SUR
El puñal
y el beso
Se encontraron como habían quedado, entre el mástil y la
reja anterior al Pasteur, justo en el semáforo de Campichuelo. Mientras ataba
la bici, la escritora llegó camuflada en ropas de running, como ella.
Al fin se conocían de cuerpas presentes. Evitaron los
elogios, por pudor y debido a las circunstancias, pero las dos se relojearon
las curvas y volúmenes a la vista, libidos ya liberadas de la estrechez focal
de las pantallas.
Imitaban los movimientos de elongación previa permitidos por
las autoridades para dos corredoras y así proteger sus verdaderas intenciones
de la ronda de flashes azules que “cuidaba a la comunidad” en rondines de media
hora o cuarenta minutos.
Torpes, intentaron una charla nimia para romper el hielo, en
la que la escritora terminó de explicarse y explicarles la necesidad
imprescindible de la acción en la que se habían complotado. Romper las leyes
del statu quo, siempre y en cualquier nivel, es una acción que necesita de
justificarse a sí misma una y otra vez. Aquí estaban, dos herederas conscientes
de aquéllas clases y géneros olvidados por la Historia. Se daban ánimos
también. Quebrar la cuarentena oficial y penetrar el Parque cerrado al acceso
público durante tres lunas –por primera vez en sus ciento diez años redondos de
historia- para quebrar un ciclo continuo de trescientos años desde la primera vez
que un ser humano decidió fijar la vida en un espacio que había sido atravesado
históricamente, hacer de un no-lugar un lugar fijo. Pretensión propia de
civilizadores, de apropiadores, de propietarios y conquistadores de bienes, de
seres y especies, por definición, inconquistables.
Asumían algo de esta trascendencia, algo así también se
dijeron, se confirmaron.
La luna nueva del 25 de junio se posaba sin ser vista justo
encima del centro del Parque cuando uno de los linyeras que viven todavía en
algún ranchito semioculto detrás de las casetas de libros les abrió el candado
de la reja.
Y pasaron.
Una, convencida por sus deducciones matemáticas y
filosóficas aplicadas con esmero y perseverancia a la observación minuciosa de
fragmentos casi imperceptibles de la realidad histórica. La otra, llevada por
una certeza difusa que no terminaba de asimilarse a las pruebas y
racionalizaciones, de que toda su vida la empujaba en oleadas de océanos
míticos hasta la orilla de este momento.
El mutuo acuerdo las llevaba a buscar la prueba.
Ella señaló el lugar exacto donde había perdido la vida el
cuerpo de su padre biológico, casi en línea recta de la esquina donde supo
regentear el café, restaurant, pizzería y confitería en que mutó la vieja
casona de su abuelo, su bisabuelo, que lo fuera antes rancho y tapera del viejo
sereno de la quinta de los Piñero, antes también, y primero que nada, Posta de
Gauna.
Si ella tenía razón en sus elucubraciones, después de cavar
bajo las capas de las distintas transformaciones acumuladas por el terreno, un
objeto concreto, palpable, una prueba, vendría a dar cuenta al fin de un
delirio ficcional construido por la imaginación poderosa de una escritora que
se había enloquecido con la acumulación de lecturas y películas de cuarentena,
o bien las dos se verían obligadas a fundamentar con pruebas palpables una
nueva fe.
Cavaron en silencio, protegidas por las maternales sombras
negras de antiguos pinos y milenarias tipas. Ninguna podría decir con precisión
de metrónomo la cantidad de centímetros y minutos que transcurrieron. En sus
mentes, el tiempo se suspendía y ensanchaba, plástico, en millones de imágenes
que reconocían y que supieron olvidar.
Ella lo tocó, al fin. Sintió el corte y llegó a percibir la
tibieza de la gota de sangre, microscópica, brotando nueva en medio de la piel
y el barro.
Juntas lo removieron. Imposible mentir si alguna vez leemos
que sintieron un nudo de raíces muy viejas resistirse y el epicentro de océanos
de energía acumulados centenariamente, al fin, liberarse.
Se miraron a través de las lágrimas de sus improvisadas
lentes nuevas. El rímel aguantó lo suficiente, el impulso las unió en un
abrazo, el calor de sus cuerpas las fundió en un bullir de hormonas
palpitándose, amándose ya mismo antes de llegar a su departamento para pelar las
capas de ropa y piel que las desnudaron para siempre una de otra. Ya se amaban
antes de ese beso, húmedo, como ellas.
¿Contará la historia futura, que el nuevo ciclo de vida y
muerte del universo comenzó bajo una luna nueva del centro del invierno
austral, año nuevo guaraní, mapuche, tewelche, año nuevo inti raymi milenario,
en un beso tierno y sexual de dos mujeres distintas pero iguales, dispuestas a
dar sus vidas para revolucionarlo todo?
¿O pasará como un sueño más, que preferimos olvidar para
retomar la rutina seria de nuestras vidas y seguir sosteniendo con total
responsabilidad fingida el sentido que los gendarmes del orden y el progreso
dictan a las buenas costumbres?
No hay comentarios:
Publicar un comentario