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viernes, 7 de febrero de 2020

Pasarela de la muerte


el ojo blindado
que me has regalado
me mira mal

Luca Prodan,
1986 





Un kilómetro exacto tenés que patear de lunes a viernes de la puerta de tu casa hasta la parada de la Línea A(nglo) en Acoyte y Rivadavia. Las primeras tres cuadras, tranqui, Acoyte todavía es angosta aunque las líneas de colectivos no se hayan dado cuenta. Los nombres de las calles que vas cruzando algo te van sugiriendo, desde que dejás atrás al hermoso poeta anti-franquista Antonio Machado que te segundea el hogar hace quince años, empiezan a aparecer los estadistas dueños de esclavos que fundaron las repúblicas burguesas en el continente, Franklin, Díaz Velez. Los jazmines de las torres de la esquina de Felipe Vallese te pueden confundir. Recordás con alegría que tu barrio alguna vez supo ser obrero y fabril con el nombre del militante metalúrgico pero la sombra de su desaparición forzada por una patota de la UOM y la Policía Federal que lo asesinaron te recuerdan que hace varias décadas pasó a ser un barrio habitado por garcas. Que tienden a vivir en esas mismas torres.

Las últimas siete cuadras Acoyte se ancha en avenida doble mano, arteria central, aorta de cemento y macadam del corazón comercial más cheto de Baires después de Cabildo y Juramento. Quizás por eso, pensás, la gente de este barrio tiene ese matiz tan choto de frustración, porque añoran vivir en Belgrano pero no les da el cuero y tienen que conformarse con Caballito.

Caba'shit ‘ou, lo bautizaste, con conocimiento de causa.

Las veredas forman una pasarela ancha en leve subida hasta el cero. Marquesinas con lo último en la moda que escupen todas las fábricas de medio y largo pelo de la industria nacional y extranjera para inventar el deseo de pertenecer a este mundo de mierda de las cientos de miles de almas que se agolpan –la ñata contra el vidrio- fantaseando hacer de goma la tarjeta para disfrazarse con esos vestidos, blusas, camisas, trajes, sombreros, zapatos y zapatillas, termos que no te den vergüenza de la costumbre guaranítica de tomar mate en público, artefactos de última tecnología que te permitan acceder al universo virtual donde podés mentirte que sos libre y soberana de tu vida real, que siempre, en el fondo, es una cagada.

Basta, olvidate. Vos tenés que ir al laburo y toda esa falopa no es tuya, ni te interesa. Algún viento raro te dejó plantar raíces en este barrio como en cualquiera otro y te los tenés que fumar a tus vecinos. A todes nos pasa.

Mientras te vestís, sólo pensás que el día está lindo para ese tapadito de cuerina rojo que compraste por menos de un quinto de su precio en la feria del Parque, fuera de temporada. Viene al pelo con una blusa suelta de verde esmeralda que te regaló tu amiga hace unas semanas.

Hoy salgo de estreno, pensás y se ilumina por primera vez tu sonrisa en el espejo grande del living. Ya que estamos, vale la pena forcejearle a la calza azul marino con detalles imitando un jean que compraste de oferta en una tienda de chinos en Caseros City el mes pasado. Retocás el outfit con las botas del mismo color que el tapado, mezcla de siglo dieciocho, de marca italiana que encontraste de milagro en perfecto estado de conservación en la feria americana a la vuelta del laburo.

El universo complota a tu favor, te vas diciendo, y puro optimismo vital te mandás unas sombras en composé sobre los párpados, delineador de ojos de gata y ese aro de ágata azul y alpaca, detalle de frío que desentona lo justo con el vestuario para que resalten tu cara y tu pelo, que ahora te parecen tan dignos del aplauso y el deseo del otre.

Salís a las 15 menos diez, justo a tiempo para llegar a paso tranquilo al subte y garantizar firmar la planilla a horario para que Larreta no te cague ningún decimal de la mierda que te paga por educarle a la juventud pobre de su ciudad.

Feliz. Una diosa auto-percibida. Gata, dragona, serpiente emplumada. Como si supieras, encarás la avenida ancha largando el freno de mano que treinta y seis años disfrazada de chongo te metieron en las caderas. El taco ayuda, solicita, permite y habilita el suave contoneo. Qué mejor premio para tu vida de alienada que pasearte las cuadras que obliga el laburo flashando que modelás todo lo lindo que la vida te deja disfrutar. Oxigenás un lunes, un martes, en medio de la semana de laburo, como aconsejan todes les especialistas de la salud física y mental.

Sos vos.

Tus vecinos no piensan lo mismo. El público de Acoyte transforma la pasarela en pasillo de condenadas a muerte. Algunas miraditas te confunden, será que llama mucho la atención un tapadito tan lindo, será el rojo que les parece muy subido. Algunas miradas te parecen de clara envidia por la belleza que nunca se van a animar a mostrar. Te amonestás por el egocentrismo, no te pasés de rosca, amiga, te criticás con ternura.

Te acordás de la frase de la primer amiga de hierro que te segundeó para salir vestida de acuerdo a tu deseo por primera vez en tu vida en una plaza pública, un sábado a la noche, la última de reyes de este verano. Vos ibas toda nerviosa, toda cagada, le confesaste al costado del oído, susurrando de miedo que no sabías si todo el mundo te estaba mirando o te lo imaginabas por pura paranoia.

Se sonrió para que uses su valor como escudo y te dijo, como si fuera un personaje inventado por la pluma de Manuel Puig, (y menos mal que no, que la Caro es de carne y hueso y existe) Dejalos nena, te miran así porque nunca vieron una diosa como vos en este pueblucho de mierda, seguro creen que sos una vedette famosa de la tele.

A medida que vas avanzando, la cosa se pone más densa. Crecen las cantidades de cuerpos hormigueando cerca de las galerías y shoppins del cruce de avenidas, y bancos y confiterías que atraen más y más personas a trámites y compras. Revivís esa angustia de patito feo en el centro de la ciudad chica del interior donde te criaron encerrada en el disfraz de chonguito caté, bien peinadito muñequito de torta, que sea bonito pero no parezca tan putito. Las miradas del público pierden todo sentido del pudor y las buenas costumbres a medida que crece la impunidad que les da el anonimato de la masa humana, de locales en su cancha, y ya le suman una mueca de desprecio, de desaprobación.

Te quieren corregir, te señalan en el gesto, que esa sombra de barba y esa nuez de adán que decidiste no ibas a camuflar con cremas especiales ni bufandas a destiempo, no es correcto que acompañen al rouge, al delineador, mucho menos a esas ropas que ellos decretaron hace doscientos años que son sólo para mujeres, que las mujeres no tienen barba ni nariz aguileña, que las mujeres de verdad, llevan un hueco de vulva en la entrepierna y no ese bultito que sombrea un poco la evidencia de un pene bajo la calza ajustada al cuerpo.

A la gilada ni cabida, te aconsejan desde el amor y la empatía las compañeras que vienen sufriendo mucho antes que vos ese mismo destino de objeto de juicio y disvalor para la mirada invasiva del otro en la plena calle, en el lugar al que estamos obligadas a transitar no por deseo sino porque no tenemos la libertad de decir hoy no pienso ir a laburar.

Son gilada, sí, pero aunque no sepas sus nombres y apellidos, aunque no te importe averiguarlos ni que revienten en sus vidas miserables de ortivas sin sueldo, me lastiman sus miradas de desprecio. Una lluviecita de agujitas que me pinchan la autoestima, gotitas de garúa ácida empetrolada que me tapan los poros y me pustulan la piel.

Querés apurar el taco y hacerte invisible bajo el sol de las tres de la tarde para meterte dos metros bajo tierra y que te traguen el subte y su oscuridad y su tiempo de velocidades te vomiten en el laburo y esta tortura de salir a la calle se termine de una vez por todas.

Hoy no voy a trabajar, me siento mal, cuántas veces te escuchaste diciendo por teléfono aunque no tenías manera de que la médica de emergencias te firme un certificado donde conste que no salís porque te atacó el pánico de qué ponerte para que no te miren mal, no te queden mirando mal, antesala del insulto a tu género que tienen masticando en la garganta y que no se animan a escupirte, todavía, porque el Estado no se los permite y se los prohíbe con las nuevas leyes de acoso callejero y contra la discriminación de género, que conocen y que temen, pero que no consensúan. Te labraron el miedo al botellazo con esas miradas martillo, miradas pistola reglamentaria, miradas alcahuetas, buchonas, miradas de rati.

Encerrada en tu casa, llorando desnuda porque no sos capaz de valentías y respuestas rápidas, porque el miedo te devora las ilusiones y deseos, te decís una y mil veces que te das manija al pedo, que no es cierto que tu barba o tu pene vayan a ser como el triángulo rosa obligatorio de las maricas condenadas a los campos de concentración del nazismo, que si te olvidás de los otros, ese kilómetro todavía puede ser tu pasarela.

No volvés a salir porque te hayas convencido. Salís porque no te queda otra. Porque sin sueldo no hay comida para la nena hermosa que ayudás a criar, ni para tu gatita compañera de la vida íntima. Y porque a esa cárcel donde esas miradas te quieren volver a meter a la fuerza, no volvés más.

Pasarela o milla de la muerte, yo te encaro.

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