A veces cuando pienso que todo esta perdido
voy hacia algunas formas de la muerte
Me pego un tiro con una palabra
que alguna vez me fue tan transparente.
En la ternura del agua que corre
me recuerdan la llegada de unos trenes
Sales de los mares curvas de los puertos
con mujeres descalzas en el verde
Voy hacia el fuego como la mariposa
y no hay rima que rime con vivir
No te pares
No te mates
Sólo es una forma más
de demorarte.
Adrián Abonizio,
1983
Te da vergüenza confesarlo, pero a los trenes, todavía les
tenés miedo. Y te da bronca. Mucha bronca.
Primero, porque ya tenés encima treinta años de andar en los
trenes suburbanos de Buenos Aires. No sos ese porteñe careta, sin amigues o
amantes del conurbano, o con amigues y amantes a los que obligás a venirse
siempre a Capital para gozar del encuentro. Nada que ver. Vos conociste los
trenes acá, porque en Misiones te criaste con pequeñas distancias, por eso le
seguimos diciendo micros, como los de media o larga distancia, o colectivos.
Los trenes de Baires no son para chetos, salvo, valga la
excepción que confirma la regla, y con mil disculpas de mis amigas proletarias
de zona norte, el Mitre, que los chetos de Acassuso o San Isidro suelen usar
como si fuese su propio subte, y que los intendentes mantienen pulcros que
hasta les ponen papeleros entre los asientos.
La proporción de proletaries que se obliga a usar el Roca,
el Sarmiento, el San Martín, el Urquiza o el Belgrano Sur es apabullante. No
porque querramos, obvio. Los trenes que fundaron los ingleses y franceses con
guita regalada por esos mismos próceres vendepatria hace ciento cincuenta años
se diseñaron para (trans)portar mercancías. Granos de trigo, cebada, maíz o
girasol y vacas muertas o semimuertas desde los siete puntos cardinales que
rodean la ciudad hasta el puerto del este donde los acumularon en barracones y
barcos y despacharon por chaucha y palito a Europa antes, a China ahora, para
llenarse los bolsillos con nuestra hambre y miseria.
Luego, se fueron haciendo las fábricas ahí, cerquita de
donde se laburaban los campos y los mataderos y los frigoríficos, en las
tierras inundables y por eso mismo baratas lo suficiente para fundar galpones y
alquilar talleres, y el mestizaje de afrodescendientes, aborígenes, tanos,
galegos, astures, euzquerras, siries, ruses, ukranianes o polaques que les
vinimos a fundar la patria en las fábricas nos tuvimos que amontonar a la vera
de los arroyos barrosos del Riachuelo Matanza, el Maldonado o el Reconquista y
el resto del Gran Buenos Aires para juntar las maderas y las chapas con que
hacer la ranchería o pagarles injustos alquileres en conventillos horizontales
o monobloques verticales para tirar la carne a descansar unas pocas horas antes
de volver al laburo.
Y siguen (trans)portando mercancías, porque eso somos para
ellos, mercancías capaces de producir valor en otras mercancías. No nos ven
humanes como no ven animales en sus caballos o mascotas. Nos ven bestias de
carga y trabajo. Nos dejan usar los trenes para que lleguemos más rápido a la
oficina, el local comercial, el banco o la fábrica, el aula o el galpón, porque
si llegamos en menos tiempo les costamos menos, le rendimos más.
Te jode, entonces, que te de miedo tomarte el tren en Once,
Consti, Retiro, Pompeya o Lacroze como hiciste toda tu vida de obrere del
interior, sin ínfulas de señorito porteño nunca.
Pero resulta que un día decidiste que no escondías más tu
identidad de género autopercibida, que no te disfrazabas más de chongo para
zafar de la mirada ortiva, el insulto sorete y la amenaza del botellazo. Ahora, carajo, si querés seguir viendo a tus amigues y amantes tantos años sembrados y
cosechados, tan nutrientes de tu sentimiento vital más hermoso, tomarte un tren
es cosa nueva.
Segundo te da vergüenza porque los trenes te cachetean una
verdad incómoda. Al año de salir del clóset todavía no sabés qué carajo es ser
travesti de verdad. Porque vos te escondiste del insulto y el destierro
familiar, te escondiste del bullying en la primaria y secundaria, te escondiste
de todo y de todos en un clóset acolchonadito después de la primer violencia a
los seis añitos y te convenciste de ser el mejor chongo posible, machito
católico primero y trosco después, para que no te vuelvan a pegar, o cada vez
que te quisiste salir y te pegaron elegiste mantenerte segure en el disfraz, en
tu falsa zona de confort.
Todo bien con las estrategias limitadas que nos obliga la
heteronorma a “elegir” y no responsabilizar a las víctimas de sus decisiones,
pero te da vergüenza a veces defender tu identidad travesti cuando vos saliste
del clóset a la edad que la mayoría de las compañeras de tu género son
asesinadas por machos violadores y torturadores o por el Estado que las ha
dejado morir en la miseria, sin derecho a otro trabajo que la vulnerabilidad
extrema de proxenetas y clientes violentos, sin más recurso que las
intervenciones quirúrgicas baratas, regaladas a los médicos inescrupulosos.
Porque los trenes te descolocan. La Ciudad Autónoma es una
mierda medieval contra los géneros disidentes, pero así y todo es el lugar del
país donde más seguimos zafando. Cuando cruzás el Riachuelo, la General Paz o
el Reconquista y entrás al ghuetto para pobres que nos obligan a habitar, ser
travesti es algo que ninguna de tus experiencias vitales te ayudaron a prever.
En el ghuetto la trava no sólo es puta, es la puta de todos.
El rati y el pibe chorro te forrean igual que la mamá luchona y su marido
golpeador o su ex que se hace el boludo para no hacerse cargo de la bendi.
Cuando pisás el tren tenés que estar preparada para pararte de manos si no te
vas a bancar la mirada, el chiste hiriente, la guasada evidente entre los
chongos o las minas. Acá no es como en Palermo o Cabashito que apurás un poco
al tarado que te dijo algo o te quedó mirando y agachan la vista y siguen su
camino. Acá pinta combate todo mal. Acá si no tenés aguante, terminás toda rota
en esa zanja, al costado de la vía, reina.
No es culpa de la pobreza ni falta de empatía o educación de
las clases obreras, no te confundás. Esto es la barbarie, la descomposición
social. El sálvese quien pueda, la ley del más fuerte, la competencia entre
pobres, la violencia y la crueldad acostumbradas en la sensibilidad desde
purretes. Acá la trava no está de moda como la rúcula o los frascos de
mermelada usados para el vino o la cerveza en los bares chetos de Palermo. Acá
no hay chicas trans, acá la travesti se la nombra siempre en masculino, siempre
deformada en trabuco o travesaño para hacerte doler el alma.
Acá te hacen sentir el chivo expiatorio perfecto de todas
sus miserias y frustraciones, acá sos la que unifica el frente único de toda la
lacra social. Acá pintó el fascismo afuera de los manuales.
Y te da bronca tener que callarte tu orgullo de trava recién
asumida por vergüenza. Como te da bronca que te obliguen a pensar que si no te
ponés tetas de silicona o te hormonás en el Fernández seguís siendo un machito
disfrazado.
A vos no se te caen los anillos porque te traten de puta
pero vos tu culo se lo vendés hace veinte años al Ministerio de Educación,
trabajás de otra cosa. En ninguna oficina te dijeron que para ser travesti
tenés que pagar el mismo derecho de piso que las compañeras torturadas y
asesinadas antes de los 35 años. No tenés por qué ir a esconderte y
arrepentirte de tu laburo y el lugar donde vivís y esas cosas por las que te
mataste laburando tantos años que alegremente tanta gente con impunidad
considera “privilegios”. Derechos son. Que no podamos accederlos todas debería
ser combustible para redoblar la lucha, no excusa para seguir bardeando a la
que está al lado tuyo como si fuese la enemiga a vencer.
Reclamo entonces, aquí y ahora, y donde tenga que lucharlo,
para mí y para todas, junto a todas, mi derecho humano al disfrute de mi
identidad de clase, laburante de una Baires sin fronteras, de mi identidad de
género autoconciente de ser travesti sin que eso habilite todo tipo de
maltratos.
Reclamo, en suma, señores jueces que me habitan, mi derecho al pan, a las rosas y a los trenes.
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