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martes, 25 de febrero de 2020

El machismo, sobreseído


publicada originalmente en Evaristo Cultural http://evaristocultural.com.ar/2019/12/13/belisario-y-el-tribunal-de-mujeres-lucio-yudicello/

Lucio Yudicello pretende seguir las huellas del gran Chesterton en su propio camino con la novela policial. Su protagonista emula al inefable sacerdote católico de pueblo chico, el Padre Brown, pero metiendo sus capacidades detectivescas entre las intimidades de los grandes infiernos de los pequeños pueblos de las serranías cordobesas. Sin embargo, Belisario Guzmán tiene la originalidad de ser un viejo juez que rememora sus mejores anécdotas en un bar que se parece tanto a El Cairo donde Fontanarrosa inventaba las mesas interminables de los galanes, aunque se llame El Tábano y figure al noroeste de Rosario, en la Córdoba donde vive nuestro autor, que seguramente se trate de un evidente homenaje.

En la mejor tradición de las historias del Padre Brown, este juez campechano, que al mismo tiempo muestra una notable erudición sobre códigos y reglamentos procedimentales, utiliza toda su experiencia entre pasillos de tribunales y expedientes para intervenir en las características íntimas de la sociedad cordobesa con precisión de bisturí. Desde el comienzo de la última novela de su saga, Belisario y el tribunal de mujeres, hay un trabajo minucioso en la descripción de los personajes, que describe personalidades antes que estereotipos y va pintando un fresco costumbrista que pone en primer plano las conductas humanas, antes que la superficie de su hipocresía.

Toda la novela está sostenida en la trama de un crimen en apariencia transparente (como lo son todos los del género) y que sólo se devela al final, gracias a una serie de eventos azarosos y entretenidos y la sagacidad del protagonista y su parteneir, la Jueza Eliana Testa; el crimen involucra a dos carniceros de un pueblo de Traslasierra y una trama de celos y sexo extramatrimonial que desnudan las redes de sociabilidad de un pueblo chico y sus miserias. En el tono que Marx defendía las obras de Balzac, quien describía bien la mentalidad del “pequeño tendero de provincias”.

Sin ser fanáticos del género, entendemos que Yudicello trabaja con eficacia para cumplir con las leyes fundamentales del mismo: sabe mantener el suspenso con recursos nobles, principalmente el juego de narrar el recuerdo de un ambiente bucólico de las sierras en la primavera verano de 1995, desde una reunión de amigotes de café veinte años después. Lo mejor trabajado y que más nos ha divertido es el juego de superposiciones en el relato diferido de los hechos, del narrador que lo refiere como testigo de la reunión en el bar, condimentando la escena con descripciones e intervenciones de parroquianos que cumplen funciones específicas (señalar obviedades, despejar pistas falsas, cuestionar la veracidad del relato, etc.) hacia la voz del protagonista como narrador que viaja entre los efectos narcóticos del alcohol que consume en el presente y la melancolía del amor y la juventud que quedaron vivos dos décadas atrás.

El escritor es consciente de que ese juego le resulta y lo celebra cada tanto jugando con las palabras y las cacofonías para resaltarle. Sin embargo por alguna razón la tensión que logra en la primera parte, con los cambios de escena en el cuadro de una sola noche en el café, iniciadas con una partida de ajedrez con su alter ego, un médico cínico criador de arañas venenosas de apellido Maresca -que además de recordarnos obviamente la relación entre Sherlock y Watson sirve para introducirnos al verdadero leit motiv de la novela- no se mantiene en las otras dos partes, haciendo de algunas pausas necesarias para la narración más forzadas que necesarias. También nos ha parecido –desde una subjetividad absolutamente arbitraria- que la escena de la consumación del amor entre el juez y la jueza ha forzado aspectos de la personalidad del protagonista que no encajan con la sólida construcción que teníamos de la misma, sobre todo por el detalle de una cepa que llevaría de regalo además de los vinos a la cena romántica crucial.

El detalle no cuaja del todo con el juez verborrágico y de vocabulario entre técnico y campechano pero siempre erudito, aplomado y conservador aunque sea magnánimo y de mente abierta a lo nuevo. Quizás si rememorara ese amor como un lapsus juvenil y de alguna forma se distanciara de ciertos “pecados” comprensibles con la sabiduría de la vejez el detalle hubiese sido menos ruidoso. Aunque no empaña el resultado de conjunto.

Es de Perogrullo, pero por perfectos que sean sus personajes en el mundo de ficción, no pueden escapar a los límites del autor que los diseña.

El leit motiv de la novela son las relaciones de poder entre los géneros masculino y femenino en la sociedad cordobesa. Como en los cuentos de Fontanarrosa donde se emulan las estructuras de las fábulas griegas pero usando varones amigotes del bar como sujetos portadores de virtudes y defectos morales o éticos y sus aventuras desopilantes como vehículos de moralejas, en medio de una compulsa de ajedrez contra un amigo al que sospechamos Belisario quiere por encima del resto, éste desnuda un claro ataque homofóbico al ser comparada su inteligencia con la sabiduría “típicamente femenina”, a saber, no racional, intuitiva.

El machismo a juicio

Nuestro inteligente autor (la solapa nos informa que publica periódicamente desde 1985 una docena de libros entre cuentos, novelas y ensayos, que ha sido premiado por la SADE y el Fondo Nacional de las Artes, finalista dos veces del Clarín de Novela y que además es guionista y director de documentales y organizador del Encuentro Internacional de Literatura Policial Córdoba Mata) inventa un tribunal que se dedicaba en una modesta jurisdicción semirural semiurbana de todos los fueros de la justicia, dirigido por una mujer cuyas dos principales asistentes también lo eran. Un tribunal de mujeres tan idílico como el paisaje donde había sido conformado, que además ejercía un estilo de justicia en el que dominaba el sentido común y la búsqueda de la verdad y la defensa de les inocentes frente a los abusos de turno. Doblemente idílico. Al punto que el autor tiene que inventar una lucha extrema entre los poderes políticos de la Nación (el PJ liberal de Menen) y la Provincia (la UCR conservadora de Angeloz y De la Rúa) para explicar la constitución de una doble anormalidad como esa.

La novela, entonces, pretende funcionar como una crítica al sistema judicial argentino desde el foco en el tercer distrito más importante del país, donde se fustigan su excesivo burocratismo y formalismo y la corrupción de los abogados que busca el lucro aprovechándose de sus clientes –de la ignorancia en las leyes de sus clientes- y de los jueces que suben y bajan según sus relaciones carnales con el poder político. En ese sentido Belisario y el tribunal de mujeres además de ser un buen policial clásico se acerca un poco a la novela negra, en tanto denuncia del funcionamiento podrido del Estado y la sociedad que construye, señalando con la candidez corrosiva del personaje de su admiración una trama aparentemente pueblerina que desnuda y se entronca con las grandes líneas de corrupción de la historia argentina.

Pero además, sobre esa base, el autor construye una contraposición de la heroína y su tribunal que idealiza la influencia que podría tener una “mirada femenina” en la superación de los límites históricos del sistema judicial, además de poner en tela de juicio el machismo del sistema.

Sin embargo, Belisario no supera ni al Padre Brown ni a su amado Cura Brochero en quedarse en los límites del problema. Belisario puede distanciarse del machismo de sus contertulios en El Tábano y de las estrategias discursivas machistas de la prensa y la justicia, que revictimizan a las mujeres que testimonian en el juicio de marras como testigas y víctimas, señalando la injusticia del procedimiento pero subrayando con la de sus interlocutores del bar que las mismas forman parte del sentido común de la sociabilidad masculina, ya que a pesar de la amonestación, todo el mundo repite en la impunidad del bar las sospechas eróticas fundadas o infundadas sobre las mujeres en cuestión.

Belisario la juega de aggiornado, contraponiendo las astucias que utiliza la jueza Testa para defender a víctimas de violencia familiar en “aquéllas épocas” donde les jueces no contaban con instrumentos procesales como los que tipifican hoy la “violencia de género”, y con un tecnicismo del viejo Código Penal lograba separar a los maridos y novios golpeadores de sus esposas y novias, decretando su internación compulsiva en clínicas de enfermos alcohólicos.

Pero en el mismo juego en que la novela enfoca su crítica a la justicia por no defender a las víctimas de la violencia doméstica machista –además de que su mirada rutinaria no busca la defensa de las personas más débiles sino sacarse problemas menores de encima- Belisario demuestra la incomprensión de todo el problema del machismo, ya que ni siquiera roza el problema del patriarcado.



Patriarcado absuelto

Belisario reduce el enorme problema social de la violencia contra las mujeres (que para la época en que sitúa el presente narrativo de la novela, 2015, y para el año de su publicación el autor seguramente ha registrado el clamor de las movilizaciones de la marea verde, que irrumpieron el 3 de junio de 2015 con el grito del niunamenos, habida cuenta que los femicidios en nuestro país se producen con una continuidad y velocidad que permite a las investigadoras afirmar que estamos en presencia de un femigenocidio invisible y cotidiano, mucho más crudo en las provincias conservadoras como Córdoba) a una consecuencia no deseada del desempleo masculino del menemismo y la consecuente caída en la adicción al alcohol.

Lejos de ser un problema de adicciones (le pega o la mata porque está sarpado de merca) o de sustancias, las investigaciones más serias del feminismo, como la de Rita Segato, por ejemplo, demuestran que las violaciones, abusos, torturas, secuestros y asesinatos de mujeres por parte principalmente de parejas o conocidos cercanos se deben a una estructura subyacente en el metabolismo de las relaciones de parentesco que sostienen toda la sociabilidad de nuestras sociedades.

El sistema de relaciones afectivas patriarcal, que coloca en el centro del poder de las relaciones sociales al padre en tanto dueño de los cuerpos de las mujeres de su familia y como competidor por el dominio de los cuerpos de las demás mujeres protegidas y explotadas por sus propios padres-dueños, es el que explica la violencia de género, no el alcoholismo. Esta lógica patriarcal es tan invisible que incluso nuestro cándido y progresista juez cree estar ejerciendo una defensa de la mirada femenina cuando todo su relato está impregnado de una mirada patriarcal.

Desde el vamos, asignarle el poder metafísico de la intuición no racional al género femenino es una visión tan rancia y vetusta que debería haberle llamado la atención a alguno de los parroquianos más jóvenes, pero desde ya al autor. En la novela este aspecto es reforzado al extremo ya que una de las claves para resolver el enigma la aporta la visión paranormal de una secretaria del juzgado, que refuerza y conmueve a la jueza. Es decir, que en toda la novela, las mujeres portan la clave no racional, siendo el portador del falo quien resuelve el enigma de forma racional e incluso es el demiurgo que logra las acciones y conexiones necesarias para darle a la intuición de dos mujeres el resultado concreto y racional de la prueba.

Yendo más a fondo en la crítica, Belisario mismo se detiene en la descripción erótica de los cuerpos femeninos de la novela. La “monjita” que casi es asesinada “está buena”, el culo redondo, la cintura estrecha, los pechos enhiestos de la Jueza Testa son mayores que las descripciones de su ropa, su mirada o sus cualidades morales, cosa que no ocurre cuando el juez describe los cuerpos de abogados, jueces, pueblerinos o lo que sea. Las mujeres de Belisario y el tribunal de mujeres son los únicos cuerpos que merecen descripciones físicas eróticas para la mirada masculina, a única excepción de los genitales del occiso, que generan una fascinación lasciva en las mujeres que trabajan en el juzgado (que son minimizadas a simples pajeras) y que promueven la envidia del protagonista, lo que justifica la descripción física del “petiso”.

Los parroquianos y el propio Belisario notan cómo sus arranques bestiales frente a la jueza son impropios de su personalidad. Le hace un comentario sobre el tamaño de su pene y la invita a comprobarlo en el primer encuentro, le señala que mira sus labios con fruidez durante el segundo encuentro porque desea comerlos a besos e incluso en el encuentro consensuado donde la pareja consumará su deseo sexual, la Jueza debe detener una embestida lasciva de su invitado a su casa, que el protagonista confiesa haber sido motivada simplemente por una “erección” que “fue tan vigorosa e inesperada que sintió una dolorosa urgencia y comenzó a besarla y acariciarla con desesperación” (p. 148).

Lo de inesperada contrasta con el propio relato, ya que cada vez que la recuerda en el futuro Belisario emboba su mirada en la nostalgia romántica, pero cuando la encuentra en el futuro, su cuerpo le genera primero tamborileo en el corazón y luego “cosquillas en la entrepierna”. Un Belisario más autoconciente de sus acciones hubiera notado que constantemente su deseo sexual se habría paso buscando imponerse a lo que sea que le pasara a la mujer que tenía en frente.

Las descripciones de una relación consensuada con una jueza de relativo poder, en la locación donde ella lo ejercía, sus movimientos seguros y confiados, su sensación de viejo matrimonio que se conocía a la perfección y la pasión juvenil, sirven como atenuantes ante la clara muestra de falocentrismo autojustificado del juez, y de sus contertulios que no le recriminan nada y, polémica ahora sí, de un autor que no deja constancia de marcas suficientes en el texto para desligarse el mismo de las conductas de sus personajes.

Es ficción… ¿es ficción?

Queda entonces para debatir si la lógica patriarcal que se trasluce en todas las miradas masculinas de la novela -donde los varones son portadores del poder creativo y transformador, ya sea que delincan o que resuelvan el caso, mientras que incluso las mujeres protagónicas sólo cumplen un rol de complemento necesario, de corifeo y coro de los falos demiurgos-, desnuda una falta de mirada crítica del propio autor o de alguna forma ésta se ampara en la impunidad propia de la literatura, que desliga a la trama y los personajes de la personalidad de su creador, o más, de la literatura policial costumbrista, que se limita a describir la sociedad que existe, sin hacerse cargo de una valoración moral que excede al género.

¿Es así? ¿Podemos seguir sosteniendo ante el avance histórico del femigenocidio en Córdoba y América Latina y el mundo entero una justificación tan vieja de un arma tan poderosa para la creación de consensos culturales como la literatura? En todo caso, ¿debería seguir siendo así o es hora ya que la marea verde barra con toda esa hojarasca clásica del mismo modo que los ríos y arroyos de las sierras suelen hacer en la temporada de lluvias?

En todo caso, felicitamos al autor por haber construido su protagonista-detective en la figura de un juez, que todavía puede alimentar algún gesto de credibilidad en sus lecteres (la ilusión de los buenos jueces o las juezas buenas) ya que si hubiese elegido a un sacerdote católico apostólico romano, como el irlandés de Chesterton o el cordobés Brochero, en “los tiempos que corren” nadie podría esperar de ellos benevolencia y un alma incisiva para juzgar la existencia humana sino que esperaría sean el origen y suma de la perversión machista y patriarcal, y no por fantasías de la crítica, sino por la enorme cantidad de pruebas y testimonios que han destapado varios siglos de abusos sexuales por parte de estos pederastas y violadores seriales, amparados por un sistema encubridor casi perfecto, el del Estado Vaticano.

Aunque reservamos la esperanza que nuestro buen Belisario llegue a notar estos problemas antes de morir –lo imaginamos en sus sesenta o setenta- y pueda llegar a encontrarnos entretenides y atrapades en alguna ficción donde explore las consecuencias autocríticas de tirar de estas contradicciones insalvables de su propio privilegio patriarcal.

Sin alejarnos de la novela, en el momento en que dejado llevar por sus instintos animales el joven juez del recuerdo logra concretar su deseo sexual con la jueza -y sin ánimo de espoilear una escena que puede disfrutar como erótica cualquier lector masculino promedio- Belisario parece trascender sus propios límites y estructuras, liberarse de todo aquello que lo sitúa en el entramado social donde cumple su función como corresponde.

En un probable lapsus del autor, alguno de los narradores describe el clímax asegurando que los amantes se fundieron en un crisol donde las fronteras individuales desaparecieron:

“[…] sumergidos en la enredadera, echados sobre una hamaca, caídos en la hierba, lamiéndose, chupándose, hundiendo sus dedos como garfios en la carne estremecida, penetrándose sin piedad por todos los conductos posibles […]” el subrayado nos pertenece.

Ojalá Belisario –o su autor- se dejasen llevar por este trampolín de sustancias desinhibitorias y el “arrojo de la pasión” –incluso heterosexual, incluso con clishés como el “crisol de fluidos”, incluso con la escatología chocante de los “conductos”- y pasasen al otro lado del límite material y mental del género para permitirse ser penetrados, es decir, ser descolocados de ciertos mandatos masculinos heteronormados que les impiden ver su propia defensa inconsciente de las estructuras de poder que ayudan a sostener y difundir.

No decimos que la penetración anal sea el camino de la liberación del macho patriarcal inconsciente, pero seguro sería un buen comienzo.

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