“Yo no siento que por estar
maquillada, sentadita así y tener modismos de lo femenino soy una mujer. No. Y
por tener una cierta genitalidad tampoco soy un varón. Yo soy yo misma, porque
yo soy salteña, gorda, periférica, de origen boliviano. ¿Entendés? No es sólo
el travestismo lo que da mi identidad.”
Lohana Berkins, entrevista en Ágora2.0, Canal Encuentro, 2013
Reflexiones
acerca de los rasgos culturalmente asignados a los géneros y su importancia
Una escena de Las
Malas (de la genial Camila Sosa Villada, editada por Tus Quets en 2019) te
golpea el pecho, cuando la Tía Encarna hace lo necesario para proteger a su
hijo del odio anti-travesti de sus vecinos y decide volver a disfrazarse de
varón. De herencia española y vieja por
encima de la expectativa de vida de tu género por opción -como la Tía Encarna- te
atormenta tu pasado, los 36 años que aceptaste y ejerciste el género asignado
por el Registro Civil, la Iglesia Católica y tu familia raíz, para protegerte
de las lastimaduras de la heteronorma.
Como bien demuestra la antropóloga feminista Rita Segato,
para ser varón no alcanza con dejarse la barba y usar corbata y mocasines
lustrados, es menester demostrarse capaz de imponer la voluntad de uno por
encima de las voluntades de las mujeres (o géneros disidentes) a las que se
tenga acceso. Segato desnuda las estructuras elementales, básicas, sobre las
que se asientan las relaciones de parentesco, familiares y tribales, de
nuestras sociedades patriarcales, donde el cursus
honorum para ser varón es devenir en macho
paterfamilia, propietario de una mujer y una prole, o sea, padre de una familia de esclaves.
Las violaciones, femicidos y (trans) femicidios, por lo tanto,
son exigencias políticas -no eróticas ni sentimentales, genitales o genéticas- de
una sociedad machista, de la cofradía de
machos que gobierna las familias, iglesias, organizaciones del barrio,
clubes, sindicatos o partidos políticos y lugares de trabajo.
Las acciones que ejercitaste en el pasado para sostener tu
disfraz masculino son las que te atormentan, no el disfraz.
En la sexta asamblea piquetera de abril del 2003, por
ejemplo, recordás haber entrevistado en el Microestadio del Club Atlético Lanús
a la dirigente del frente de géneros del Movimiento Tierra y Libertad,
organización piquetera dirigida por el Partido Comunista Argentino, la
compañera travesti Diana Sacayán, asesinada el 11 de octubre de 2015. En toda
la grabación se escucha tu voz trastabillando con el masculino al dirigirte a
ella para preguntar o re-preguntarle. Te remueve el remordimiento las veces que
colaboraste en rondas de machitos en la sala de profesores, en los descansos de
las actividades político-sindicales en la facultad o con tus amigotes del
secundario, metiendo descanso a Zulma Lobato por fea o a Florencia de la V y
antes a Cris Miró por sus genitalidades.
Claro que la Tía Encarna no hace eso, ella sólo adopta los
rasgos superficiales del género asignado al nacer para pasar desapercibida y
que no torturen a su amado hijo en el jardín de infantes. A vos te pega en un
juramento de no volver nunca a esa cárcel de corbatas pero, sobre todo, del
mandato de imponerte con violencia sobre el deseo de les demás.
Debajo del rouge y las sombras, las blusas y tapados, las
vedetinas y las medibachas, arriba de los tacos, lo más importante de la (trans)ición
de género es volver a educarte a vos misme, desterrar la violencia de tus
conductas, en todas sus formas, la que te obligaron a practicar contra tu deseo
para sobrevivir disfrazada de macho, para conseguir la aceptación de tus viejos
cófrades.
En un principio, permitirte adoptar los rasgos culturales
que la sociedad asigna exclusivamente a las mujeres -las uñas pintadas, las
vinchas y accesorios para el pelo largo-, te permitió descubrir que cruzando
esa frontera falsa pero concreta, los machos ya no te incluían en sus charlas
denigrantes contra las compañeras de laburo. Sentiste un alivio sin saber
todavía que ese suspiro era la primer brisa de un viento que venía de más
adentro.
Animarte en público a los tacos y las polleras, al rouge y
el delineador fue el segundo gran paso que te liberó de la angustia física esa
primavera de 2018 en la que te paralizó el pánico cuando alguien dijo que para
continuar la actividad de la ESI las mujeres debían ir al aula de segundo
segunda y los varones a la de primero primera y tu verdadero yo se rebeló en un
piquete muscular al grito de yo no tengo
aula donde entrar.
Pero las ropas, calzados, accesorios y maquillajes son sólo
eso, fronteras superficiales arbitrariamente asignadas a géneros biológicos
también arbitrarios. Detrás de esas formas queda el verdadero trabajo
sistemático con tus emociones, tus estructuras psicológicas y conductuales para
encontrar aquello que realmente distingue a los géneros en la sociedad y el
momento histórico donde te toca sobrevivir y luchar por tu felicidad, tu deseo.
Ahí entra, exacta, tu disforia de barba. A los doce le
pediste a la virgencita de Caacupé (a quien fuiste ofrecide por tu mamá para
que no sufrieras mismo destino que sus dos abortos espontáneos previos) que te
concediera el bello facial y la nuez de Adán que remoloneaban en salir mucho
más que en los cuerpos de tus conmilitones de la primaria de varones católicos.
Con esos estandartes, demostrarías que no eras el “gordito maricón” que te enrostraban
en cantos y maledicencias desde los seis años.
Ibas a descubrir que a la virgen había que ayudarla podando
esos pelitos tiernos y rubios, aprendiendo sin ayuda de tu viejo ausente a
afeitarte el rostro hasta que después de veinte años pudieses enorgullecerte de
una barba rabínica, patriarcal y tupida, para encontrarte ahora, al revés que
Dorian Gray, pagando mil trescientos por mes para una depilación láser de
rostro que te ayude a afeitarte para que no crezca nunca más, para que no venga
a cubrir nunca más tu verdadero rostro afeminado que aprendiste a aceptar,
valorar y desear.
Y no alcanza. Por eso ahora visitás los martes a las 8am el único
módulo de endocrinología con empatía por la diversidad del sistema público de
salud porteño, en el Hospital Fernández, para indagar las posibilidades de que
tu cuerpo abandone para siempre las imposiciones culturales de la tetosterona y
cómo, cuándo, cuánto.
Porque aprendiste las razones de Ru Paul cuando sentencia
que todes venimos a este mundo desnudos,
lo demás es drag aunque siempre en un rasgo culturalmente asignado a un
género, hay también una puerta para comenzar un camino profundo de (trans)formación.
Allí es donde los rasgos que elegís para construir tu identidad de género son
una decisión política de suma importancia y no tan sólo ejercicios
superficiales de narcisistas.
Valga acá, entonces, el agradecimiento público a las
compañeras travestis y trans que fundaron un equipo interdisciplinario de
acompañamiento para personas trans en la Sala 8 del Hospital Muñiz donde tantos
años se encontraron a sí mismas detrás de los retrovirales y la medicación
contra el HIV y las ETS que las carcomían, porque ellas y su lucha te permiten
ese trabajo real de transición de género, el que vive debajo de las formas.
Y en ellas también agradecer la lucha consciente de las compañeras
Sacayán y esa enorme Lohana Berkins, también comunista, que te legaron
reflexiones y leyes para permitirte transitar un género posible sin tener que
recorrer otra vez las mismas violencias que ellas sufrieron, subsumidas en la
Ley de Identidad de mayo de 2012, la más avanzada de todo el mundo, la que te
permitió mantener tu trabajo de quince años cuando decidiste liberar tu
verdadero deseo.
Y las artistas, como Cris Miró, Florencia de la V, Zulma
Lobato, Lizy Tagliani, Camila Sosa Villada o Susy Shock, que te ayudan a
existir haciendo visible tu género ante las grandes masas de la sociedad en la
que te movés, abriendo una brecha en la trinchera de esta lucha agotadora por
ser, para que tu lucha no necesite de tantos esfuerzos como los que ellas
enfrentaron.
Belleza (trans)género, belleza travesti, conciencia política
y emocional para romper las cadenas profundas de la cárcel de violencias
estructurales donde te encerraste, para hacer del clóset una crisálida y
emerger al fin, toda mariposa y colibrí, toda mburucuyá liberada, y sostener la
furia travesti sólo contra los gusanos pakitalistas.
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