el ojo blindado
que me has regalado
me mira mal
Luca Prodan,
1986
Un kilómetro exacto tenés que patear de lunes a viernes de
la puerta de tu casa hasta la parada de la Línea A(nglo) en Acoyte y Rivadavia.
Las primeras tres cuadras, tranqui, Acoyte todavía es angosta aunque las líneas
de colectivos no se hayan dado cuenta. Los nombres de las calles que vas
cruzando algo te van sugiriendo, desde que dejás atrás al hermoso poeta
anti-franquista Antonio Machado que te segundea el hogar hace quince años,
empiezan a aparecer los estadistas dueños de esclavos que fundaron las
repúblicas burguesas en el continente, Franklin, Díaz Velez. Los jazmines de
las torres de la esquina de Felipe Vallese te pueden confundir. Recordás con
alegría que tu barrio alguna vez supo ser obrero y fabril con el nombre del
militante metalúrgico pero la sombra de su desaparición forzada por una patota
de la UOM y la Policía Federal que lo asesinaron te recuerdan que hace varias
décadas pasó a ser un barrio habitado por garcas. Que tienden a vivir en esas
mismas torres.
Las últimas siete cuadras Acoyte se ancha en avenida doble
mano, arteria central, aorta de cemento y macadam del corazón comercial más
cheto de Baires después de Cabildo y Juramento. Quizás por eso, pensás, la
gente de este barrio tiene ese matiz tan choto de frustración, porque añoran
vivir en Belgrano pero no les da el cuero y tienen que conformarse con
Caballito.
Caba'shit ‘ou, lo bautizaste, con conocimiento de causa.
Las veredas forman una pasarela ancha en leve subida hasta
el cero. Marquesinas con lo último en la moda que escupen todas las fábricas de
medio y largo pelo de la industria nacional y extranjera para inventar el deseo
de pertenecer a este mundo de mierda de las cientos de miles de almas que se
agolpan –la ñata contra el vidrio- fantaseando hacer de goma la tarjeta para
disfrazarse con esos vestidos, blusas, camisas, trajes, sombreros, zapatos y
zapatillas, termos que no te den vergüenza de la costumbre guaranítica de tomar
mate en público, artefactos de última tecnología que te permitan acceder al
universo virtual donde podés mentirte que sos libre y soberana de tu vida real,
que siempre, en el fondo, es una cagada.
Basta, olvidate. Vos tenés que ir al laburo y toda esa
falopa no es tuya, ni te interesa. Algún viento raro te dejó plantar raíces en
este barrio como en cualquiera otro y te los tenés que fumar a tus vecinos. A todes
nos pasa.
Mientras te vestís, sólo pensás que el día está lindo para
ese tapadito de cuerina rojo que compraste por menos de un quinto de su precio
en la feria del Parque, fuera de temporada. Viene al pelo con una blusa suelta
de verde esmeralda que te regaló tu amiga hace unas semanas.
Hoy salgo de estreno, pensás y se ilumina por primera vez tu
sonrisa en el espejo grande del living. Ya que estamos, vale la pena
forcejearle a la calza azul marino con detalles imitando un jean que compraste
de oferta en una tienda de chinos en Caseros City el mes pasado. Retocás el
outfit con las botas del mismo color que el tapado, mezcla de siglo dieciocho,
de marca italiana que encontraste de milagro en perfecto estado de conservación
en la feria americana a la vuelta del laburo.
El universo complota a tu favor, te vas diciendo, y puro
optimismo vital te mandás unas sombras en composé sobre los párpados,
delineador de ojos de gata y ese aro de ágata azul y alpaca, detalle de frío
que desentona lo justo con el vestuario para que resalten tu cara y tu pelo, que
ahora te parecen tan dignos del aplauso y el deseo del otre.
Salís a las 15 menos diez, justo a tiempo para llegar a paso
tranquilo al subte y garantizar firmar la planilla a horario para que Larreta no te
cague ningún decimal de la mierda que te paga por educarle a la juventud pobre
de su ciudad.
Feliz. Una diosa auto-percibida. Gata, dragona, serpiente
emplumada. Como si supieras, encarás la avenida ancha largando el freno de mano
que treinta y seis años disfrazada de chongo te metieron en las caderas. El
taco ayuda, solicita, permite y habilita el suave contoneo. Qué mejor premio
para tu vida de alienada que pasearte las cuadras que obliga el laburo flashando
que modelás todo lo lindo que la vida te deja disfrutar. Oxigenás un lunes, un
martes, en medio de la semana de laburo, como aconsejan todes les especialistas
de la salud física y mental.
Sos vos.
Tus vecinos no piensan lo mismo. El público de Acoyte
transforma la pasarela en pasillo de condenadas a muerte. Algunas miraditas te
confunden, será que llama mucho la atención un tapadito tan lindo, será el rojo
que les parece muy subido. Algunas miradas te parecen de clara envidia por la
belleza que nunca se van a animar a mostrar. Te amonestás por el egocentrismo, no te
pasés de rosca, amiga, te criticás con ternura.
Te acordás de la frase de la primer amiga de hierro que te
segundeó para salir vestida de acuerdo a tu deseo por primera vez en tu vida en
una plaza pública, un sábado a la noche, la última de reyes de este verano. Vos
ibas toda nerviosa, toda cagada, le confesaste al costado del oído, susurrando
de miedo que no sabías si todo el mundo te estaba mirando o te lo imaginabas
por pura paranoia.
Se sonrió para que uses su valor como escudo y te dijo, como
si fuera un personaje inventado por la pluma de Manuel Puig, (y menos mal que
no, que la Caro es de carne y hueso y existe) Dejalos nena, te miran así porque nunca vieron una diosa como vos en
este pueblucho de mierda, seguro creen que sos una vedette famosa de la tele.
A medida que vas avanzando, la cosa se pone más densa.
Crecen las cantidades de cuerpos hormigueando cerca de las galerías y shoppins
del cruce de avenidas, y bancos y confiterías que atraen más y más personas a
trámites y compras. Revivís esa angustia de patito feo en el centro de la
ciudad chica del interior donde te criaron encerrada en el disfraz de chonguito
caté, bien peinadito muñequito de torta, que sea bonito pero no parezca tan
putito. Las miradas del público pierden todo sentido del pudor y las buenas
costumbres a medida que crece la impunidad que les da el anonimato de la masa
humana, de locales en su cancha, y ya le suman una mueca de desprecio, de
desaprobación.
Te quieren corregir, te señalan en el gesto, que esa sombra
de barba y esa nuez de adán que decidiste no ibas a camuflar con cremas
especiales ni bufandas a destiempo, no es correcto que acompañen al rouge, al
delineador, mucho menos a esas ropas que ellos decretaron hace doscientos años
que son sólo para mujeres, que las mujeres no tienen barba ni nariz aguileña,
que las mujeres de verdad, llevan un
hueco de vulva en la entrepierna y no ese bultito que sombrea un poco la
evidencia de un pene bajo la calza ajustada al cuerpo.
A la
gilada ni cabida, te aconsejan desde el amor y la empatía las
compañeras que vienen sufriendo mucho antes que vos ese mismo destino de objeto
de juicio y disvalor para la mirada invasiva del otro en la plena calle, en el
lugar al que estamos obligadas a transitar no por deseo sino porque no tenemos
la libertad de decir hoy no pienso ir a laburar.
Son gilada, sí, pero aunque no sepas sus nombres y
apellidos, aunque no te importe averiguarlos ni que revienten en sus vidas
miserables de ortivas sin sueldo, me lastiman sus miradas de desprecio. Una
lluviecita de agujitas que me pinchan la autoestima, gotitas de garúa ácida
empetrolada que me tapan los poros y me pustulan la piel.
Querés apurar el taco y hacerte invisible bajo el sol de las
tres de la tarde para meterte dos metros bajo tierra y que te traguen el subte
y su oscuridad y su tiempo de velocidades te vomiten en el laburo y esta
tortura de salir a la calle se termine de una vez por todas.
Hoy no
voy a trabajar, me siento mal, cuántas veces te escuchaste diciendo
por teléfono aunque no tenías manera de que la médica de emergencias te firme
un certificado donde conste que no salís porque te atacó el pánico de qué
ponerte para que no te miren mal, no te queden mirando mal, antesala del
insulto a tu género que tienen masticando en la garganta y que no se animan a
escupirte, todavía, porque el Estado no se los permite y se los prohíbe con las
nuevas leyes de acoso callejero y contra la discriminación de género, que
conocen y que temen, pero que no consensúan. Te labraron el miedo al botellazo
con esas miradas martillo, miradas pistola reglamentaria, miradas alcahuetas,
buchonas, miradas de rati.
Encerrada en tu casa, llorando desnuda porque no sos capaz
de valentías y respuestas rápidas, porque el miedo te devora las ilusiones y
deseos, te decís una y mil veces que te das manija al pedo, que no es cierto
que tu barba o tu pene vayan a ser como el triángulo rosa obligatorio de las
maricas condenadas a los campos de concentración del nazismo, que si te olvidás
de los otros, ese kilómetro todavía puede ser tu pasarela.
No volvés a salir porque te hayas convencido. Salís porque
no te queda otra. Porque sin sueldo no hay comida para la nena hermosa que
ayudás a criar, ni para tu gatita compañera de la vida íntima. Y porque a esa cárcel
donde esas miradas te quieren volver a meter a la fuerza, no volvés más.
Pasarela o milla de la muerte, yo te encaro.
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