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lunes, 10 de febrero de 2020

Semiótica de la barba


Yo no siento que por estar maquillada, sentadita así y tener modismos de lo femenino soy una mujer. No. Y por tener una cierta genitalidad tampoco soy un varón. Yo soy yo misma, porque yo soy salteña, gorda, periférica, de origen boliviano. ¿Entendés? No es sólo el travestismo lo que da mi identidad.


Lohana Berkins, entrevista en Ágora2.0, Canal Encuentro, 2013 


Marlene Wayar, Diana Sacayán y Lohana Berkins,
las tres principales teóricas y militantes de la identidad travesti y
los derechos de la diversidad de género en Argentina.
Maestras de quienes no paro de aprender.

Reflexiones acerca de los rasgos culturalmente asignados a los géneros y su importancia


Una escena de Las Malas (de la genial Camila Sosa Villada, editada por Tus Quets en 2019) te golpea el pecho, cuando la Tía Encarna hace lo necesario para proteger a su hijo del odio anti-travesti de sus vecinos y decide volver a disfrazarse de varón.  De herencia española y vieja por encima de la expectativa de vida de tu género por opción -como la Tía Encarna- te atormenta tu pasado, los 36 años que aceptaste y ejerciste el género asignado por el Registro Civil, la Iglesia Católica y tu familia raíz, para protegerte de las lastimaduras de la heteronorma.

Como bien demuestra la antropóloga feminista Rita Segato, para ser varón no alcanza con dejarse la barba y usar corbata y mocasines lustrados, es menester demostrarse capaz de imponer la voluntad de uno por encima de las voluntades de las mujeres (o géneros disidentes) a las que se tenga acceso. Segato desnuda las estructuras elementales, básicas, sobre las que se asientan las relaciones de parentesco, familiares y tribales, de nuestras sociedades patriarcales, donde el cursus honorum para ser varón es devenir en macho paterfamilia, propietario de una mujer y una prole, o sea, padre de una familia de esclaves.

Las violaciones, femicidos y (trans) femicidios, por lo tanto, son exigencias políticas -no eróticas ni sentimentales, genitales o genéticas- de una sociedad machista, de la cofradía de machos que gobierna las familias, iglesias, organizaciones del barrio, clubes, sindicatos o partidos políticos y lugares de trabajo.

Las acciones que ejercitaste en el pasado para sostener tu disfraz masculino son las que te atormentan, no el disfraz.

En la sexta asamblea piquetera de abril del 2003, por ejemplo, recordás haber entrevistado en el Microestadio del Club Atlético Lanús a la dirigente del frente de géneros del Movimiento Tierra y Libertad, organización piquetera dirigida por el Partido Comunista Argentino, la compañera travesti Diana Sacayán, asesinada el 11 de octubre de 2015. En toda la grabación se escucha tu voz trastabillando con el masculino al dirigirte a ella para preguntar o re-preguntarle. Te remueve el remordimiento las veces que colaboraste en rondas de machitos en la sala de profesores, en los descansos de las actividades político-sindicales en la facultad o con tus amigotes del secundario, metiendo descanso a Zulma Lobato por fea o a Florencia de la V y antes a Cris Miró por sus genitalidades.

Claro que la Tía Encarna no hace eso, ella sólo adopta los rasgos superficiales del género asignado al nacer para pasar desapercibida y que no torturen a su amado hijo en el jardín de infantes. A vos te pega en un juramento de no volver nunca a esa cárcel de corbatas pero, sobre todo, del mandato de imponerte con violencia sobre el deseo de les demás.
Debajo del rouge y las sombras, las blusas y tapados, las vedetinas y las medibachas, arriba de los tacos, lo más importante de la (trans)ición de género es volver a educarte a vos misme, desterrar la violencia de tus conductas, en todas sus formas, la que te obligaron a practicar contra tu deseo para sobrevivir disfrazada de macho, para conseguir la aceptación de tus viejos cófrades.

En un principio, permitirte adoptar los rasgos culturales que la sociedad asigna exclusivamente a las mujeres -las uñas pintadas, las vinchas y accesorios para el pelo largo-, te permitió descubrir que cruzando esa frontera falsa pero concreta, los machos ya no te incluían en sus charlas denigrantes contra las compañeras de laburo. Sentiste un alivio sin saber todavía que ese suspiro era la primer brisa de un viento que venía de más adentro.
Animarte en público a los tacos y las polleras, al rouge y el delineador fue el segundo gran paso que te liberó de la angustia física esa primavera de 2018 en la que te paralizó el pánico cuando alguien dijo que para continuar la actividad de la ESI las mujeres debían ir al aula de segundo segunda y los varones a la de primero primera y tu verdadero yo se rebeló en un piquete muscular al grito de yo no tengo aula donde entrar.

Pero las ropas, calzados, accesorios y maquillajes son sólo eso, fronteras superficiales arbitrariamente asignadas a géneros biológicos también arbitrarios. Detrás de esas formas queda el verdadero trabajo sistemático con tus emociones, tus estructuras psicológicas y conductuales para encontrar aquello que realmente distingue a los géneros en la sociedad y el momento histórico donde te toca sobrevivir y luchar por tu felicidad, tu deseo.

Ahí entra, exacta, tu disforia de barba. A los doce le pediste a la virgencita de Caacupé (a quien fuiste ofrecide por tu mamá para que no sufrieras mismo destino que sus dos abortos espontáneos previos) que te concediera el bello facial y la nuez de Adán que remoloneaban en salir mucho más que en los cuerpos de tus conmilitones de la primaria de varones católicos. Con esos estandartes, demostrarías que no eras el “gordito maricón” que te enrostraban en cantos y maledicencias desde los seis años.

Ibas a descubrir que a la virgen había que ayudarla podando esos pelitos tiernos y rubios, aprendiendo sin ayuda de tu viejo ausente a afeitarte el rostro hasta que después de veinte años pudieses enorgullecerte de una barba rabínica, patriarcal y tupida, para encontrarte ahora, al revés que Dorian Gray, pagando mil trescientos por mes para una depilación láser de rostro que te ayude a afeitarte para que no crezca nunca más, para que no venga a cubrir nunca más tu verdadero rostro afeminado que aprendiste a aceptar, valorar y desear.
Y no alcanza. Por eso ahora visitás los martes a las 8am el único módulo de endocrinología con empatía por la diversidad del sistema público de salud porteño, en el Hospital Fernández, para indagar las posibilidades de que tu cuerpo abandone para siempre las imposiciones culturales de la tetosterona y cómo, cuándo, cuánto.

Porque aprendiste las razones de Ru Paul cuando sentencia que todes venimos a este mundo desnudos, lo demás es drag aunque siempre en un rasgo culturalmente asignado a un género, hay también una puerta para comenzar un camino profundo de (trans)formación. Allí es donde los rasgos que elegís para construir tu identidad de género son una decisión política de suma importancia y no tan sólo ejercicios superficiales de narcisistas.
Valga acá, entonces, el agradecimiento público a las compañeras travestis y trans que fundaron un equipo interdisciplinario de acompañamiento para personas trans en la Sala 8 del Hospital Muñiz donde tantos años se encontraron a sí mismas detrás de los retrovirales y la medicación contra el HIV y las ETS que las carcomían, porque ellas y su lucha te permiten ese trabajo real de transición de género, el que vive debajo de las formas.

Y en ellas también agradecer la lucha consciente de las compañeras Sacayán y esa enorme Lohana Berkins, también comunista, que te legaron reflexiones y leyes para permitirte transitar un género posible sin tener que recorrer otra vez las mismas violencias que ellas sufrieron, subsumidas en la Ley de Identidad de mayo de 2012, la más avanzada de todo el mundo, la que te permitió mantener tu trabajo de quince años cuando decidiste liberar tu verdadero deseo.

Y las artistas, como Cris Miró, Florencia de la V, Zulma Lobato, Lizy Tagliani, Camila Sosa Villada o Susy Shock, que te ayudan a existir haciendo visible tu género ante las grandes masas de la sociedad en la que te movés, abriendo una brecha en la trinchera de esta lucha agotadora por ser, para que tu lucha no necesite de tantos esfuerzos como los que ellas enfrentaron.

Belleza (trans)género, belleza travesti, conciencia política y emocional para romper las cadenas profundas de la cárcel de violencias estructurales donde te encerraste, para hacer del clóset una crisálida y emerger al fin, toda mariposa y colibrí, toda mburucuyá liberada, y sostener la furia travesti sólo contra los gusanos pakitalistas.

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