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martes, 25 de febrero de 2020

Tu amor huele a podrido




Una lectura posible (con espoiler alert) de El secreto perfume del mundo de Beatriz Isoldi

Publicada originalmente en Evaristo Cultural http://evaristocultural.com.ar/2019/09/23/el-secreto-perfume-del-mundo-beatriz-isoldi/

Beatriz Isoldi ha construido una novela precisa para discutir un problema clásico, la percepción que los varones tienen de las mujeres con quienes construyen parejas monogámicas. Decirlo así es injusto, porque no se trata de una aburrida novela de tesis ni de una atiborrada novela existencialista. Nada de eso. Es una obra de artesanía en la que la autora demuestra maestría en el oficio literario (aunque no nos dice su edad ni lugar de nacimiento, la solapa denuncia que ha publicado más de una docena de libros de relatos, novelas y ensayo desde 1987, premiada varias veces por sus pares de la SADE, y la Asociación Gente de Letras, por organismos del Estado de la ciudad y el exterior) usando recursos muy elaborados pero que pasan desapercibidos, sutilezas.

Se trata de la historia en primera persona de un escritor en su crisis existencial de madurez. Entre los 60 y los 70 años de vida, ante el fallecimiento repentino de quien fuera su esposa y compañera desde la primera juventud, descubre que todo lo que tenía absolutamente claro sobre sí mismo y el mundo era una sencilla pero demoledora mentira. La autora no toma distancia de su protagonista, quien narra desde el yo un viaje de descubrimiento interno pero mostrando que su orgullo omnipresente hace agua a cada paso y une lector desprevenido podría pensar que lo trata con cierta empatía. Creemos que sí, hasta cierto punto, se compadece de él.

Sin embargo, en el desarrollo de la trama, en el descubrimiento de los pasos necesarios del héroe en su pasión tortuosa por la verdad, creemos intuir un planteo nacido de su propia condición de mujer. Porque el protagonista de Isoldi ha pasado de corregir pruebas de imprenta en su juventud a trabajar para editoriales y publicar novelas, cosechar premios y un sustento suficiente para salir de un cuartucho de pensión dostoievskiano de Once a un buen cuatro ambientes de Congreso, donde sostuvo a su esposa y un hijo que llegó con tranquilidad a la mayoría de edad. El tema que lo hizo reconocido en sus libros, fueron las mujeres.

Sus tres libros demostraban un conocimiento de la cosmovisión femenina que le permitieron un séquito de lectores fieles –como su vecino inmediato, un alter ego tan espejado que parece una fantasía senil del protagonista- que une imagina principalmente varones y mujeres heterosexuales obsesionados con la necesidad de construir relaciones afectivas monógamas exitosas.

Se trata de un arquetipo muy específico. De hecho Isoldi decide reforzar este estereotipo tan porteño, reconstruyendo con rasgos mínimos pero contundentes una Buenos Aires por momentos bucólica, gardeliana, pero desde imágenes literarias. Si fuese pintura uno diría que puede apreciar el estilo de pincelada y la paleta de colores de Roberto Arlt para describir el Once y el viejo Flores de los 30 o 40, la sucesión de miradas fantásticas surgiendo de la cotidianeidad porteña típicos del Cortázar de Bestiario todo en un montaje laberíntico, el de la tragedia del protagonista, de obvia reminiscencia borgeana. Estos elementos están colocados no como plagio ni como referencia banal, los autores son citados en momentos clave para formatear el clima que necesita la novela en su discurrir y dejando en pie el homenaje.

Se trata por lo tanto de una novela sobre un personaje típico que ha existido en nuestra sociedad, el escritor varón, porteño, con sus rituales de café con amigos, de cinco paquetes diarios en la redacción o la editorial, de sus formas de sociabilidad arquetípicas. Y de sus mañas, la principal, ponerse a construir filosofías y cosmovisiones sobre cosas que no conoce, el alma humana por ejemplo. Porque efectivamente el modelo de escritor (famoso, reconocido o simple intento de) en Buenos Aires durante el siglo XX es exactamente este cliché que Beatriz sabe denunciar tan bien, sin caer en una pintura bizarra, sin caer en una agresión gratuita.

El tipo se vuelve a enamorar de una mujer después de un año del fallecimiento de “su” mujer de toda la vida, Joanna, una vendedora de flores de su barrio. La visita todos los días, le da charla, cree que ella lo ama y un buen día ella deja el puesto y el tipo se da cuenta, o empieza a darse cuenta de un hilo nuevo en su vida que no se va a detener hasta desenvolver toda la madeja: no sabe nada de su objeto de deseo.

No sólo no conoce a la última mujer de la que se enamoró, no sabe nada de la mujer que convivió treinta años en su cama, no sabe nada de ninguna de las mujeres de su vida, no sabe nada, en suma, de las mujeres. Como todo varón que sume sin crítica las estructuras de poder donde el patriracado lo ha colocado, sólo percibe su deseo como el único deseo, incluso cuando filosofa sobre el otro. No puede, es incapaz de pensar a las mujeres en su vida como sujetos, son partes objetualizadas de su propio deseo, el único relevante.

Ha construido una carrera, una profesión, un prestigio, mintiendo. Pero como todo escritor sabe, hay una coartada, todo es ficción y licencia poética y eso permite la impunidad en la mentira al mismo tiempo que habilita esa angustia típica del inventor frente a sus inventos, ese drama compartido por genios, por dioses y por imbéciles, del que también se puede facturar literatura.

¿A cuántos escritores modélicos como su protagonista habrá conocido Beatriz en su extensa carrera? ¿Desde los famosos hasta la miríada de profesionales de clase media que en estos últimos treinta años han venido a pagarse sus propias ediciones y frecuentado el berretín de literato en charlas y congresos de la SADE por todo el país, tertulias precursoras en otra época de los modernos talleres literarios?

Isoldi construye una trama en los propios términos de estos sujetos consumidos por su ego, para que los tipos se puedan meter a leer y ser absorbidos sin cuestionamientos por las vivencias existenciales del protagónico. Y la resolución de la trama viene a decirles y decirnos algo que provoca el aplauso por su acierto político aunque nos destruye el alma: el secreto que explica la realidad de toda la vida de su esposa estuvo siempre frente a sus narices, justo en donde él decidió no valía la pena escarbar. No nos vamos a permitir espoilear una novela rica en suspenso clásico bien urdido que acaba de publicarse y que no ha tenido la disfusión necesaria para que todes hayamos podido leerla.

Pero nos vamos a permitir expresar la disgresión que la novela nos provocó.

La Guerra de los Sexos, revisitada

En 1992, mientras Judith Butler revolucionaba para siempre el campo de los estudios más avanzados en occidente sobre el género, se publicaba la obra que probablemente más haya influido en el “sentido común” de millones de seres humanos en el planeta, el libro de autoayuda del psicólogo texano John Gray (Houston, 1951)  Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus. Un bodoque lleno de psicología barata y zapatos de goma del que todavía se pueden leer frases pelotudas en memes de feisbuk con consejos para mejorar las relaciones afectivas de parejas heterosexuales monogámicas. El concepto bruto del librejo radica en aceptar las diferencias entre ambos géneros, diferencia absolutamente artificial construida por los medios de comunicación masivos, películas y cuentos infantiles y de adultos, sitcoms y comedias, dramas y tragedias repetidas pavlovianamente desde el jardín de infantes hasta las novelas y los boleros. Según este demagogo ramplón, los varones están regidos por la cultura del éxito, del trabajo profesional, del dios de la guerra grecorromano, mientras que las mujeres son las herederas del mundo de los sentimientos de la diosa del amor. La clave del éxito es que ellas se adapten y desvivan por esas necesidades y ellos viceversa.

Por más esfuerzo de sutileza nietzscheana o sartreana que los literatos argentos hayan desplegado en su producción clásica, sin embargo, leyendo a Isoldi uno puede concluir que no se van muy lejos de esta idea. Así, las mujeres se les aparecen como personajes fascinantes y misteriosos, con una forma de comprender el universo diametralmente opuesta a la suya, justificando mares y arroyos de tinta impresa de diverso destino. Así también el protagonista de El secreto perfume del mundo navega tortuosos laberintos filosóficos y estéticos para caer en la cuenta que la verdad es un poco más sencilla, una que ningune habitante de la Argentina que haya estado vive y pensando y sintiendo el 3 de junio de 2015 puede alegar ignorar: las mujeres no vienen de ningún planeta extraño y desconocido, son incomprensibles para los varones por la sencilla razón que ellas encarnan el polo antagónico de una relación de opresión. Lo que le pasa a estos escritores de occidente hace siglos, que admiran diosas de carne y hueso como Dante a su Beatrice, o Borges a su Beatriz Viterbo, es que no pueden empatizar como opresores patriarcales con sus objetos de opresión.

La distancia emotiva y cognitiva entre unos y otras no pasa por mayor misterio filosófico que las mismas bases sociales y familiares que sostienen las relaciones heterosexuales dominantes y excluyentes, las mismas que construyen ficciones monumentales como el éxito editorial de Gray, las mismas que construyen un muro de emociones entre el amo y la esclava. Las mismas que están en crisis como la sociedad de clases que las sostiene, debido a la lucha enorme de les explotades y oprimides en los últimos cien años.

Claro que no podemos saber si Beatriz Isoldi ha construido esta bella y precisa novela existencialista, costumbrista y de misterio como denuncia consciente o simplemente se trata de nuestra modesta interpretación, atravesada obviamente por nuestras propias experiencias sensibles e intelectuales, pero estamos segures que su novela funciona muy bien como tal.

Esta ambigüedad no responde solamente a una expresión de necesaria honestidad intelectual con una escritora a quien no hemos leído su extensa obra ni entrevistado, esta sostenida también en los recursos literarios que ha escogido -me animaría a afirmar que ha inventado- para desenvolver la trama. En su obsesión profesional, Isoldi ha enhebrado una narración preciosa, sencilla pero contundente, construyendo los caminos sinuosos de una memoria desencajada, desenfocada, de un sexagenario que revisa toda su vida adulta como un fallecido frente al Juez Supremo del Otro Mundo, Osiris. El protagonista encara su propio viaje de repaso por geografías y épocas históricas sin salir del circuito Balvanera, Flores, Montserrat, San Nicolás y Parque Chas, de su casa a los sitios donde experimentó la vida, recogiendo cada pedazo de sí mismo y examinándolo de nuevo hasta dar con la verdad, hasta reconstruirse y finalmente salir de la actividad rutinaria del intelecto para encarar la vida a las trompadas. La música de fondo que Beatriz va plantando en el fondo es de arias y óperas clásicas, un crescendo emocional, visual y auditivo que construye el clímax de la tragedia griega que este simple mortal que se soñó parte de algún Olimpo viene a recibir estallándole de dentro hacia afuera desde el placard de su propia habitación.

Nos referimos, por ejemplo, a la forma distintiva en que presenta los diálogos en la novela. Ustedes van a notar con asombro y confusión primero, con asombro y placer luego, que algunas voces no son presentadas con guiones y explicadas con el consabido “dijo Fulanite mientras se rascaba la oreja”, por ejemplo. La autora siembra la duda sobre si algunas de esas voces realmente existieron o son producto de la torturada e interesada selectividad de la memoria del protagonista. Cuando es necesario que sus interlocutoras –o su hijo- hablen con su propia voz, sin la interrupción de la subjetividad del que indaga con sordera y prejuicio, aparecen los guiones y las acotaciones.

Un gesto mínimo que resume lo que nos ha emocionado este hermoso libro: la construcción de un clima de intensa intimidad. Porque demuestra una autora con mucho oficio, con audacia surgida de la experiencia en el arte, con el aplomo de quien sabe qué quiere narrar y cómo. Y al mismo tiempo casi imperceptible, sin jactancia, sin caer en los efectismos de la literatura que parecería criticar.

Porque El secreto perfume del mundo puede funcionar tranquilamente como un balance político, estético y de género de la literatura nacional, de parte de una escritora de oficio, que vive y trabaja de la literatura y en la literatura. Pensé también en esa delirante y perturbadora metáfora que escribiera en su exilio político el genial Humberto Constantini (1924-1987, Buenos Aires) quien también puede caer en ese arquetipo de escritor porteñote y bravucón, aunque ligado al proletariado revolucionario de las redacciones periodísticas y las revistas de combate contra la dictadura. En De dioses, hombrecitos y policías construye con genialidad una metáfora de la Argentina de la dictadura, una sociedad literaria anquilosada y aparentemente aislada del contexto de sangre que la rodea, un pequeño y ridículo parnaso alejado de la lucha de clases, en la que despliega con ácida burla satírica el desprecio de su generación de escritores sesentistas contra el olor a naftalina de la literatura de Lugones y la SADE, al mismo tiempo que la policía de la dictadura la espía con la brutalidad del comisario paranoico que ve en toda reunión nocturna de personas una posible célula subversiva. Nadie estuvo a salvo, nos dice Constantini, tampoco nadie puede reclamar inocencia, nos dice también.

Y es de celebrar que una autora proveniente de esos ámbitos del “campo literario tradicional” haya sido capaz de mostrar hasta qué punto la sorna de Constantini no era justa del todo, aportando a “las letras nacionales” un testimonio literario de crítica sutil pero poderosa de nuestras propias herencias miserables. Injusta y no tanto, porque efectivamente, en esta novela se comprueba una verdadera marca de agua de nuestra literatura, ya que,venga del sector social que venga, la literatura argentina está fuertemente marcada por la lucha de clases y la política, desde las cumbres del mercado editorial como Claudia Piñeiro, Selva Almada o Julián López hasta los nuevos escritores que llegan a las grandes editoriales como Leo Oyola o Kike Ferrari. También entre literates menos difundidos como la propia Isoldi.

En su novela, el enemigo se desnuda con claridad al final, un funcionario del aparato represivo del Estado, que ha construido y aprovechado el entramado social que le permite impunidad e invisibilidad, ha horadado lo más sagrado que un ser humano (de cualquier género) puede procrear –el amor fraterno- pero no ha logrado vencer la pasión de una escritora comprometida con su género y su tiempo.

El verdadero perfume de las relaciones románticas heteronormadas y monogámicas nos aparece, luego de leer a Beatriz Isoldi, a las flores pútridas frente a las fotos gastadas en los nichos de Chacarita. Que así sea. Y que sepamos hacerlo caer.

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