Una crónica de insultos de género y
carnavales chamániques.
En el poder del insulto hay una relojería psicológica que
conjuga las fuerzas del agresor y la agredida. Te dan más terror las violencias
semi legales, avaladas por la tradición, la familia, la escuela y el Estado,
porque son invisibles, sin nombre ni castigo, que las evidentes y repudiadas -formalmente
al menos- en las leyes.
Entre los insultos que venís cosechando desde que tiraste a
la basura el disfraz de machito paterfamilia en el que te engañaste treinta
años, el más zonzo fue el más hiriente: sentada a la mesa del almuerzo familiar,
el heredero al trono del patriarca fallecido (Ha muerto el Rey, ¡Larga vida al Rey!) te amonestó un intento de
defensa de elementales derechos de respeto para las feminidades inferiores en
la micro-arquitectura patriarcal de estas seis personas, bautizándote de payaso.
Vos amás los payasos y toda la cultura de clowns y
arlequines, seres sin género de todes les géneros, símbolos vivientes del
espíritu hedonista originario de todos los pueblos y estirpes. Pan, Dionisio y
Baco, Elegguá mi niño yoruba con la llave de todos los caminos entre el cielo y
el infierno, Tío y Ekkeko del altiplano aymará, dios mono en las montañas del Yangtsé
y Prometeo, Kukulkán rebelados contra los dioses para salvar a su especie; sus
vestidos y máscaras cumplen todavía la función primera que tuvieron para
nuestres ancestres hace 300 mil años, permitir que se borre la máscara ficticia
que construye el individuo en común unión con su familia, su tribu y su clan,
para que a través de este rostro universal se expresen todas las caras, base de
los teatros griego y chino antiguos, correas de transmisión de la catarsis del
público que ve en esas máscaras el espejo más honesto de sus sentimientos
básicos.
La alegría de le arlequine, del payaso o le clown tiene
funciones chamánicas, abrir a fuego las llagas de la hipocresía legal para que
la verdad ilumine las conciencias, permita las rebeldías, garantice la sanación
en el cambio y revolución permanente de las estructuras que nos oprimen.
No era eso lo que pensó tu agresor. Para él toda esa maravilla
de la historia de nuestra especie se resume en sus literalidades más burdas,
para él, payaso dícese de todo hombre que usa disfraces y maquillajes para
hacer el ridículo, para ser el objeto de la mofa y el escarnio, la burla del
resto de la manada.
Odio ese insulto. Ya lo había recibido de mis admiradas
terfas, quienes reclaman la feminidad exclusivamente para cuerpas con vulva,
intentando volcar al feminismo a una razzia genital entre sus propias filas,
incluso de las guerreras más radicalizadas del Río de la Plata, las furias
travas.
Sin embargo, repensás esto de la ignorancia detrás del
símbolo.
¿Te acordás cuando volviste de los carnavales en el Parque
Rodó y el Barrio Unión de la última luna del verano del 2019? La hija de
Yemanyá, diosa jaaukanigás del ceibal, te había bendecido. Con espíritu de
mainunbý te trabajó una vulva anal para ayudar al alma femenina que tenías
encerrada en los subsuelos del inconsciente a salir, a reclamar su gobierno de
la conciencia exterior, como había ordenado el chamán de la montaña, el hananwattu,
al comienzo de ese mismo verano.
Viniste a marchar el 8 de marzo, tu primer 8 de marzo
después de quince años marchando los 8 de marzo, tu primer huelga de mujeres –cis,
lesbianas y trans- y travestis y otres géneros disidentes, tu primera de huelga
y no de aliade.
En la movilización de la huelga de mujeres, lesbianas, trans y travestis del 8 de marzo de 2019, Día Internacional de la mujer Trabajadora, junto a Leyla Isis |
Eras vos como fuiste siempre detrás de los barrotes de tus
otras caras, barbadas y encorbatadas. Te calaste la boina vasca de hilo y ala
ancha, azul marino, que compraste en la estación de micros de Santa Fé capital
ese verano; el chiripá naranja con soles de bordes y formas tribales en negro
que te regaló la Vicki que se llama Virginia en el Barrio Unión; y abrigada con
la ruana en gamas de violetas y borra vino que te poseyó en el mismo comienzo
de la Tristán Narvaja un domingo de sol y caña, de puñaladas camperas y art
noveaux adornando en los edificios centenarios, las calles empedradas de las
primeras hojas secas de los plátanos a sus costados.
La terfa y el Rey Heredero no ven la armonía que provocan
las combinaciones de fríos y cálidos en iguales tonos, no distinguen la
arquitectura debajo de los naranjas y negros, haciendo soporte de los violetas
y azules del torso y cabeza. Estabas vestida con los colores del clima exacto
del Río de la Plata a comienzos de marzo. Orgullosa sobre tus tacos precarios, dándote
corte.
Donde el bruto cree ver al ridículo bufón, vos estabas
reviviendo y militando las culturas humanas elementales del pueblo del que formas
parte, por tu lucha y tu trabajo. Sólo en la enajenada Buenos Aires una boina
vasca se identifica con un rasgo aristocrático francés cuando en toda la cuenca
del Paraná, tan fundada por vascuences que el primer nombre de la ahora
República Argentina, fue, desde 1530 hasta 1776, Nueva Vizcaya.
En Santa Fé, esta boina que llevo orgullosa en el otoño
porteño es portada sólo por chacareros y peones de campo. Acá sos una ridícula
que quiere hacerse la cheta afrancesada; allá, más cerca de mis raíces, es
símbolo de tradición.
Otro tanto pasa con la ignorancia y el chiripá. En los
noventa se pusieron muy de moda entre las mujeres de Baires y Montevideo estos
ponchos para las piernas de origen altiplano milenario. Dos rectángulos
simétricos se enroscan en muslos, entrepierna y cintura, formando una especie
de pantalón-pollera muy cómodo y abrigado que aborígenes y después gauchos de
la pampa usaron como protección de pantalones de hilo o bombachas de campo en
las épocas de fríos o para cabalgar. Igual que la historia milenaria de las
ruanas charrúas, primas hermanas de las decenas de variedades de ponchos que
habitan las aldeas montañosas de nuestres ancestres hasta las tierras náhuatl
meshicanas, pasando por el caribe y todo el Ande.
Las tres, boina, ruana y chiripá, del noble arte de tejer el
hilo de la llama, la alpaca o el algodón; las tres, distinguiendo en sus
diseños y colores a los clanes y tribus de la familia mayor, sus geografías,
registrando para la eternidad su identidad.
Boina, ruana y chiripá, más que un varón ridículo disfrazado para atraer sobre sí
el odio o la burla transodiante de machos y terfas, de curas y miembros del CC,
son las banderas políticas de una travesti defendiendo la tradición india y
gaucha de las montañas, llanuras y ríos que formaron el “suelo patrio”
original.
En la Vieja Europa pre romana, los carnavales eran fiestas
de bienvenida a la alegría renacida de la primavera y el verano, porque exorcizaban
los demonios fríos y húmedos que cosechaban cuerpos de seres querides en
invierno y traían la pulsión del Ello natural, el bullir de las sangres en las
savias de los tallos, el fruto alimento después de la flor, aviso de
prosperidad.
Trasplantados de prepo al hemisferio sur, son las
celebraciones anarquistas de afrodescendientes y castas que fundaron la esencia
de la nostalgia que llora en la milonga y la murga. Destino exacto para una
tierra barrosa y cenegosa que ahoga felicidades en la explotación de cinco
siglos y todas las derrotas de las resistencias y rebeliones, desde los Túpak
Amaru y Katari en el 1780 hasta el argentinazo del 2001, pasando por las guerras
genocidas contra el kalchaquiés y guaraníes del siglo 17 y 18 y el exterminio
planificado durante doscientos años contra ranqueles, pampas, puelches,
tewelches, werpes y mapuce en el siglo 19 que todavía sigue, legalizada bajo
las leyes antiterroristas que los nacionales y populares le concedieron a la
embaja yanqui, como aquélla que comenzara Roca y continuaran Yrigoyen y Perón
contra abipones, qom y pilagá que siguen pagando en sangre y miseria el tributo
a la expansión de la frontera de la soja y la eternidad del bandeiranchi.
Milonga que llorás en afro y cocoliche de tano emigrado a la
fuerza, el drama del genocidio en la panza de los buques que poblaron la patria
en las costas de tosca y verdín contaminadas por dos siglos de sangre india y
afro y sangre de vacas en la hecatombe y holocausto que el europeo terrateniente
vino a verter sobre las sagradas venas de tus sagrados ríos con la espada lista
pal degüello.
Y pensás en la torpe ignorancia del que te insulta de payaso
cuando sos chamane travesti de las mejores tradiciones culturales de tu pueblo,
unidad de todas las clases explotadas por el Señor Feudal y el Burgués Liberal,
de todes les géneros y orientaciones sexuales en una, que es todes y ningune, (como
la Santísima Trinidad que nombró a tu ciudad Garay en el 1580) que vienen
siendo perseguides, segregades y hostigades por el macho patriarcal de todas
las familias de propietarios y explotadores durante cinco mil años.
Última paradoja. El mismo que invocó el espíritu del fallecido
abusador para ejercer el derecho primogénito varón al abuso intrafamiliar, te
enseñó una hermosa tradición hace más de treinta años, cuando vos y él vivían
en otra vida, en otro espacio, la infancia misionera. Le preguntaste por qué a
los hinchas de Boca nos decían bosteros
y te contestó que los adversarios odiados pretendían insultarnos porque a
diferencia de ellos, en casi cien años nunca nos fuimos de nuestras raíces,
pegadas al funesto olor a bosta del Riachuelo contaminado. Impresionante. Un
insulto clasista, de quien nació respirando la misma bosta pero intenta borrar
sus orígenes en su nuevo barrio careta a fuerza de castigar el origen plebeyo y
esclavo del antiguo vecino.
Como en todos los ghettos de la historia de la explotación
humana y los genocidios, el xeneixe toma el insulto y lo porta con orgullo por
sus orígenes. Como hacen les “negros” y “putos”, como hacemos las “maricas” y “travas”.
A mucha honra, hermano de sangre más no de almas, payasa y arlequine de la subversión y el comunismo de les probres de la Tierra, de les géneros anarquistas del pakitalismo y la heteronorma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario