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domingo, 9 de febrero de 2020

Pe(da)leándole al (trans)odiante


Apuntes para una microfísica del género

Cuando estás obligada a laburar para sobrevivir, el género puede reducirse a ese conjunto de objetos, rasgos y gestos que llevás sobre la piel y que les otres seres humanes leen, durando el microsegundo que te los cruzás en la calle, según sus criterios y leyes y normas. Vos lo hacés, elles lo hacen, todes lo hacemos, tomar una primera lectura de ese otre ser que no conocés en base a un rouge en los labios, por ejemplo, o los tacos que calza.

Claro que existe un promedio oficial de lecturas en cada sociedad, en cada momento histórico, en cada barrio, que establece si la mayoría de las personas leerán ese rouge en esos labios como un rasgo que define “mujer” o “cuerpo con vulva” y, por lo tanto, si los milímetros que bordean esos labios tienen algo de bello facial o desmienten una sombra de barba recién afeitada, en un nanosegundo ese cerebro formateado en esa cultura oficiaal decide que algo no está bien y activa instantánea e involuntariamente una respuesta acorde: mueca de desprecio, arqueo de cejas de asombro o sonrisa de “ahí va une de les míes”.

Puede parecer ridículo, pero así somos.

Cuando estás obligada a (trans)itar las distancias que te separan de tu lugar de descanso y ocio hasta el laburo y relacionarte fugazmente con cientos de personas en ese cruce de caminos, y los rasgos culturales que te gusta ponerte encima de la piel no coinciden con las normas que el Estado y las costumbres familiares han definido genéricamente, esa mueca de desprecio te lastima. Es también un mensaje que podés leer como “no sos aceptada en mi sociedad”, “si yo tuviera poder te obligaría a usar los rasgos que la cultura oficial asigna a tus genitalidades” o bien “preferiría que no existas”.

No digamos la Alemania de Hitler, para no irnos tanto al carajo o al drama paranoico, digamos la Argentina de 1994, cuando vos terminabas el secundario después de 13 años de formación católica en colegios para varones, podías ver en el canal de televisión del Estado, todavía ATC, al obispo de la arquidiócesis de Buenos Aires, presidente del Episcopado argentino, Cardenal Primado por el papa Juan Pablo II, hincha de Boca como vos, considerado progresista por haber promovido la reconciliación con los milicos en los 80 y por haber apoyado la Opción por los Pobres de la Teología de la Liberación en los 60, decir con total impunidad que gays y lesbianas deberían ser recluides en un país aparte, una isla, un ghetto con una Constitución propia, libertades de prensa y manifestación propias. 

Porque según Antonio Quarracino, gays y lesbianas son una mancha moral para la nación que debería ser borrada.

Entonces, esa mueca de desprecio, significa bien leída, la potencial mutación de una persona común random en un agente del Estado, que bien podría denunciarte, antesala de un insulto, de una acción moral correctiva, para que te obliguen a vestir siempre un triangulito rosa de tela en la ropa y luego deportarte a un ghuetto donde podrías morirte o ser ubicada luego en un campo de concentración y exterminio, como los que funcionaron en la Alemania nazi, o en la España franquista que idolatraba tu viejo, o en la Cuba de FidelCastro que tanto adorabas en tu juventud, en la Rusia del progresista Putin de hoy mismo, en Chechenia o Irán, en los más de 80 Centros Clandestinos de Secuestro, Detención, Tortura y Exterminio que funcionaban cuando naciste, en el país donde te criaron, hace cuarenta y pico años ha.

Vos, que no te regalás ni para dormir, sentís el dardo, el peligro real y potencial de que alguna vez, cualquier día de estos, en algún espíritu más fanático o impune, avalado por las leyes y normas de la cultura donde estás obligada a sobrevivir, accione algo más que la mirada correctiva o la mueca de desprecio, el insulto a viva voz, el botellazo rastrero, la cagada a piñas o la violación en masa, tu eliminación. Vos fijate en Higui, víctima de una horda en su propio barrio y ahora del Estado que la persigue y juzga por el hecho de vivir y defender su lesbianismo a flor de piel.

Caminar las diecisiete cuadras que te llevan al subte y al laburo, con esta conciencia, son una tortura cotidiana.

Supongamos entonces, que sobre la pasarela de la vereda, cuando caminás a, no sé, 20 metros por minuto, ponele, la mirada ortiva que pretende corregirte el género, parada esperando el bondi o en la esquina delante tuyo, permanece allí todo ese minuto, o medio minuto, hasta que lo pasás por al lado y la mirada ortiva sigue, pero fuera de tu campo visual, ergo, corazón que ni siente. En una ciudad como Baires, en horario pico, son decenas y cientos de miradas multiplicadas en todos esos cientos de minutos que te lleva la caminata por la pasarela de la muerte.

Ya probaste –obvio- bajar la cantidad de miradas correctivas usando subte y bondi, que contrarrestan un poco esa pasión ortiva de las personas debido a la cercanía de tu posible reacción, provocada por el amontonamiento, y esa costumbre tan porteña de no mirar a los ojos dentro de un vagón o colectivoAunque puede ser que te tengas que fumar menos miradas, pero sostenidas durante los 40 minutos que te lleva el viaje, ya que tu cuerpo y el del ortiva que te desaprueba y denuncia el género incorrecto desde su punto de vista y del Estado, comparten ámbito de movimiento. 

Así descubriste que moverte en bici por la cinta (trans)portadora del asfalto porteño hasta el laburo, es como inventarte una máquina de casi-invisibilidad, ojos que no ven.

Cuando vas en la bici a, supongamos, 25 km por hora, o sea, 70 centímetros por segundo, el mismo chongo que, supongamos, tuvo tiempo, perspicacia, vista sorete de halcón, para verte venir y hacer la muequita a veinte metros de distancia, en la otra esquina, hasta que lo pasaste de largo, la misma distancia que tenías que fumarte en medio minuto si caminabas, queda fuera de tu horizonte de percepción en sólo un segundo.

Por más hipersensible que vengas ese día, un segundo es muy poco para que una mirada correctiva de ortiva se note o, en notándose, haga mucho daño el aguijón. Te rebota en la espalda. Este campo de invisibilidad –corazón que no siente- lo fabricás con tu propia energía física, lo provoca el pedaleo, que inventa la velocidad que deforma las distancias.
(Salvo en los semáforos o con los autos o motos que van a la par, donde la permanencia de las miradas depende más de la velocidad que decida llevar el otro. Ahí, la bici es un problema, porque venís toda bombeada de adrenalina, serotonina y dopamina, el músculo hinchado y firme, te sentís todopoderosa e invencible y hervís en fracción de nanosegundo, a la putiada y  te parás de mano siempre, de una.)

Sin embargo, la mayor parte del tiempo que tardás en cubrir las distancias entre tu casa y los laburos, en esas mañanas, tardes y noches de lunes a viernes cuando no llueve, podés ir de tacos, pollera y rouge sobre los labios sin sentirte señalada y expulsada, víctima propiciatoria del holocausto fantaseado por les seguidores de Monseñor Quarraccino.

Y no estás huyendo. No les das el gusto de rajarte, esconderte, perder tu fuente laboral de alimento y vivienda.

Simplemente jugás a pedalearles los prejuicios, amasás distancias, tiempos y espacio con la fuerza de tus tacos, para no verles agredirte, para disfrutar de tu belleza, surfeando Baires con una sonrisa de libertad en el rouge.

Ilustración de Pablo Elías (ARG), en su blog pabloeliasilustracion.blogspot.com.ar,
en el hermoso libro BIKEFRIENDLY imagination de Goo Ediciones, Buenos Aires, 2014

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