occidental, descendientes de las potencias
coloniales europeas, sólo los conocemos a través de la deformación de la mirada
del imperialismo romano, que llamaron a todos los pueblos de pastores y
cazadores que habitaban las estepas eslavas, las llanuras actualmente alemanas
y francesas y las montañas y fiordos del norte con un nombre genérico griego, keltoi,
que en castellano se traduce como celta
y al que los romanos también denominaban galos. De ahí viene el curioso hecho
histórico de que muchas poblaciones tan distantes entre sí como el Cáucaso, las
Islas Británicas o el noroeste de España tengan lugares con nombres similares:
Galitzia, Gales y Galicia.
Las culturas de Oriente tienen mucho más
presente la influencia de estos pueblos porque tanto en el Imperio Chino, como
en los diferentes “principados” hindúes y sobre todo entre los persas, su
impacto fue más evidente. Mientras para los romanos se trataba de pueblos
ordinarios y salvajes que no merecían otro trato que el de la anexión, el
asesinato en masa o la explotación, para la Mesopotamia los valles fértiles del Indo y el Ganges se
trató de pueblos que ocuparon y conquistaron esos territorios durante la
cantidad de tiempo necesaria para imponerles sus rasgos culturales. Los
descendientes de los “celtas” que lograron vencer al imperio romano en el siglo
V d.C. ya lo hicieron después de siglos de “romanización” por lo que mucho de
su cultura original se perdió.
La Historia y la Arqueología -tan faltas de
poesía a pesar de ser ciencias tan apasionantes-, les dieron un nombre también
genérico y sin alma: pueblos indoeuropeos.
Estos pueblos se habrían asentado en las llanuras, montañas y estepas asiáticas
entre los territorios que conocemos como la estepa rusa y el sur de Ucrania
entre el 100 mil y 90 mil años atrás aproximadamente.
Los cambios climáticos y tecnológicos que se
dieron entre el 1200 y el 1000 a.C. los llevaron a buscar nuevos ambientes
donde desarrollarse y allí comenzó su peregrinación hacia el Este, luchando
contra las poblaciones sedentarias del río amarillo, al sur, penetrando en
bosques y selvas de la península hindú y hacia occidente, llegando a dominar la
Mesopotamia a partir de los medos y persas, o habitando progresivamente la península
helénica, adoptando nombres como dorios, jonios o aqueos, quienes iban a ser, en
última instancia, los creadores de la cultura más importante para Europa.
En el resto de Europa siguieron viviendo de
formas muy parecidas a su terruño natal, entre clanes y tribus basadas en relaciones
de parentesco, compartiendo una propiedad colectiva de los medios de
subsistencia dedicándose a la
agricultura en pequeña escala, el pastoreo de mamíferos productores de lácteos
y abrigo y a la caza mayor.
Así vivieron durante miles de años antes de la
migración del siglo XIII. Y se supone que su enorme capacidad para el combate (al
que aportaron dos novedades que les dieron ventaja en su migración sobre todo
el resto, el combate a caballo y el uso del hierro en sus armas), devino de
miles de años perfeccionándose para cazar animales feroces y de la permanente
necesidad de enfrentarse con otros grupos humanos en disputa por el mismo
territorio. Miles de años de nomadismo y caza los prepararon para matar más
eficientemente que a civilizaciones muy poderosas y desarrolladas que durante
ese tiempo se dedicaron las artes menos bélicas propias del sedentarismo: astronomía,
geometría, contabilidad, ingeniería, escritura, comercio, alfarería, etc.
Estos pueblos veneraron una serie de
divinidades que muestran la supervivencia de cultos ancestrales. Y la gran
novedad, es que la gran mayoría, son divinidades femeninas relacionadas con
armas de combate y caza y con animales totémicos relacionados con la fuerza, la
destreza, el coraje y la inteligancia necesarios para cazar.
Las diosas cazadoras
En una imagen anónima del siglo XVIII (d.C.) se puede ver la
representación de la diosa hindú Durga (que
en sánscrito significa “la invencible”), cabalgando un hermoso tigre de bengala
y en cada uno de sus ocho brazos portando, un cetro de poder, una campana y
diversas armas, las más antiguas que se hayan usado para la caza y la guerra como el escudo, la lanza y el arco y flecha y algunas propias del combate cuerpo a cuerpo, como dagas y una cimitarra árabe.
Entre los antiguos armenios y los persas se
adoraba a una diosa relacionada con el agua, la fertilidad, la sexualidad y la
guerra, llamada Aredvi Sura Anahita,
que los zoroastristas identificaron con el planeta que los romanos llamaron
Venus y que podría ser tranquilamente uno de los orígenes de las más conocidas
Afrodita y Venus. Los griegos que combatieron al imperio Persa la conocían como
la Artemisa Persa. En las diferentes imágenes que se pueden consultar siempre
aparece rodeada de leones que bien pueden ser leonas, uno de los felinos más
emblemáticos de la caza y la guerra en miles de culturas humanas de todos los
tiempos.
También identificada con el león estaba la
diosa hurrita, de la región de Kish, en la península anatólica, Hebat, divinidad de la fertilidad y
compañera del dios de la guerra.
Cruzando el charco, los griegos -también
provenientes del tronco común de hititas, hurritas, hindúes y persas- hicieron
famosa a una diosa de la caza, la fertilidad y la sexualidad, Artemisa, a quien los romanos
adoptarían por su prestigio e importancia con el nombre de Diana, y que es representada desde hace milenios con un arco y flecha
y rodeada de un ciervo (presa habitual de los cazadores de los bosques húmedos
europeos) y un ciprés (que además de ser uno de los mejores árboles para
construir casas demuestra el vestigio de una creencia animista).
En Arcadia (región del Peloponeso) su rey
mitológico fundador, Licaón, tuvo como hija a Calisto, quien después de la conquista de los griegos del norte
pasó a integrar el séquito de ayudantes de Artemisa (como todo sincretismo,
nunca se sabe si es producto de un invasor tolerante con los cultos locales, el
producto de una alianza entre las clases dominantes invasoras y as que se
dejaron invadir o la tenaz lucha de un pueblo sometido por sostener sus
creencias). Seguramente era una diosa ligada a la caza, no sólo por su
identificación con Artemisa sino porque en su propia mitología era madre de
Arcas, el cazador. Cuenta la leyenda que Artemisa, enojada por su maternidad,
la convirtió en una Osa, (otro animal totémico ligado a la caza propia de
bosques húmedos, la pesca, el coraje y la protección de la familia) con tan
mala suerte que su hijo casi la mata y que, Zeus, para protegerla, decidió
enviarla al cielo, dando a luz a la constelación de la Osa Mayor, que bien
llamada debería ser de Calisto.
Finalmente, y ya que estamos entre osas, en
los bosques al norte de los Alpes, desde la actual Suiza hasta las Islas
Británicas, pasando por la antigua Germania y Franconia, reinaba una diosa
cazadora muy particular, identificada también con el arco y la flecha, que
solía montar a caballo mientras cazaba, cuyo animal totémico era la Osa y que
la mitología escocesa, galesa e irlandesa reconoce con el nombre de Artio. De tanta importancia que se
sospecha una relación entre la diosa y el nombre del Rey mitológico más
importante de esos lugares, el galés Arturo, sí, el de los Caballeros de la
Mesa Redonda.
(Como nota al margen, nótese que en la mitología
moderna desarrollada por Disney en sus películas animadas de los últimos 20
años, coinciden dos símbolos femeninos que luchan a caballo y utilizando arco y
flecha, de dos culturas que podrían tener un tronco indoeuropeo común: la china
Mulán, de 1998 y la escocesa Mérida de Valiente de 2013).
Para no abrumar (y porque ellas requieren un capítulo aparte) sólo
mencionemos al pasar a las diosas más importantes de las civilizaciones más
antiguas del mundo de las que se tienen registros, las de los pueblos de la
Mesopotamia y Egipto, que parieron diosas del amor, el sexo, la guerra y la
fertilidad como Isis, Ishtar, Innana y Astarté. En la
imagen más antigua que se tenga de la diosa sumeria Inanna, probablemente de
1800 años a.C. se la muestra con alas y garras de algún ave de cazadora,
probablemente la lechuza, ya que dos ejemplares la acompañan a ambos lados
mientras que a sus pies reposan un león y una leona en clara actitud
desafiante. Identificadas en épocas agrícolas con las estrellas (Sirio) y
planetas (Venus) usados, como la Luna, antes de descubrir el calendario solar,
para marcar el tiempo de la siembra y la cosecha, su influencia en las
religiones de toda la región euroasiática es tan importante que hay que ser un
erudito para distinguir los matices entre tanto sincretismo.
El rol histórico de las mujeres
Evidentemente, para este grupo de seres
humanos durante los miles de años que se dedicaron a recorrer la geografía de
Asia y Europa, obligados por necesidad a perfeccionar los métodos y las armas
para cazar, luchar contra otros pueblos o defenderse, las mujeres tuvieron un
protagonismo que en algún momento los llevó a creer que una diosa, una mujer
invisible y todopoderosa, probablemente alguna de las ancestras fundadoras de
alguna de las familias más prestigiosas del remotísimo pasado, les conseguirían
mejores resultados en esas tareas que ninguno de los varones míticos que
conocían.
Y es que, si uno o una se saca el velo del
patriarcado de los ojos por un momento, y hace la misma reflexión que los
arqueólogos e historiadores del siglo XIX, le puede parecer mucho más lógico
que los primeros seres humanos, en tan disminuidas condiciones, a la hora de
salir a jugarse la vida para conseguir carne, en lugar de fijarse en los
genitales de los miembros de la horda, el clan o la tribu, meditaran sobre su
fuerza, agilidad, coraje e inteligencia.
Y conociendo el verdadero papel heroico que
juegan las mujeres de las clases explotadas y oprimidas en la historia humana,
defendiendo sus condiciones de vida y las de su familia al punto de hacer los
sacrificios más inimaginables, no sería nada raro suponer que fuesen elegidas
las mujeres jóvenes para ir a cazar.
Pero mucho cuidado con creer que esta larga excursión
por la historia humana termina defendiendo que las mujeres habrán tenido un lugar equivalente al de los varones en la
organización social paleolítica o que este coraje, inteligencia y fuerza son
propios del todas las mujeres por simple constitución genética.
En el primer caso la igualdad no era un tema
de género en el origen de los tiempos, sino del conjunto de la comunidad, ya
que la desigualdad se inventó recién con la propiedad privada, las clases
sociales y el Estado -como dijimos-, hace 5 mil años nada más.
En el segundo caso, hasta que no se descubra una correlación genética superior entre testículos u ovarios y coraje, queda claro que esas
virtudes sólo surgen ante la extrema necesidad, y así como millones de mujeres
trabajadoras pueden caer como víctimas del sistema social en la más profunda
depresión y muchas mujeres de la burguesía o la aristocracia pudieron haber
dado muestras de arrojo y valor en circunstancias específicas y concretas de
sus historias personales, la historia demuestra que es más fácil encontrar
estas virtudes entre las mujeres de clases oprimidas que al revés, simplemente
porque son ellas quienes tienen en su vida de todos los días las mayores
presiones y necesidades a la hora de sobrevivir.
Así como uno sueña con un futuro donde la
humanidad sea capaz de garantizar las mejores condiciones materiales de vida
para el conjunto de la población, aprovechando al máximo los conocimientos de
la revolución industrial, también pretendemos que sean repartidos en forma
igual y sin distinciones de ningún tipo para todos y todas, retomando la mejor
tradición de la igualdad real que nos caracterizó como especie durante tres
millones y medio de años antes de descubrir la Agricultura.
Esperemos que en ese momento recuperemos para
todos y todas, ese profundo, atávico valor,
inteligencia, fuerza y coraje que las mujeres de nuestra especie han sabido darnos
en los peores momentos de nuestra Historia.