Una lectura de Las maldiciones, de Claudia Piñeiro, Buenos Aires, Alfaguara, 2017.
La
escritora más reconocida de la Argentina ha publicado un manifiesto político
como novela de suspenso. Un hecho político y cultural que
merece la pena reseñar. A la inversa de Sarmiento en el Facundo, que inventa una excelente novela escribiendo un manifiesto político pero en el mismo sentido: el de cuestionar al gobierno del Estado. Se trata de una defensa de la democracia liberal alfonsinista (en parte sarmientina) contra la nueva democracia pragmática "de la imagen y las redes" del pro. Con la salvedad que Sarmiento luchó contra Rosas y dirigió un país muy rosista mientras que la tradición política que defiende la autora es parte de la coalición política Cambiemos, que dirige el Estado.
Claudia
Piñeiro, nacida en el conurbano en 1960, saltó al primer escenario de la
literatura con el premio Clarín de
novela en 2005 por su La viuda de los
jueves, centrada en el asesinato misterioso de una mujer en un country, y
mantuvo su lugar publicando una novela cada dos años con Alfaguara, sello de
Penguin Random House, la empresa editorial más grande en nuestro país, de
capitales europeos.
Las
maldiciones llega en el momento de mayor exposición de la escritora, quien
inauguró la Feria del Libro en abril de 2018 con un encendido discurso a favor
de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo y contra la violencia
machista, que la colocó en el ojo de la tormentosa lucha mediática y callejera
que consumió al país hasta el 9 de agosto cuando la vice presidenta Michetti
celebró el rechazo de les senadores mientras bajaba el martillo de la sesión.
En
el mismo año, Alfaguara imprimió todas sus novelas en una edición barata de
bolsillo para distribuirla en los kioscos de diarios y revistas, confirmando
que se trata de una de las pocas escritoras elegidas por la industria editorial
para ser leída por las grandes mayorías que todavía leen en papel.
En
el “campo literario” argentino impera desde hace muchos años el imperativo que
indica una estricta separación entre el hecho artístico y la ideología política
de su creador/a/x. Formalistas de derecha e izquierda han preservado con esta
ley de hierro el espacio privilegiado de la literatura, organizado bajo las
leyes del arte, límites que consagran a sus mejores intérpretes más allá de sus
opiniones y puntos de vista sobre el mundo que habitan junto a sus lectorxs.
También está plagada la literatura nacional de excelentes ejemplos que lograron
rebatir esta ley ascéptica, involucrando con maestría los lenguajes del arte
con aquellos de la política, amén de reconocer que toda obra humana implica un
posicionamiento ideológico.
En
suma, la escritora más leída y reconocida por la crítica del mercado, de sus
pares y de les lectorxs ha publicado un panfleto panegírico del alfonsinismo,
eso es lo que trataremos de analizar.
En
lo personal, debo agregar que se trata de un análisis que me atraviesa en
diversos planos, como lector que ha vivido conscientemente bajo el imperio del
régimen democrático que la escritora reivindica y critica, como escritor que ha
pensado y publicado una novela sobre los mismos tópicos casi en las mismas épocas
en que Piñeiro pensaba y escribía la suya.
“Agatha Cristhie en el conurbano”
Claudia
Piñeiro se ha construido como una intelectual que interviene en la lucha
política simbólica de nuestra sociedad, pero su origen está en la literatura.
La escritora ha construido un estilo propio muy claro y preciso con el que se
ha ganado un enorme público, hecho todavía más impactante ya que se da en los
mismos doce años en que el avance de los medios electrónicos de comunicación
parecen terminar con los de papel y obligan al debate sobre el fin de la
lectura.
En
Las maldiciones, Piñeiro vuelve a
construir una novela “de misterio” con esa trama tan particular, en la que construye
un engaño casi perfecto, y demuestra madurez y convicción para manejar los
estados anímicos de sus lectorxs. Durante más de la mitad de la novela va
sembrando con paciencia artesanal las pistas que construyen la ansiedad y
dirigen a posibles resoluciones del misterio original y en el momento del
clímax, sin aviso previo, cuando une se anima a construir una hipótesis de
lectura sólida, Piñeiro destroza nuestra ansiedad y devela el enigma que
construyó la tensión argumental.
Queda
todavía por delante el último tercio de la novela y sin embargo ya sabemos qué
pasó y quiénes fueron los protagonistas de ese oscuro misterio con el que nos
engancharon durante toda la lectura. Con maestría, en Las maldiciones tempranamente el oscuro enigma ubicado en el pasado
se devela claramente y un nuevo enigma nace, para el que no tenemos mayores
pistas y seguridades que la comprensión que hayamos logrado interpretar en los
personajes que se debaten. El misterio pasa a ser ¿qué harán les protagonistas
ante esta verdad que los obliga a actuar? El enigma pasa de un pasado muerto
que no puede ser cambiado hacia el futuro que todavía no ha sido narrado.
Esta
arquitectura, entiendo, es la que sostiene la popularidad de Piñeiro. Guste o
no la trama en cuestión, discútanse los resultados estéticos y políticos
definitivos, este estilo de narrativa hace que siempre sea un desafío interesante
leerla. Además narra en un lenguaje sencillo y directo, sin oraciones
subordinadas ni adjetivaciones grandilocuentes que interrumpan el fluir de la
historia, pero con un trabajo detallado sobre la palabra y sus efectos. Ninguna
oración en casi 400 páginas, ningún adjetivo ha sido tirado al azar. Piñeiro es
una gran escritora también porque trabaja la palabra como artesana pero no lo
demuestra en una prosa artificial o pretensiosa.
Estos
aspectos formales explican que un crítico de su novela anterior, Una suerte pequeña (Alfaguara, 2015; véase una lectura personal de la misma http://santoscapobianco.blogspot.com/2017/07/una-pequena-esperanza.html),
haya dejado impresa en la contratapa una maravillosa síntesis del poder de
atracción que explica el éxito de ventas de Piñeiro, que se ha trasladado varias veces al cine "Hitchcock en Buenos Aires".
¿Un realismo alfonsinista?
El
manejo de la trama y el lenguaje podrían haber servido a Piñeiro para incluirse
entre la mayoría de les literatxs de nuestra tradición y mercado, construyendo
una literatura existencialista, donde el cuestionamiento filosófico de les
individuos ante sus situaciones de vida ocupe el centro del interés en
detrimento de los contextos concretos. Sin embargo Claudia Piñeiro también se
destaca por esquivar esa otra ley de hierro de nuestra literatura, y prefiere
la construcción de personajes arquetípicos de la sociedad en que vivimos,
leemos y escribimos. El protagonista de Las
maldiciones es un joven de veintipico, hijo de una familia de pequeños comerciantes
y profesionales de Santa Fé, quien en medio de las angustias típicas de los
estudios universitarios, las primeras relaciones sexo-afectivas serias y la
necesidad de laburar, decide dejarse llevar por una serie de casualidades y
pasar a formar parte de los equipos de militancia de un nuevo partido político,
PRAGMA, donde llega a secretario personal de un millonario típico con
aspiraciones presidenciales.
Se
trata de un libro que confronta los mecanismos y la ética de la “nueva política”
contra la nostalgia por los mecanismos y la ética de la “vieja política”,
encarnada en Alfonso, el tío del protagonista, que no se resigna a vender su
vieja mueblería y abandonar su pueblo, San Nicolás, ni su militancia de base en
el alfonsinismo. Alfonso nunca militó buscando un cargo para él y está
enemistado con su partido, la UCR, precisamente porque en la actualidad se
ofrece como aparato electoral para aventureros sin programa.
Alrededor
de este trío de egos masculinos, que simbolizan la lucha de la juventud entre
dos polos antagónicos de “hacer política”, Piñeiro organiza una tríada de
mujeres secundarias, la notera de un canal de noticias de cable que ayudará al
héroe a lograr su destino, la madre del político maldito que oficia de asesora
principal y la esposa del político, figura clave para todo el argumento aunque
muy pocas veces la vamos a oír. Estas tres mujeres también se proponen como
arquetipos del rol femenino en la construcción de poder, como compañeras,
parejas, amantes o madres, quizá la reflexión más interesante y bien lograda de
Piñeiro en esta novela, como en las anteriores.
Un
gran éxito de la propuesta de Piñeiro pasa por esta forma de entrelazar
angustias cotidianas como la fidelidad sexual y afectiva, el drama de la
maternidad/paternidad y las relaciones familiares en permanente crisis con la
crisis de programas políticos que se cierne sobre la población. Este ejercicio
es el que reivindicamos de toda la novela, más allá de que no coincidamos con
los resultados de la operación. Aunque pueda sonar burlón en un sector
mayoritario de nuestra intelectualidad que lo desprecia, nos parece un aporte
fundamental de ese viejo realismo que en literatura busca recrear en la
imaginación del público lector escenarios emotivos que lo convoquen a una
reflexión política de su propio presente.
Para
resumir y evitando espoilear, Las
maldiciones nos ofrece una esperanza en el futuro, construida en un final
demasiado evidente para quienes se fanatizan con el género negro, y también
demasiado idílico e inocente para quienes conocemos la realidad argentina en
carne propia. El optimismo de Piñeiro se estructura en un niño, el hijo natural
de la vieja política y la nueva, una síntesis que logrará la felicidad si logra
vencer el daño del presente y retomar las mejores tradiciones del pasado,
parado en los hombros de una generación de jóvenes nacida y criada en
democracia que, sin embargo, no sale de su apatía y desánimo.
Piñeiro
opone la política callejera del Comité, los correligionarios, la bandera y los
bombos, los militantes que organizan lazos sociales en su comunidad y avanzan
en experiencias comunes con ella versus una política del eslogan marquetinero,
los focus groups, los retiros espirituales y las redes sociales virtuales. El
protagonista construirá su propio “equipo” de aliadxs, su círculo diría un
trosco, elije las relaciones afectivas “sanas”, basadas en la confianza mutua y
no en la competencia desleal.
Bajo
esas formas enfrentadas y dicotómicas Piñeiro sale en defensa de la vieja
política que organizaba cuerpos concretos en torno a ideas firmes y nodales,
programas y estrategias, contra esta política pragmática que corre detrás de la
demagogia para esconder intenciones mezquinas y personales, ambiciones de
dinero y fama coyunturales. La nostalgia de la boina blanca frente a la meme de
instagram, podríamos decir.
Sus
personajes son personas que podríamos cruzarnos por la calle o en la cola de
los trámites, todes conocemos alguien así, si es que nosotres mismxs ya no
pensamos así. En mi caso personal, viniendo de una familia de pequeños
comerciantes de una pequeña ciudad de provincias, que abrazó con fanatismo la
primavera alfonsinista del 83, no puedo más que atestiguar en defensa de la
escritora y su capacidad para captar cabalmente los rasgos característicos de
la famosa “clase media progresista”, medio gorila, medio centroizquierdista que
supo votar al alfonsinismo, al Frepaso y a Proyecto Sur, al Ari o a Zamora, para
terminar hoy medio kirchnerista con culpa, macrista crítico o bien en la
decepción y la desmoralización más absolutas.
Maldita democracia
Publicada
en 2017, dos años después de su última novela, podríamos sospechar que Piñeiro
pensó, escribió y corrigió esta historia motivada por el ascenso y triunfo de
la mejor expresión de esta “nueva política” en 2015. La asunción del nuevo
presidente, fruto en parte del éxito para comprender las nuevas formas de
comunicación que todo el mundo adscribe en Durán Barba y para captar con ellas
el desencanto con la democracia “tradicional” de las generaciones más jóvenes,
debe haber significado un impacto emocional agudo en Piñeiro y motivado su
selección de problemas a desentrañar en la novela. Por eso es que se trata de
un panfleto político en un buen sentido, ya que la escritora asume un rol de
filósofa que desmenuza los desafíos colectivos de la sociedad en la que reproduce
cotidianamente su existencia.
Para
ello introduce como una clave para pensar el país los orígenes más remotos del
régimen democrático moderno de la Argentina, la democracia oligárquica
construida por el roquismo, simbolizada en la construcción al mismo tiempo
material y simbólica de la ciudad de La Plata, síntesis del programa liberal
positivista de la generación del 80, cruce de ciencia y misticismo, de
masonería, alquimia y religión. Piñeiro encuentra en la mítica maldición que
Julio Argentino Roca habría impuesto a Dardo Rocha y a cualquier gobernador de
la provincia de Buenos Aires, la más grande e importante del país, para acceder
a la presidencia de la Nación, el oscuro y misterioso destino de una clase
política ya centenaria que no puede encontrar los caminos para construir un
sistema democrático que garantice las mejores condiciones de vida para las
grandes mayorías de la población.
Si
en el manejo de las herramientas discursivas de la literatura es poco lo que podemos
criticar a una artista consagrada como Piñeiro, nos permitimos con conocimiento
de causa oponer argumentos del discurso político y sobre todo historiográfico.
El personaje que descubre los hilos de la macabra historia masónica nacional
para les lectorxs, un esquizoide intelectual obsesivo y aislado del mundo “normal”
que acerca las pruebas que la joven periodista sólo puede intuir, taladra
durante la novela la idea de que la política argentina se basa en una serie de
manipulaciones de locos masones y brujería que sólo obtiene éxito cuando las
grandes mayorías comparten la creencia en esas actividades esotéricas. Por eso
la clave de lectura de Piñeiro, después de demonizar la “nueva política” como
un acto deshonesto de manipulación mediática y marquetinera del electorado
pergeñado por oscuros empresarios inescrupulosos, está en asignarle la misma
carga de culpa al pueblo que los vota, ya que, como se cansa de citar a
Lévi-Strauss, el éxito de la magia está en “la creencia del hechicero en la
eficacia de sus técnicas; luego, la del enfermo que aquel cuida o de la víctima
que persigue en el poder del hechicero mismo; finalmente la confianza y las
exigencias de la opinión colectiva.”. En criollo, Piñeiro se suma a la clique
que se opone a los políticos embaucadores del duranbarbismo al mismo nivel que “los
globoludos que lo votaron”.
Sin
embargo Piñeiro no elude una autocrítica de su propia clase social, ya que
mientras describe el heroísmo de Alfonsín después del intento de asesinato en un
acto partidario en San Nicolás en el 91, o nos recrea con emotividad su famoso
discurso del 89 en la Sociedad Rural cuando llama fascistas a la oligarquía
terrateniente que lo abucheaba, y reivindica su famosa campaña electoral del
83, en la que cerraba los actos citando de memoria el Preámbulo de la
Constitución Nacional de 1853, el personaje que lo rememora con nostalgia
también recuerda el profundo conservadurismo de un radicalismo en el que estaba
prohibido divorciarse. El tío Alfonso es marginado en su propio partido por
haber tomado la sana decisión de no continuar con un matrimonio que lo
asfixiaba, enfrentándose al mismo dirigente que habría de pasar a la historia
por promover la primera Ley de Divorcio.
En
esta construcción arquetípica hay mucho hilo para desenrollar, ya que el mismo
personaje se pasa criticando el nefasto rol que le cabió a la UCR en el acceso
de esta fuerza marquetinera al poder, todes recordamos la famosa Convención de
Gualeguaychú en 2015, cuando la UCR en medio de sillazos votó ser la pata
nacional de Cambiemos, junto al PRO de Macri y la Coalición Cívica de
Carrió-Bullrich.
Este
conjunto de maldiciones que parecen obligar a la democracia argentina al
fracaso recurrente, sin embargo, no es exclusivo de la “clase política”, los
hechiceros del poder y los discursos de masas como Piñeiro parece creer.
La
masonería, como el radicalismo, son en realidad manifestaciones históricas y
particulares de una misma realidad, la organización política de las clases
gobernantes. El misterio que la novela no descula es la existencia de una continuidad
mucho más fuerte que las tácticas discursivas: los intereses materiales de las
clases sociales. El misticismo mágico racionalista de la masonería fue la
expresión superficial de la burguesía liberal en su decadencia, al frente de un
Estado que se colocaba al servicio pleno de la acumulación de capital del
imperialismo británico desde la última parte del siglo 19 y el primer tercio
del siglo 20. Detrás de las leyendas de las estatuas que agreden desde Plaza
Moreno a la fachada de la catedral católica más importante del país moderno se
esconde además del morbo medieval, la puja entre los aparatos políticos de una
burguesía briosa y desafiante ante el capital simbólico y material de una
Iglesia que había monopolizado durante varios siglos el adoctrinamiento y
control de las masas obreras.
Es
la burguesía argentina la verdadera maldición del país, la suma de nuestras
maldiciones que nos condenan al oscurantismo, la miseria y la muerte
estructurada. Detrás del éxito y fracaso de la primavera alfonsinista de 1983
se encuentran los problemas políticos claves de toda la historia argentina: la
deuda externa y la nacionalización de los recursos económicos fundamentales. De
eso ni coma en la novela.
Alfonsín, el padre de la democracia
Si
Piñeiro cree haber acertado en encontrar el hilo de la desgracia nacional en
las disputas entre políticos liberales con intenciones de modernizar y
desarrollar una sociedad moderna y oscuros poderes siniestros que se lo
impiden, permítanme señalar una serie de memorias también muy sentidas que
nuestro entrañable tío Alfonso de San Nicolás ha olvidado selectivamente.
El
desastre económico del Plan Primavera y el Plan Austral, que provocó la
hiperinflación del 89 y el 90 fue el tercer gran golpe a las masas obreras del
país desde el Rodrigazo del último gobierno peronista en 1975 y el ajuste de
Martínez de Hoz con la dictadura, que terminó en la quiebra de 1982. Desastre
económico que no fue responsabilidad exclusiva de una “oligarquía”
tradicionalista que no permitía gobernar al líder democrático, sino que también
se explica por un gobierno que asumió prometiendo terminar con la nefasta y
fraudulenta deuda externa contraída por la dictadura, coqueteó con la moratoria
como concesión y finalmente terminó entregándose a los viejos métodos de la
devaluación forzosa y el ajuste.
Su
caída se explica porque ya no tenía más capital electoral para sostener el
ajuste, porque desde el deterioro de su imagen Alfonsín fue uno de los
políticos más repudiados en su momento. Se necesitó el cambio de timón del 90
para entronar un cuerpo político capaz de someter al movimiento obrero
organizado, quebrar el proceso huelguístico que bramaba desde el 88 y terminar
de rematar el patrimonio de empresas estatales al capital extranjero. Alfonsín
no contaba con las ilusiones de la ciudadanía para poder acometer la última
fase del ajuste que él mismo empezó.
El
simpático Tío Alfonso tampoco recuerda la enorme sensación colectiva de
traición que generó Alfonsín cuando selló un pacto de no agresión con los
militares genocidas, dictando las leyes de Punto Final en diciembre de 1986
para terminar con los juicios a los genocidas y de Obediencia Debida en junio
del 87, ante la sublevación carapintada de la Semana Santa de abril del 87 con
las que consagró la impunidad de los mayores asesinos de la historia nacional
moderna. Toda la democracia argentina hasta la fecha fue bautizada por esa
alianza con la oligarquía fascista y su brazo armado, al punto en que no les
tembló la mano para reprimir con los métodos del 70 a les militantes torturados
y ajusticiados sin juicio previo después del copamiento del destacamento del
ejército en La Tablada en 1989.
El
tío Alfonso prefiere recordar “con la democracia se come, con la democracia se
educa, con la democracia se cura”, la famosa síntesis del programa alfonsinista
que se consagró en las elecciones de octubre de 1983, que para el pueblo
argentino significó la coronación de un régimen político con el que se lograría
satisfacer las necesidades elementales de las masas: trabajo, salud y
educación; pero el tío Alfonso no recuerda esa otra frase arquetípica de
Alfonsín con la que se consumó la traición de los sueños populares después del
acuerdo con los militares sediciosos en defensa de los militares genocidas, “la
casa está en orden”.
Finalmente,
Piñeiro no ha recalado en otra continuidad que permitiría una relectura todavía
mucho más angustiante de su propio relato, la que nos muestra a Ricardo
Alfonsín como el último de los grandes políticos tradicionales argentinos que
comenzó con las nuevas prácticas de esta “nueva política” que Piñeiro con razón
desprecia. Cabe recordar que la de 1983 fue la segunda campaña electoral en que
aparecieron los medios de comunicación masivos después de la de 1973.
Efectivamente, todos los símbolos que permitieron a Alfonsín conectarse
profundamente con los sentimientos de su electorado fueron elaborados por uno
de los publicistas más aplaudidos del momento, David Ratto, que trajo a la
región las técnicas de publicidad diseñadas en Nueva York por Bill Bernach en
los sesenta.
El
concepto de sintetizar ideas y sentimientos en logos de fácil asimilación por
las masas no lo inventó Durán Barba. Ratto es el autor de símbolos que
cualquier habitante de nuestro país con un poco de conciencia en 1983 recuerda:
la calcomanía con las letras RA sobre un óvalo de la bandera argentina en las
lunetas de los autos, el saludo con las manos entrelazadas a un costado de la
cabeza pensado para suprimir y reemplazar el mítico abrazo de brazos
desplegados de Perón, incluso el eslogan de “con la democracia se come” o el
relato del Preámbulo, todas ideas de un equipo de profesionales de la venta de
mercancías en el moderno mundo de la televisión. David Ratto fue el primer
Durán Barba exitoso de la política argentina, y es quien abrió el camino para
campañas como las recordadas de Angeloz, Menem y De la Rúa, que no tienen nada
que envidiarle a la “creatividad” del ecuatoriano.
Con
un poco de memoria menos selectiva y google, cualquiera puede desilusionarse y
descubrir que también el homenajeado padre de la democracia parió las nuevas
técnicas de manipulación de masas. Pero no es en este punto donde debemos
detener nuestro diálogo crítico con esta novela. Pues, repetimos, tiene el
enorme acierto de haberse animado a plantearnos el problema común sobre los
orígenes de las maldiciones que parecen obligarnos a un destino desesperante.
Todo es ilusión…
Es
que si bien la manipulación discursiva que apela a las nuevas tecnologías
aparece como la clave del problema en la novela (los comentarios en línea del
portal de noticias, el uso inocente del Facebook por las generaciones
pre-virtuales, la potencialidad conspirativa del wasap son elementos claves
para anudar y desanudar la trama en la novela), no es más que una expresión
superficial del fenómeno esencial.
El
verdadero problema está, a mi entender, en que toda la democracia de masas
moderna se asienta en la capacidad de manipular los deseos de la población para
lograr consensos mayoritarios o plebiscitarios con los intereses de las clases
explotadoras. El éxito electoral de Alfonsín, como el de Macri, no se explican
únicamente en la capacidad discursiva de sus equipos de publicistas –como el
macabro operador del candidato siniestro de Pragma- sino en su capacidad
política para tejer las alianzas necesarias con las clases sociales que
detentan un poder material antes que simbólico. El político deshonesto y vacío
de un programa ético que despliega Piñeiro en su novela sólo se siente desnudo
cuando comparte sus almuerzos lujosos con el empresario farmacéutico que pone
la guita para su campaña dibujando aportes truchos de formas elegantes. “Dime
quién te financia y te diré qué intereses sociales representa tu gobierno” es
la clave de lectura que Piñeiro podría haber seguido para comprender mejor la
causa de nuestras maldiciones. ¿No hubo empresarios financiando la campaña de
Alfonsín? ¿No fueron ellos, los mismos que votaron a Videla en el 76 los que
obligaron a poner límites al poder transformador del alfonsinismo? ¿No fue toda
la vida política de Alfonsín una eterna componenda con los intereses de esos
empresarios?
Ricardo
Alfonsín llegó al poder porque primero fue el operador más audaz e ingenioso de
la Multipartidaria de 1981, coordinación de los partidos políticos que,
habiendo asegurado la gobernabilidad a los militares desde el golpe de 1976
aportando intendentes y jueces, organizaron la “transición” al régimen
democrático del 83 como salida al embudo que la crisis del petróleo puso a la
economía mundial y a la Argentina en particular. La población obrera mostraba
el hartazgo con la dictadura genocida en las huelgas parciales y puebladas que
azotaron todo el año 82, al punto que la dictadura buscó arrebatarle la
iniciativa al movimiento obrero organizado y las asambleas vecinales con la
demagógica recuperación de las Islas Malvinas.
Bien
mirada, la democracia argentina es el resultado de una negociación que buscaba
contener las aspiraciones populares más sentidas, recuperar Malvinas, terminar
con la miseria y la carestía, defender una educación y salud de masas gratuita
y científica, enjuiciar y encarcelar hasta el último de los genocidas de las
fuerzas de seguridad fueron y son demandas populares irrenunciables hasta hoy.
La creatividad de los publicitarios de Alfonsín, ayudada por la imbecilidad comunicativa
de un Herminio Iglesias quemando un féretro en un acto de masas, sirvió para
canalizar ese desborde popular, esa extendida lucha por conseguir esas
demandas.
Alfonsín
quiso cabalgar las ilusiones de un pueblo y prometió que con el sistema
democrático cada uno de nuestros sueños conseguiría lo que la más salvaje
dictadura nos había arrancado.
El fracaso de la democracia está en su mismo
origen, ya que las clases sociales que decidieron cambiar del régimen fascista
para aplicar el ajuste que reclamaba el imperialismo son las mismas que
decidieron remover al caudillo radical para promover al riojano más famoso,
para entronar a un “honesto y aburrido” De La Rúa en el 99 o aceptar a
regañadientes la renegociación de la deuda externa de un oportunista santacruceño
en 2003.
Si
esta lectura es correcta, queda sacar la conclusión evidente sobre el meteórico
ascenso del macrismo y la posibilidad de una vuelta a los setenta de la mano de
Bolsonaros en todo el continente para capear ahora una nueva tanda de confrontaciones
masivas ante el derrumbe de la democracia después de 35 años.
Del
mismo modo, el poder para enfrentar estas modificaciones en el régimen político
con el que se explota a las mayorías, no radica solamente en la mejor o peor
capacidad creativa para comunicarse con cientos de millones de personas usando
las herramientas virtuales, sino en la capacidad colectiva para concentrar el
poder de esas ilusiones y ponerles fin a sus manipuladores, llenando Plaza de
Mayo como las Coordinadoras Fabriles lo hicieron frente al Rodrigazo o en abril
del 82, en las múltiples puebladas desde Santiago del Estero en el 93,
Tartagal, Mosconi, Cutral Có y los piquetes de la ruta 3 en La Matanza que
pusieron fin al régimen menemista-aliancista en diciembre del 2001 y a su
albacea Duhalde en junio del 2002.
La
democracia -liberal, conservadora, socialdemócrata- es el gran manipulador de
conciencias. Un juego de espejos y pantallas que promete cumplir con los sueños
a una población que es expropiada hasta de la capacidad de soñar por quienes
han armado la salida democrática. Treinta y cinco años después, Alfonsín se ha
transformado en un homenaje nostálgico mientras que el andamiaje jurídico que
sostuvo al genocidio de Videla, social y económico, sigue vigente. Treinta y
cinco años después las generaciones jóvenes que nos criamos enteramente bajo el
régimen democrático hemos aprendido la amarga traición de saber que con la
democracia no comemos, no nos curamos ni nos educamos.
La
única esperanza realista no es la de escoger de nuestra memoria colectiva
aquellas esperanzas que montamos sobre las ilusiones falseadas de políticos más
o menos míticos, sino la de abandonar toda esperanza en el juego de
manipulaciones de la democracia y, eliminando este nefasto velo de nuestras
miradas, asumir descarnadamente que se trata de conquistar la plena
satisfacción de nuestros deseos y necesidades por todos los métodos necesarios,
sin quedarnos en la validación de jueces y mediáticos que se ofenden con cortes
de calles y pedradas mientras amparan un régimen de pobreza, gatillo fácil y
secuestros de luchadores populares.
Porque
la maldición argentina es la maldición de su clase dominante, de su burguesía
atada al interés de las potencias imperiales, de sus negociados y
manipulaciones para explotar a cuarenta millones de personas con su
consentimiento electoral. Y cuando esa manipulación no diera los resultados
esperados, implantar dictaduras fascistas sin mediaciones electorales o
desplazar gobiernos por golpes más o menos constitucionales. La maldición
argentina más fabulosa es que las clases mayoritarias de la población
sostenemos con nuestro esfuerzo cotidiano a quienes disfrutan una vida de lujo
y abundancia sobre nuestra explotación, y desde el fin del Virreinato hasta
aquí, salvo honrosas experiencias derrotadas, siempre hemos estado disputando a
qué grupo de profesionales burgueses debemos apoyar para seguir siendo explotades.
La gran tragedia nacional es la falta de independencia política de la clase
obrera y los sectores oprimidos de la población, su constante seguidismo de
economistas, políticos, periodistas y artistas que promueven formas más o menos
evidentes de seguir sufriendo.
…menos el poder
Las
maldiciones se presenta con las referencias a Lenin en dos de las más
maravillosas obras de literatura política en nuestro país, Los siete locos y Los
lanzallamas del genial Roberto Arlt. Por
puro azar me tocó escribir, corregir y publicar una novela casi al mismo tiempo
que Piñeiro pensaba la suya. Entiendo que la pulsión que motivó ambas historias
es la misma, el advenimiento sorpresivo del macrismo y el debate sobre el
ascenso de la derecha que abrió. En una sorpresiva sincronía, la estructura de
mi novela también se sostiene en la reflexión sobre los mecanismos simbólicos
impresos en la cultura urbana por los masones del siglo 19 y 20. Claro que
nuestras lecturas son distintas y no puedo aspirar a cumplir todavía con las
reglas del arte literario necesarias para formar parte de les privilegiades que
son editadxs y leídxs por les escritorxs y las masas. Pero reivindico mi
modesto esfuerzo por contribuir desde los márgenes de la literatura al mismo
debate que abre la escritora argentina más reconocida, al mismo tiempo y con
referentes comunes.
Debemos
apreciar y aplaudir el aporte de escritoras como Piñeiro, que ponen en jaque su
propia estabilidad material abandonando la comodidad del escritorio o la
biblioteca, para defender reformas y derechos humanos elementales que el propio
régimen democrático que ella defiende no otorga. Piñeiro ha sido objeto de
ataques en redes por grupos fascistas por su exposición en defensa del Aborto
Legal después de años de manifestar su solidaridad con luchas obreras duramente
reprimidas, incluso bajo el gobierno que su partido sostiene, como en el caso
de la represión a la ocupación de Pepsico en 2017.
Hemos
intentado ofrecer nuestra propia lectura individual de la historia de estos 35
años de democracia como respuesta a un diálogo que Piñeiro se ha animado a
abrir utilizando la literatura como medio de reflexión política colectiva.
Confiamos en que la apertura a escuchar otras respuestas diferentes al lamento
por “la democracia que no fue” de parte de honestas intelectuales como Piñeiro
contribuirá a desarrollar una literatura que nos ayude a construir los amuletos
que necesitamos para sortear las maldiciones que nos atan circularmente a la
tragedia nacional.
Porque
acuerdo con Claudia Piñeiro y Roberto Arlt, si “Lenin sabía dónde iba” subrayo que precisamente era porque sabía
que “Todo es ilusión, menos el poder”.
En última instancia, les escritorxs somos creadores de ilusiones. Nunca
podremos crear poder con nuestras palabras, pero al menos podríamos intentar
desnudar las mitologías sagradas del Estado, atacar las ilusiones que puedan
ser dañinas, esos falsos amores que nos inventamos para entregarnos en una
relación de pareja, esa proyección de nuestros sueños en el otre, esa maldita
adicción que tenemos por el sagrado poder de la burguesía para darnos todo lo
que necesitamos, esa ilusión tan invencible en la democracia que nos impide ver
la mugre en la que se basa, la sangre obrera que derrama para sobrevivir, el
guante de seda que nos ahorca para mantener la buena vida de unos pocos miles
de poderosos.
Democracia,
una ilusión mágica como maldiciones gitanas. Esperemos alguna vez dejar de
fascinarnos con ella y seguir creyendo en el poder infalible de sus hechiceros.
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