Reseña de Cáncer de máquina, documental de Alejandro Cohen Arazi y José Binetti, Biafra Films, 90 min., 2015. Durante mayo 13.40 hs. y 20 hs. en el Cine Gaumont.
Siempre que una
obra de arte me emociona tanto como Cáncer
de máquina me agarran unas ganas locas de contársela a todo el mundo,
literalmente, y decirle que vaya a verla al Gaumont, que vale la pena hacer
como hice yo, choriarle dos horas, sólo dos horas, al laburo, la militancia,
las cosas de la vida separar 8 pesos miserables y pagar la entrada (a las 20hs
o a las 13hs).
Mi primer
arranque es contarle lo que he visto y sentido con máximo detalle, sentarme
frente a la compu y buscar con todo esfuerzo los adjetivos adecuados, la
gramática precisa que logre transmitir con perfección cada sentimiento abierto,
cada idea promovida en mí por los directores. Por lo general choco
automáticamente con la imposibilidad del lenguaje, mis severas limitaciones
técnicas, producto de la falta de tiempo para cultivarlas, y una insoportable
verborragia que reconozco casi imposible de comprimir en los espacios y
caracteres justos para que no sea un bodoque insoportable de leer.
Con las pelis y
el teatro el terror es convertirme en uno de esos abominables seres que te
cuentan el final, que te anticipan la trama al punto de cagarte el incomparable
y fundamental asombro necesario para que algo te maraville. Ahora incluso se le
ha puesto nombre a la insultante actividad de deschavar las tramas: spoiler.
¿Cómo hacer para
recomendarle ver esta peli sin relatarle lo que pasa en la peli? Sobre todo
porque los propios directores, los más interesados en promover y difundir la
visita al cine, han decidido no decir casi nada de la peli, han decidido que la
promoción de la peli se haga manteniendo casi un insoportable e incómodo
misterio hermético sobre lo que se va a ver.
El problema en
este caso me lo ha resuelto uno de los chamanes que más me sorprenden y enseñan
en este raro camino del conocimiento del arte. Eduardo Martín, “el Massi” -de
Chas y Saavedra- resumió en un estado de feisbuk que la premier de Cáncer de máquina, en la que estuvimos
el mismo día jueves 19 de mayo, le provocó “éxtasis visual y conceptual”.
Así que
tomaremos por allí, trataremos de describir algo de ese éxtasis visual y
conceptual.
¿Qué es el realismo?
En las primeras
tres o cuatro décadas del siglo XX los artistas de todas las especialidades se
trenzaron en un flor de debate sobre el realismo, sobre de qué forma estética
se podía transmitir de mejor forma la verdad de la realidad que nos rodea.
Porque durante
todo el siglo XIX genios como Balzac o Dickens escribían frescos monumentales
que pintaban casi con exactitud las formas de ser, las características de las
relaciones humanas y en particular de ciertos sectores de la población.
A fines del
siglo, Oscar Wilde cuestionó un realismo basado únicamente en descripciones
realistas de lo que pasaba, y empezó a plantear situaciones fantásticas en una
perfecta realidad para mostrar que había debajo de las cosas que se podían ver
y describir, sentimientos y filosofías individuales y colectivas ocultas bajo
la alfombra social que explicaban a los seres humanos mucho más verídicamente
que lo que ellos mismos querían reconocer.
Aquellos que se
limitaban a contar lo que veían, aunque con maestría de artesano, se los llamó
costumbristas o incluso naturalistas, porque no pasaban de descripciones de la
realidad visible, de las costumbres conocidas o que pintaban la realidad como
los investigadores de la naturaleza, donde los seres humanos son analizados
como a cualquier especie natural dentro del ambiente.
No es sólo un
problema estético-político, ya que muchos de los escritores que pretendían
gritar a todo pulmón los crímenes que el capitalismo generaba en las clases
sociales explotadas y oprimidas caían en el recurso naturalista o costumbrista
y anarquistas irreconciliables o comunistas de primera hora escribían como
Émile Zolá o el conde Tolstoi para denunciar la realidad social.
Después del
encumbramiento de Bogdánov y el Proletkult como comisarios políticos de la
estética del Estado Soviético, bajo la fórmula burocrática del realismo socialista generaciones enteras
de artistas se debatieron en torno a este eje. Para la burocracia obrera de
Stalin y sus sucesores el arte revolucionario debía sostener las técnicas
formales de la descripción costumbrista y naturalista pero “con un argumento
moral socialista”, con “salida”.
El resto, el
abstractismo, el esteticismo, el surrealismo, la exploración formal-estética
eran condenadas a la hoguera inquisitorial con la fuerza del aparato industrial
más importante para un artista de izquierda. O sea, no te publicaban o te
hacían mierda millones de críticos.
Uno de los
artistas más grandes de la izquierda, Bertolt Brecht, a fuer de entregar su
tiempo y su esfuerzo a la construcción del Estado Obrero –deformado- de la
Alemania Federal, decidió poner bajo la alfombra y autocensurar su posición en
ese debate, la que yo considero más acertada. Antes de que coagule el cánon
zhdanovista en la segunda mitad de los treinta, Brecht se opuso al filósofo
revolucionario húngaro Geörgy Lukacs, quien defendía el corpus formal del
realismo del siglo XIX como quintaescencia del arte revolucionario, sobre todo
en la novela.
Brecht escribió
muchos apuntes y cartas sobre el realismo que no hizo conocidas para imponerse
una disciplina marcial y verticalista ante la posición que se imponía
mayoritariamente. En esas notas, que hoy podemos leer porque fueron publicadas
póstumamente, Brecht defendía que el verdadero realismo es aquel que desnuda la
verdad del funcionamiento de la sociedad: el capital explota el trabajo humano
y toda la sociedad es una construcción humana hecha para encubrir esta verdad a
los ojos ingenuos de sus habitantes.
El artista revolucionario
tenía un solo objetivo: que su arte desnudara esa verdad no evidente. Para ello
lo llamaba a abandonar el refugio de la “inspiración inconsciente” y abocarse
al estudio científico de esa realidad, saber lo que pasaba, por qué pasaba, a
quiénes les pasaba. Brecht llama a los artistas, como al resto de los mortales,
a estudiar marxismo, a conocer el funcionamiento de la realidad. Algo más,los
llamaba a organizarse y luchar contra el Estado para posibilitar la dictadura
del proletariado y la construcción de una sociedad sin explotación, porque esa
es la única forma verdadera de conocer cómo funciona la realidad: ciencia
práctica, estudio y lucha.
Luego, cada
artista individual y colectivamente debía buscar la forma, la técnica, para
transmitir esa realidad. Si el artista es bueno, decía Brecht, importaba un
comino sobre qué tema hablase o con qué técnica formal tejiese la trama de su
obra, el mandato es contar la verdad oculta por el Capital a los ojos de sus
explotados, la forma en que lo hiciere era de libre elección.
Esta posición,
imposible de sostener en la URSS y todos los países cuyos Estados respondían al
estalinismo, se colaba en las grietas de los artistas y críticos comunistas en
países donde la burguesía dictaba contendidos. En Estados Unidos, por ejemplo,
escritores de ciencia ficción de la envergadura de Philip Dick o realistas
comunistas como Howard Fast (el de Espartaco)
compartían un apego por el realismo costumbrista clásico muy interesante,
porque lo mezclaban con temáticas no tradicionales para provocar esa denuncia
social.
Entre los
comunistas argentinos y sudamericanos hubo una obra de un escritor norteamericano,
para nada de izquierdas, William Faulkner, que los ponía incómodos. Los
escritores yanquis que denunciaban la pobreza endémica de la crisis del 30, los
desastres de la desocupación, la miseria, la opresión contra los negros en el
Sur, etc., etc. lo adoraban como a un padre fundador. Aquí eran los oligarcas
de la cultura los que lo habían puesto en el Parnaso, el propio Borges tradujo
para Sudamericana Las Palmeras Salvajes,
a quien fuera uno de los íconos de la gran cultura de Sur y la Academia.
Héctor P.
Agosti, miembro de la dirección estalinista recalcitrante del PCA, encargado de
su línea cultural, necesitado de mantener puentes francos con la intelectualidad
liberal democrática, constructor en el ámbito de la cultura de un exitoso
entramado de Frente Popular gorila, reivindicaba a Faulkner digamos contra el
cánon cerrado del zhdanovismo estalinista europeo.
Uno de sus
acólitos, el joven escritor y delegado fabril textil comunista Andrés Rivera,
publicó una novela fabulosa para defender un frente único entre peronistas y
comunistas contra la Libertadora en 1956, El
precio, donde desplegaba un fresco impresionante sobre la explotación que
la burguesía de origen judío generaba en las fábricas y calles de Villa Lynch,
nutrida de las mismas sensaciones que provocaba, por caso, Máximo Gorki en La Madre, cánon del Realismo Socialista,
pero utilizando las dos herramientas formales más atacadas por los burócratas
del Krémlin: la prosa atacada por individualista de Faulkner y James Joyce.
La novela
destila un uso realista en el sentido
de Brecht. Doy un solo ejemplo. Hay capítulos enteros donde el escritor se mete
adentro de la cabeza y el mundo emocional del patrón de la fábrica textil donde
era explotado el propio rivera, un soliloquio desagradable que muestra los
momentos de profunda depresión del empresario, mostrando un mundo emocional
putrefacto, excecrable, producto de su íntima conciencia de haberse convertido
en explotador a partir de la traición a su clase y su etnia.
Un recurso que
Rivera defendió a capa y espada y que en las coyunturas políticas en que el
estalinismo se fue radicalizando en su faceta de opresor de las pulsiones
revolucionarias de las masas, la represión de Hungría en el 56 o de Praga en el
68, lo decidieron a seguir su camino estético-político rompiendo con el PCA y siguiendo
su camino por el lado del maoísmo y su Revolución Cultural para devenir en un
esceptisimo desmoralizado en los 80 y la actualidad.
Faulkner en Médanos
El realismo de Cáncer de Máquina, dura descripción de
la descomposición emotiva, moral y material que la explotación de los salares
de la provincia de Buenos Aires provoca entre los trabajadores y profesionales que
la sufren, no pasa por una descripción ingenua de la superficie de la vida de
estos seres alrededor de la empresa que explota la sal y sus propias vidas. Y
eso que se trata de un documental, por lo que uno debería esperar eso: fotos
superficiales encadenadas en un mensaje periodístico.
Pero la peli va
más allá de la superficie. Cohen Arazi –lo demuestra sobradamente en Córtenla, 2012- es un artista capaz de
detectar y describir la angustia de la alienación capitalista en una forma quirúrgica
y sutil. Y la encuentra en los lugares más increíbles. Cáncer de máquina está construída con el mismo método de Faulkner,
aunque quizás el director no lo sepa: el ritmo de la película es exactamente el
mismo que tiene la vida en Médanos o cualquiera de las casas donde habitan los
seres ligados a la explotación del salar.
Como cuando uno
lee cualquier descripción de los pueblos y pequeñas ciudades rurales del
profundo sur norteamericano en la posguerra de la crisis del 30. La pobreza
material se fusiona con la pobreza del mundo afectivo y la descomposición moral
de las víctimas del proceso económico, la monotonía de las vidas, el sinsentido
de seguir repitiendo costumbres delirantes para cualquiera que las mire de
lejos, de seguir repitiendo mecánicamente las costumbres establecidas a pesar
que la vida no tenga ningún sentido. La sensación del espectador es de un
terrible vacío, de una dolorosa monotonía que los directores transmiten a
partir de darle a la narración el mismo ritmo de la vida en esos pueblos y
aldeas.
Dos compañeras
con las que comentamos la peli al salir comprendieron esto cabalmente. Una de
ellas recuperó sus recuerdos más íntimos de su infancia en los años 60 en un
pueblo del interior de Santiago del Estero y la otra nos hablaba de sus
vivencias en La Paz, Entre Ríos. Y así, profundamente emocionados, junto a este
viejo habitante de la pequeña ciudad de Posadas, nos pasamos diciendo “es así,
la vida en los pueblos chicos, es así” refiriéndonos obviamente a esa sensación
increíble de tristeza y monotonía, de que el mundo es una eterna repetición de
tardes y mañanas exactamente iguales a sí mismas que hace pensar todo el tiempo
que el cambio es imposible, que hemos sufrido todos los que vivimos en familias
explotadas y auto-explotadas en aglomeraciones urbanas o rurales muy pequeñas.
Es muy difícil que
alguien no criado en este ritmo sea capaz no sólo de detectar que es quizás lo
que mejor describe la forma particular de la angustia del explotado en esos
ambientes, sino que además sea todo lo capaz de transmitírselo a gente que
nunca en su vida lo sufrió. Ese, creo, es el primer éxito de Cáncer de Máquina y se logra narrando
con el ritmo insufrible de la vida cotidiana en ciudades o pueblos que, aunque
parezca que no, están sencillamente muertos.
Manifiesto sobre la belleza
El otro “concepto
visual” que conmovió a Massi, mis compañeras y todos los que estuvimos allí,
son las recurrentes imágenes poéticas de la película. Porque los directores
supieron poner en primer plano como presentación de cada capítulo del documental,
primeros planos de situaciones de la naturaleza de los salares y sus
alrededores increíblemente maravillosas. Los insectos que viven en el salar
ellos mismos recolectando milimétricos granos de sal, las propias formas
alucinantes de ese universo blanco, cristalino, diamantesco, que modifica la
luz solar en millones de formas y colores imposibles de ver en nuestro ambiente
cotidiano de cemento, los insectos que viven de comer los cuerpos en
descomposición de las cotorras muertas en los montes aledaños al salar, los
alucinantes sapos típicos de las estepas bonaerenses que todos hemos conocido,
pero enfocados de una forma que nos aparecen como por primera vez…
Los directores
hacen dialogar con las costumbres de animales e insectos a las diferentes
vivencias de los seres humanos en su lucha cotidiana por conseguir dinero en el
salar: los camioneros que cosechan la sal para venderla a la empresa por debajo
de un valor mínimo que les permita construir una vida digna, los miles de
obreros y obreras que participan de las tareas de extracción, destilado y
empaque de la sal, los personajes increíbles, viejos gauchos de la pampa
devenidos tractoristas, puesteros del salar, cazadores de su propia comida en
el monte para cumplimentar sueldos y jubilaciones insuficientes, el matrimonio
surrealista de profesionales de clase media que organizan turnos y pagan
sueldos.
Nos recuerda
todo el tiempo la reflexión famosísima de Marx sobre los albañiles y las
abejas. Dice Marx algo así como que aunque las abejas construyen panales mucho
más bellos y perfectos en su arquitectura que cualquier casita en falsa
escuadra construida por un albañil, la inteligencia del albañil es superior a
la de la abeja ya que es producto de la capacidad exclusivamente humana de
prefigurar en su cabeza, abstraer el concepto de la obra, planificar su
construcción antes de que esta obra exista, mientras que por perfectos que
sean, los panales existen porque los genes obligan a las abejas a actuar en esa
forma, pero las abejas son incapaces de imaginarse su obra, de cuestionarla, de
darle una forma diferente, mejor o peor.
En ese punto la
vida de los seres humanos explotados por la empresa de sal y los insectos y
animales del ambiente son idénticas: hacen lo que deben hacer para sobrevivir.
Genéticamente seres que repiten el oficio de sus predecesores, recién llegados
que se acostumbran a repetir las costumbres sociales del pueblo que los recibe,
algunos aceptándolo conscientemente, otros autoengañándose. Todos sobreviven,
porque eso es la vida para ellos y ellas, un eterno repetirse de las
necesidades más elementales, y nada más. Uno no puede salir de la peli sin
sentir que eso no es vida, o que precisamente eso es lo que provoca la explotación
en su grado más profundo, nos quita la capacidad de soñar, de imaginar otros
mundos, de preferir otras vidas, otros sueños, otros ritmos. Y es que eso es la
vida de los animales, la repetición monótona de lo que la codificación
biológica, el mandato genético de la herencia natural nos imprime. Como la
abeja, no puede decidir ser otra cosa que una abeja, haya nacido reina o
zángano, nunca podrá ser otra cosa, hasta que sea abono y nada más.
Pero Cohen Arazi y Binetti detectan que igualados con animales e insectos, son más bellos los animales
y los insectos. Como ya dijo Massi la película provoca un embrujo de placer
visual. La belleza más poética está en la naturaleza y no en los seres humanos
que la habitan. Llevados por la explotación capitalista a alienarnos, a ser
expropiados de nuestras condiciones humanas, igualados a los bichos, los bichos
son más bellos que nosotros mismos embrutecidos.
Como me dijo
Naná –otro ángel inexplicable- antes de entrar al cine, asediada por mi
ansiedad de saber qué íbamos a ver, “un poema sobre la soledad”. Un poema
doloroso, angustiante, sobre la profunda soledad que provoca este sistema
inhumano sobre nosotros todos los días, poco importa si nos explota el
Ministerio de Educación, algún holding metalúrgico, si nos explota en un barrio
de cemento lleno de gente explotada o en un paisaje delirante y vacío lleno de
belleza y poesía como los salares del sur.
El capital es un
cáncer, nos come la vida, el alma, el amor, hasta que nos pasa del otro lado, a
ser alimento de los gusanos, que por lo menos son más bellos en su vida cotidiana que
nosotros en la nuestra.