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martes, 25 de febrero de 2020

Retrato de una culpa



Publicada originalmente en Evaristo Cultural http://evaristocultural.com.ar/2019/09/12/retrato-de-mada-primavesi-sebastian-politi/

Sebastián Politi (1960) trabaja de psicoanalista pero acaba de hacer pública una de las mejores novelas que hayamos leído hasta ahora, lo que valdría que en la solapa de la próxima se defina, sin falsa modestia, como escritor. Su primera novela no fue publicada todavía, pero recibió primera mención del Fondo Nacional de las Artes en 2013, así que nuestra afirmación no ha sido dicha sin algún tipo de respaldo. En ésta, Retrato de Mäda Primavesi demuestra una capacidad técnica exquisita para narrar y una creatividad original para las ideas que sostienen y revuelven la trama. Su prosa erudita no logra empalagar la lectura de barroquismos y se somete a las necesidades narrativas, es tranquila y reposada durante doscientas páginas y se permite el estallido descarnado en los momentos justos.

Escritores en nuestro país hay, por suerte, millones, pero ideas buenas para una novela, al parecer, no tantas. Politi ha elegido una muy original para narrar la crisis de mediana edad de un neurólogo porteño de 50 años nacido –como él- en 1960, criado en Belgrano y habitando con su familia perfecta (esposa, dos hijes adolescentes, dos autos) en su casa de dos plantas, patio y jardín de Villa Devoto. Este personaje gris, insulso, recibe una estocada del destino y el azar en el pico de su vida perfecta, mientras disfrutaba un viaje por New York, capital del imperio, con su amante, una compañera de trabajo del hospital privado donde es el tercero en la línea sucesoria de su especialidad. En una visita fugaz, obligada por las buenas costumbres, al Museo Metropolitano, la visión del retrato al óleo original que él había conocido por una circunstancia fortuita, instala en su conciencia una semilla maldita que comienza a horadar lenta y sin pausa primero su sistema emocional y luego su cuerpo, sacando debajo de treinta años de represión no sólo el recuerdo de su primer amor, sino un cuestionamiento integral de todas las decisiones sobre las que construyó su vida perfecta.

Para los varones de la mal llamada clase media porteña la crisis de la mediana edad es un clásico. Tanto que le han puesto nombre popular: el viejazo. Profesionales en su mayoría dedicados al trabajo gerencial en empresas privadas y el Estado, comerciantes medianos y grandes, se analicen o no, como a cualquier mortal en algún momento entre los 40 y los 60 les agarra la crisis nel mezzo del cammin di nostra vita, que a Dante lo llevó a comenzar con esa confesión su Divina Comedia y a otros a comprarse una Ferrari, cambiarse el look o divorciarse y emparejarse con una mujer treinta años menor.

Pero la novela de Politi es tan buena, entre otras cosas, porque encuentra la forma de atraparnos en la digestión lenta y meticulosa, detallada, de la crisis de su personaje gris. El tipo se pasa una o dos semanas desde que vuelve del viaje con su amante en su vida cotidiana entre la esposa –¿cornuda pero feliz?- en Devoto, la vida del hospital, la hora del té con su madre y su padre octogenarios y una memorable fiesta en el depto de su sobrina de casi treinta, rememorando, es decir, re viviendo, los seis últimos años de su adolescencia, entre 1977 y 1983, en los que conoció a su primer y único amor honesto y verdadero, una estudiante de tercer año en el secundario privado católico de Belgrano donde él cursaba quinto, atravesó la colimba obligatoria y comenzó a estudiar la carrera de Medicina.

Es magistral la forma en que Politi maneja los tiempos de una novela donde los juegos de la memoria son un personaje principal. No hay flashbacks anunciados, ni agotadores, mucho menos berretas. Es casi como si el protagonista fuese de carne y hueso. El lector (varón) se sentirá espejado, casi descubierto infraganti, al reconocerse en la forma tan personal que tiene la memoria de asaltarnos en sueños y en la vigilia cuando andamos en crisis. Queda por ver si esa interpelación es capaz de producirse con tanta fuerza en lectoras y lectores no masculinos, debido al grado de empatía con el protagonista que nos obliga a una distancia emocional imposible de perdonar.

Un mérito de Politi es que ha sabido utilizar los recursos de su otra vida como psicoanalista en la construcción de un personaje épico, en el estricto sentido que puede ser tranquilamente el espejo de cualquiera de nosotres viviendo en crisis. Pero como buen escritor, ha construido una voz narrativa muy particular, sólida y distanciada emocionalmente del protagonista lo necesario para que la búsqueda de un registro autobiográfico del autor no nos seduzca lo suficiente para perdernos del hilo y también para que la distancia emocional le permita deslizar posibles aristas críticas de la vida de su personaje, de sus decisiones y acciones, sin caer nunca en un vicio de amateur, o sea, sin ponerse a moralizar desde el púlpito cortando el ritmo de una buena peli.

Porque además  Politi le agrega muchos condimentos buenos a su buena historia. Decide recrear esos seis o siete años de la adolescencia “inocente” con un clima de música y películas que imprimieron una forma de ser y una forma de pensar a su generación: Yes, Charly García, los orígenes del rock nacional, la cultura hippie, el estreno en cines de El huevo de la serpiente  o Blade Runner, las disquerías de Palermo o Belgrano donde compraban sus vinilos, los bares donde se citaban dos novies púberes. Politi vuelve a las impresiones de su adolescencia y las recrea casi con exactitud usando impresiones, no un trabajo historiográfico. Y lo logra muy bien porque su novela no le pide registro de historiador sino de una memoria humana, gastada y cansada, que recuerda así, por impresiones, como la pintura del Museo Metropolitano que disparó la historia.

En esos años de adolescencia está el nudo de toda la novela. La joven adolescente que fuera su primer amor, el más puro que tuvo -que sospechamos de una pureza platónica, es decir, sin consumación sexual-, una especie de Beatrice Portinari o Beatriz Viterbo de dieciséis años, hija de un alto oficial de la Marina salido de la nefasta base naval de Bahía Blanca y una progresista intelectual hippie, que después de la sospechosa renuncia de una profesora de literatura a sus horas en el colegio católico donde estudiaban y la crisis que generó en su familia (el padre participó en su expulsión pero la profe era miga de la madre) de un autoexilio en París con tintes de divorcio de facto y la extraña muerte de su padre, decide largar todo y viajar a un pequeño y remoto pueblo de Santiago del Estero a ejercer como maestra rural al servicio de curas tercermunidstas. Otro aspecto a subrayar, la intromisión de un relato ficticio de características borgeanas y nietzscheanas que arma una imagen siniestra del catolicismo, tal como podía ser vivida por adolescentes católicos en ruptura con su educación y su moral a fines de los setenta y que le da una solidez extra a toda la novela, homenaje también a Sobre héroes y tumbas, de Sábato.

Por algo será

Allí es donde toda la crisis existencial del neurólogo cincuentón se nos torna interesante. Porque toda su vida presente, sus dos autos, su casa, su familia, su viaje a New York, se construyó sobre ese cimiento: decide dejar a su novia sola en la experiencia devota de Santiago del Estero y seguir una opción conservadora en su Buenos Aires. Después de casi treinta años sepultada, su elección vital empieza a corroerlo por dentro, y esta vuelta del pasado va destruyendo su presente: las mentiras que sostenían su vida perfecta van floreciendo, su esposa demuestra no sólo que había elegido aguantarse veintipico de años de infidelidades a cambio de una buena vida respetable (la casa, los dos autos) sino que ella también mantenía relaciones fuera de contrato.

Aquí es donde la novela se torna también, quiera o no su autor, en una reflexión metafórica sobre Argentina. Es imposible para cualquier lectere (¿lector, lectora, lectere?) argentine evitar ver los años 1976 a 1983 y que salte la duración exacta de la dictadura genocida conducida por Videla. Y no parece que Politi haya construido toda la novela alrededor de esa motivación, o al menos ha logrado hacerlo de una forma sutil, para que no quede en una tesis demasiado evidente.

En suma, la angustia ineludible que se va apoderando del protagonista y puede llevarlo a un bobazo definitivo o un acv, consiste en esta decisión fatal, negarse a seguir el deseo de su amor más puro y honesto para construir una vida hipócrita pero materialmente perfecta. Una banalidad habitual entre la clase media porteña que cobra un ribete político siniestro porque significa también la culpa de haber traicionado las razones íntimas que le hicieron admirar la música y el arte que lo marcaron de joven, el espíritu de rebeldía e inconformismo de lo mejor de su generación. Pero algo peor, la sensación de culpa por haber colaborado pasivamente con la dictadura.

No podemos evitar el recuerdo de películas como El lector (Stephen Daldry, 2008), que analizan con maestría el drama mínimo de tragedias universales como la colaboración de la población ¿inocente? con el nazismo. Aunque para ser justos, esta novela rinde culto a una especie de arte más prosaica y porteña, como las películas de Alejandro Doria, La isla(1978) o Darse cuenta (1984), aunque también y por qué no, La historia oficial (1985), de Luis Puenzo. Sin la complejidad y ambigüedad tan sutil y cruel de El lector y mucho más cercanas a nuestra realidad, Politi tampoco cae en la banalidad de un Campanella, atada también a la banalidad de la Argentina post alfonsinista. Politi se ubica en un retorno exacto al clima de una clase media que no sabía del todo bien de qué se trataba aunque no podía eludir saber que algo siniestro estaba pasando bajo sus pies. Su protagonista descubre al calor de la “batalla cultural” de la militancia por los derechos humanos que logra quebrar veinte años de impunidad en 2010 a fuerza de haber conseguido el fin tardío e inestable de los juicios de lesa humanidad, pero sin haberse descubierto colaboradores conscientes del genocidio. En el tono exacto de la autocrítica de las pelis de Doria y las canciones de Sui Generis, que todavía bajo la presión jodida de los “años de plomo” y el “por algo será” encontraron la forma de ejercer la denuncia poética sin posibilidad de ejercer una denuncia definitiva y clara.

Sin decirlo explícitamente, Politi denuncia ante esta clase social que bajo plena vigencia del Estado de Sitio y la represión, varios artistas arriesgaron la denuncia del régimen en las condiciones de clandestinidad que podían evitar la censura. Quien quiera oir que oiga, quien quisiera darse cuenta, tenia elementos para hacerlo.

En otro descubrimiento exquisito, Politi articula una trama de crisis existencial sobre un viaje íntimo que va desde la capital del imperio, que disfruta como una metáfora decadente y tardía de la tilinguería porteña que se permite los viajes iniciáticos parecidos a la plata dulce pero enmascarados en “congresos” de profesionales que lucran con las ventajas de pasajes en doce cuotas hasta el monte santiagueño arrasado con el desmonte sojero y el veneno del glifosato. Magistral viaje existencial desde Nueva York, Belgrano, el Rowing Club de Tigre y Suni Huako, un pueblo que dejó de existir bajo el imperio de la nueva patria sojera, hija de un vandalismo de terratenientes más parecido todavía a la masacre genocida de Julio Argentino Roca que de Rafael Videla.

En el éxtasis final, el protagonista encara una road movie que decide por fin develar misterio y nudo emocional íntimo, remonta una antigua bronca en sordina que putea un grito contra la Iglesia Católica que lo crió y que no hizo nada para evitar el desalojo de pobres campesinos del monte santiagueño después del 2001. Pero fue su generación joven, la representada en el misterio de su primera novia, que decidió romper su mandato familiar y entregó toda su vida para luchar contra el futuro posible que sembró el futuro de expropiación capitalista en el campo mientras él –y no el cura santiagueño a quien reprocha con justicia- miró para otro lado. Resuelve a los cincuenta años el final trágico de su humanidad frustrada a los veintipico aunque deja sentados, el escritor, las razones políticas de esa generación que traicionó para siempre sus sentimientos más nobles y permitió así que este nuevo país se haya desarrollado sobre sus propias pasividades cómplices.

La novela de Politi tiene todos los condimentos del mejor género, esa novela existencialista tan propia de la tradición occidental de la posguerra de mediados del siglo veinte, la forjada por Sartre y Camus, ambientada treinta años después en la tragedia más importante de nuestra esencia nacional. Un balance generacional y clasista que arroja una luz lacerante en las tramas inconscientes de una entera clase social que construyó su éxito individual sobre el silencio cómplice de un pasado y un presente horribles para toda una experiencia colectiva.

Un personaje a quien su narrador acompaña con fidelidad de historiador pero con el respeto cuidado y meditado de una crisis que se desenvuelve sin efectismos. Una prosa casi desesperante, atiborrada de detalles sublimes que se contiene hasta el final, como un thriller excelente y exasperante, idéntico a la crisis individual con las herramientas que su personaje tiene a mano.

Antes era normal

Como toda crisis existencial, la lectura de la novela de Politi nos ha despertado toda una serie de reflexiones que se pueden deducir de la historia pero que exceden al interés del autor. Es decir, como toda buena literatura, el autor siembra otras posibles concatenaciones de la crisis de su protagonista que exceden sin embargo al corazón de la trama. Quiero decir, cómo es posible pensar que como toda crisis existencial, comienza y termina en la crisis personal del amor y la existencia, los sueños adolescentes de rebeldía y la culpa de una vida adulta y sensata. Sin embargo, como todo buen psicoanalista sabe, las crisis existenciales que derrumban las certezas de la vida consciente son solamente un comienzo. Aunque la novela consiga un cierre también magistral, no literario si se quiere, donde el protagonista no consigue descubrir exactamente lo que busca, el misterio develado, aunque se permite un cierre emocional, cabe pensar que es sólo el comienzo de la crisis.

Después de la marea verde feminista que puso en primer plano la hipocresía de las relaciones sociales basadas en la violencia machista, también propias de un clima de época muy argentino, cinco años después de la crisis del protagonista con su pasado, cuesta creer que el cierre de su crisis existencial se termine en la necesidad de dedicarse con mayor ahínco a sus funciones como padre de sus dos hijes adolescentes con mayor compromiso emocional del que no disfrutaron de sus propios padres. Sumamente limitado como balance de un protagonista que ha construido todo su entramado de relaciones afectivas sobre los cimientos de un uso maquiavélico de las mujeres de su vida a disposición. Su esposa le sirvió para construir una familia material y socialmente exitosa, a fuerza de callarse decenas de realciones extramatrimoniales, cada una de sus amantes, desde el primer noviazgo le sirvieron para perseguir la búsqueda de sus emociones más puras abandonadas en su juvendud, su última amante, compañera de trabajo, que le sirvió para encontrar consuelo y ego frente al viejazo, a quien está dispuesto a abandonar cuando le exige acompañarla en su propio deseo. Mientras se enorgullece de las dotes de conquista de su primogénito sobre una hembra que a él mismo cautivó, desagradable legado patriarcal que la novela describe con naturalidad, subvalora y minimiza la lucidez de su hija adolescente para develar la misteriosa trama que su padre intenta encubrir. En el paroxismo, su propia sobrina preferida lo es por segundearlo en sus relaciones extramatrimoniales, destacando una complicidad machista aunque basada en una empatía sincera con el tío que desde temprano se ocupa de su crianza, desnuda una falta de sororidad elemental con su tía.

Podríamos decir que se trata de una crítica injusta, ya que la condición machista del protagonista no es el eje de la reflexión que busca el autor, y aceptamos el planteo. Sin embargo, nos parece imposible de dividir al personaje tan bien creado de sus inclinaciones humanas más elementales. Pues patriarcado y clasismo son instancias diferentes en el análisis político e ideológico, pero se fusionan en la psicología del individuo. El machismo con el que construye su castillo de naipes es un cemento fundamental e ineludible para su estrategia política y de clase. El propio autor subraya durante las casi trescientas páginas toda su misoginia típica, que sin embargo el protagonista nunca pone en tensión, ya que es propio de su clase social tomar el “buen uso” de “sus” mujeres al servicio de un pacto social donde la esposa es tan culpable como él, donde incluso su propia sobrina es cómplice y empatiza con sus traiciones, rompiendo la sororidad más elemental.

Quizás el propio escritor no haya ahondado en su propia crisis existencial todavía, quizás su intención de adherirse a los mejores recursos de la literatura no le haya permitido explotar a fondo su intención de artista, de desnudarse hasta el final en su propia crisis. Quizás simplemente este lector le exija de más a una novela que ha cumplido sus propias metas. O quizás también se haya esforzado con éxito para dejar planteada una crisis más produnda que el protagonista no logra ver. En favor de esta lectura, el intento de poner el foco sobre la niña-mujer adulta que posó para Gustav Klimt en 1915 y presenció su propio retrato setenta años después podría ser también un alegato en favor de colocar la subjetividad femenina, que la cultura tradicional de occidente coloca como mero objeto de análisis, objeto de amor e idealización, como sujeto al que deberíamos colocar como centro de empatía.

Esta ambigüedad posible no está subrayada lo suficiente en la novela, en el mejor de los casos para producir en les espectadores una sensación de extrañación suficiente que permita llegar a esa hipótesis por caminos propios, en el peor de los casos, el escritor no ha encontrado aún los caminos para indagar sobre las posibilidades de esa lectura en clave feminista de la crisis existencial moderna de una clase social ya vieja y perimida.

En cualquiera de las dos posibilidades, Sebastián Politi ha construido una trama original y maravillosa, donde además de aportar una reflexión exquisita sobre la pequeño burguesía porteña y su colaboración en la construcción del país que tenemos, develando sus traiciones más desapercibidas, presenta una trama y un análisis filosófico sobre las posibilidades del arte (pintura, música, cine, literatura) en el desarrollo de la conciencia individual, el caótico devenir del tiempo, la tragedia individual y colectiva de un país entero al mismo tiempo que una reflexión muy íntima sobre el ser y su circunstancia. Una novela que hace méritos para ganarse un lugar de clásico y llegar al cine, surgida de un escritor que recién nace, viniendo de fuera del campo literario, pasados sus propios cincuenta años. Un bautismo de fuego para celebrar.

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