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domingo, 13 de diciembre de 2020

Entretiempos - Sur - El puñal y el beso

 




SUR

 

 

 

 

 

 

El puñal

y el beso

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Se encontraron como habían quedado, entre el mástil y la reja anterior al Pasteur, justo en el semáforo de Campichuelo. Mientras ataba la bici, la escritora llegó camuflada en ropas de running, como ella.

Al fin se conocían de cuerpas presentes. Evitaron los elogios, por pudor y debido a las circunstancias, pero las dos se relojearon las curvas y volúmenes a la vista, libidos ya liberadas de la estrechez focal de las pantallas.

Imitaban los movimientos de elongación previa permitidos por las autoridades para dos corredoras y así proteger sus verdaderas intenciones de la ronda de flashes azules que “cuidaba a la comunidad” en rondines de media hora o cuarenta minutos.

Torpes, intentaron una charla nimia para romper el hielo, en la que la escritora terminó de explicarse y explicarles la necesidad imprescindible de la acción en la que se habían complotado. Romper las leyes del statu quo, siempre y en cualquier nivel, es una acción que necesita de justificarse a sí misma una y otra vez. Aquí estaban, dos herederas conscientes de aquéllas clases y géneros olvidados por la Historia. Se daban ánimos también. Quebrar la cuarentena oficial y penetrar el Parque cerrado al acceso público durante tres lunas –por primera vez en sus ciento diez años redondos de historia- para quebrar un ciclo continuo de trescientos años desde la primera vez que un ser humano decidió fijar la vida en un espacio que había sido atravesado históricamente, hacer de un no-lugar un lugar fijo. Pretensión propia de civilizadores, de apropiadores, de propietarios y conquistadores de bienes, de seres y especies, por definición, inconquistables.

Asumían algo de esta trascendencia, algo así también se dijeron, se confirmaron.

La luna nueva del 25 de junio se posaba sin ser vista justo encima del centro del Parque cuando uno de los linyeras que viven todavía en algún ranchito semioculto detrás de las casetas de libros les abrió el candado de la reja.

Y pasaron.

Una, convencida por sus deducciones matemáticas y filosóficas aplicadas con esmero y perseverancia a la observación minuciosa de fragmentos casi imperceptibles de la realidad histórica. La otra, llevada por una certeza difusa que no terminaba de asimilarse a las pruebas y racionalizaciones, de que toda su vida la empujaba en oleadas de océanos míticos hasta la orilla de este momento.

El mutuo acuerdo las llevaba a buscar la prueba.

Ella señaló el lugar exacto donde había perdido la vida el cuerpo de su padre biológico, casi en línea recta de la esquina donde supo regentear el café, restaurant, pizzería y confitería en que mutó la vieja casona de su abuelo, su bisabuelo, que lo fuera antes rancho y tapera del viejo sereno de la quinta de los Piñero, antes también, y primero que nada, Posta de Gauna.

Si ella tenía razón en sus elucubraciones, después de cavar bajo las capas de las distintas transformaciones acumuladas por el terreno, un objeto concreto, palpable, una prueba, vendría a dar cuenta al fin de un delirio ficcional construido por la imaginación poderosa de una escritora que se había enloquecido con la acumulación de lecturas y películas de cuarentena, o bien las dos se verían obligadas a fundamentar con pruebas palpables una nueva fe.

Cavaron en silencio, protegidas por las maternales sombras negras de antiguos pinos y milenarias tipas. Ninguna podría decir con precisión de metrónomo la cantidad de centímetros y minutos que transcurrieron. En sus mentes, el tiempo se suspendía y ensanchaba, plástico, en millones de imágenes que reconocían y que supieron olvidar.

Ella lo tocó, al fin. Sintió el corte y llegó a percibir la tibieza de la gota de sangre, microscópica, brotando nueva en medio de la piel y el barro.

Juntas lo removieron. Imposible mentir si alguna vez leemos que sintieron un nudo de raíces muy viejas resistirse y el epicentro de océanos de energía acumulados centenariamente, al fin, liberarse.

Se miraron a través de las lágrimas de sus improvisadas lentes nuevas. El rímel aguantó lo suficiente, el impulso las unió en un abrazo, el calor de sus cuerpas las fundió en un bullir de hormonas palpitándose, amándose ya mismo antes de llegar a su departamento para pelar las capas de ropa y piel que las desnudaron para siempre una de otra. Ya se amaban antes de ese beso, húmedo, como ellas.

¿Contará la historia futura, que el nuevo ciclo de vida y muerte del universo comenzó bajo una luna nueva del centro del invierno austral, año nuevo guaraní, mapuche, tewelche, año nuevo inti raymi milenario, en un beso tierno y sexual de dos mujeres distintas pero iguales, dispuestas a dar sus vidas para revolucionarlo todo?

¿O pasará como un sueño más, que preferimos olvidar para retomar la rutina seria de nuestras vidas y seguir sosteniendo con total responsabilidad fingida el sentido que los gendarmes del orden y el progreso dictan a las buenas costumbres?

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