Un ensayo sobre Literatura y un agradecimiento a Ariel Aguirre, Iván Moschner y todo Morena Cantero Jrs. por la presentación de El Retrato de Santos Capobianco en la última luna llena del otoño de 2016, el sábado 21 de mayo, a las 21.30hs, en el mítico local del Partido Obrero de Villa Ortúzar, en la esquina de Chorroarín y Charlone.
Dice Ricardo
Piglia -y yo decido creerle- que Jorge Luis Borges inventó la literatura
fantástica.
Dice Piglia -y
le creo- que durante la segunda mitad del siglo XIX, al calor del avance del
nuevo orden capitalista por Europa, los escritores de novelas de ficción
abandonaron el reino mágico del misticismo religioso y buscaron los reinos
mágicos de hadas, elfos, hobbits para pacentar su imaginación y la de su
público o inventaron fantasías macabras de asesinos monstruosos, aristocráticos
vampiros que se niegan a ser vencidos, locos que se transforman en Lobos al
influjo de la luna o visiones de muertos que vienen a reclamarle a los vivos un
lugar en el mundo.
Dice Piglia también que
entre la pérdida de la fé religiosa y la aparición del psicoanálisis, la
fantasía estuvo así, ligada a los fantasmas. Que cuando Borges publicó en 1941 TLÖN, UQBAR, ORBIS TERTIUS, inauguró no
sólo un nuevo universo de temas para la fantasía literaria sino además un
método para crear esas nuevas fantasías.
Me voy a
reservar para otros lugares la anécdota absolutamente fantástica de cómo llegué
a la necesidad de ver los cuatro capítulos que Piglia grabó para Canal 7 en el
2013 sobre Borges y de cómo ese azar me colocó de nuevo, un 6 de mayo de 2016,
en el Subte de la Línea B, releyendo ese cuento que leí por primera vez en
algún otoño de 1994 y que no sólo no logré entender –como lo hice ahora- sino
incluso me hizo odiar tempranamente a Borges.
El invento de Borges
-lo digo así porque le creo a Piglia- se basa solamente en
plantear que un escritor puede construir un mundo imaginario y que ese mundo
puede comerse al mundo real, modificarlo, invadirlo. Es lo que pasa en el
cuento, una cofradía secreta de arquitectos, filósofos, historiadores, etc.
deciden inventar un mundo ideal, perfecto, superador de este mundo imperfecto y
humano que tenemos, y se dedican a describirlo científicamente en una
Enciclopedia que detalle cada aspecto. Finalmente, la Enciclopedia sale a la
luz, y en el mundo real la gente comienza a moverse bajo los preceptos y
parámetros del mundo inventado, hasta que la realidad es ese mundo imaginario.
Piglia hace una breve
reseña de los centenares de ejemplos más o menos famosos de artistas de todas
las disciplinas que utilizaron este concepto borgiano y se convirtieron en
íconos de la cultura de la segunda mitad del siglo XX: hay una famosa novela
del gran Philip Dick inspirada en este criterio y también dijo Piglia algo
sobre el cine de Goddart.
Uno de los
inventos más fascinantes de Borges en ese cuento, es un objeto que se fabricaba
en el imaginario reino de Tlön. Este reino no sólo era producto de una concepción
idealista de la vida, sus protagonistas hacían del idealismo la única ley
verdadera.
Me explico
mejor, el idealismo en filosofía consiste en atribuirle a las ideas, al
pensamiento, el poder absoluto de creación y modificación de la vida humana. Lo
que nos distingue como especie es el pensamiento, de ahí que la virtud más
importante es la inteligencia, la cultura, para los idealistas.
Primero vinieron
las ideas y después las cosas. Encuentro que la monarquía es la mejor forma de
gobierno y creo la monarquía, otro piensa en que la República es mejor y crea
la República. Las determinaciones materiales son barridas de la explicación.
Nada les importa que los propios idealistas son por lo general personas que
tienen todas sus necesidades básicas satisfechas y no tienen que laburar para
mantenerse vivos y pensando.
La filosofía
mundial tuvo que esperar que el cerebro genial de Marx descubriera que para
pensar los filósofos deben tener primero un cerebro funcionando, y por lo tanto
deben alimentarlo con comida y agua, sostener un cuerpo vivo, abrigado en
invierno y con una casa donde habitar y que para eso están obligados a
relacionarse con otros seres humanos –ya sea explotándolos o dejándose explotar
por ellos- para conseguir las cosas materiales necesarias para reproducir su
vida otro día más.
En Tlön (que es
como la fantasía de Lisa Simpson cuando gobiernan los nerds desde la Glorieta
de Springfield) se fabricaba un objeto, el
hrönir, que siguiendo la fonética
nórdica o germánica que Borges admiraba tanto debería pronunciarse cerrando la
boca, aspirando la “h” casi como “j” cerrada y gutural, sacando una “o” también
cerrada, y liquidando rápidamente el asunto con la “n” tan pegada a la “r” como
sea posible, casi sin pronunciar la vocal que las une.
Las personas de
este lugar recordaban algún objeto que habían perdido y que, como todos los
objetos, se identificaban con un momento particular de la vida de esa persona,
sentimientos, experiencias, lugares del pasado que uno añoraba, quería volver a
tener, ya que eso es recordar: rememorar, el intento de volver a ese lugar
emotivo. Cuando recordaban el objeto, creaban inmediatamente el hrönir, que no
era el mismo objeto deseado, sino una
recreación modificada por el paso de los años y los propios sentimientos
posteriores con el que el individuo lo había cargado.
“Siglos y siglos
de idealismo no han dejado de influir en la realidad. No es infrecuente, en las
regiones más antiguas de Tlön, la duplicación de objetos perdidos. Dos personas
buscan un lápiz; la primera lo encuentra y no dice nada; la segunda encuentra
un segundo lápiz no menos real, pero más ajustado a su expectativa. Esos
objetos secundarios se llaman hrönir
y son, aunque de forma desairada, un poco más largos. Hasta hace poco los hrönir fueron hijos casuales de la
distracción y el olvido.”
O sea que la
literatura, el arte, el psicoanálisis, la filosofía, en fin, toda producción
intelectual humana podría entenderse, si creemos al Borges de 1941, como el
intento de crear objetos que nos recuerdan cosas que ya sabíamos, o que otros
seres humanos ya sintieron o pensaron en momentos previos, pero que fueron
olvidados en la larga historia de nuestra especie.
Borges hace gala
de una defensa de la filosofía de Shopenhauer, uno de los padres fundadores del
existencialismo y del nazismo, aunque este último sin saberlo del todo. Para
este tipo, el amor, la angustia, todos los sentimientos humanos existieron en
su estado más esencial desde el primer ser humano que los experimentó y la
larga historia de nuestra especie no es más que un retorno eterno a dos o tres
estados esenciales a los que vamos deformando, corrigiendo, arreglando, o no,
en cada nueva intervención pero que sencillamente siguen siendo lo mismo.
Una idea
estática, anti-histórica, conservadora de la vida. Para qué preocuparse por
luchar para construir otro mundo, diferente, sin explotados ni oprimidos, si en
el fondo lo único que lograremos es construir un mundo esencialmente igual a sí
mismo con alguna deformación superficial.
Una especie de
filosofía del cambio para no cambiar, un esencialismo reaccionario.
Claro, Borges
sufría porque el pasado aristocrático de su familia había desaparecido, su
viejo muerto, las herencias de riqueza más simbólicas y culturales que reales,
y el joven tuvo que levantarse temprano, tomarse el tranvía y descender de su
aristocrático Barrio Norte (mezcla de Palermo y Recoleta) hacia el “mugriento”
Almagro del sur arrabalero y bárbaro, a conchabarse como peón de una biblioteca
municipal en Carlos Calvo y La Plata. Soñaba el sueño eterno del pasado de su
familia y se consolaba pensando que por afuera parecía un pobre obrero pero que
esencialmente su hidalguía de nobleza criolla seguía latiendo en sus ideas.
Es extraño cómo
funciona el azar, y el propio pensamiento. Borges en ese mismo cuento hace una
defensa el plagio. En su literatura siempre cita todas aquellas lecturas que lo
conmovieron, las reversiona, las mete en historias nuevas casi con la excusa de
re-escribirlas. Borges siente el placer de quien lee para dejarse llevar por la
lectura, lo que él mismo llamaba una lectura hedonista: de alguien que lee por
sentir el placer de dejarse llevar a otro mundo y no el placer intelectual de ser
más culto.
Quien lee de
forma hedonista y encuentra un libro una historia que lo maravilla –ahora se
dice flasharla- no para de contársela a los amigos, a los amantes, y cada vez
que lo cuenta lo revive, es su manera de seguir viviendo en ese universo que
tanto le gustó, de que el fin de la lectura no reprima la existencia de ese
sentimiento de placer. Por eso Borges re-escribe las historias que más lo
llenaron de placer. Algo que como Piglia dice y todos ya sabíamos, se defiende
magistralmente en otro cuento del mismo libro de 1941, Pierre Menard, autor del Quijote.
Así, en Tlön “En
los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único. Es
raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha
establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y
es anónimo. La crítica suele inventar autores: elige dos obras disímiles –el Tao Te King y Las mil y una noches, digamos-, las atribuye a un mismo escritor y
luego determina con probidad la psicología de ese interesante homme de lettres…”. Sin saberlo o
concientemente, cada escritor individual recrea en su invento los inventos de
los escritores que leyó y lo conmovieron, y no hay nada nuevo bajo el sol.
El sábado 21 de
mayo de 2016, sobre las tablas del escenario del local del Partido Obrero de
Villa Ortúzar, el personaje llamado “El Locutor” de una performance teatral
brechtiana que el grupo Morena Cantero montó para presentar mi primer libro de
literatura fantástica y aguafuertes militantes, me regaló un hrönir muy especial: una pava de mate de
aluminio, destartalada.
En ese objeto
que crearon juntos Iván Moschner y Adrián Aguirre, la pava y la obra de teatro,
me hicieron dar cuenta que mi relato “El reloj automático” era otro hrönir que
yo había inventado para tratar de recordar quién había sido mi padre y quién
era yo. Sin saberlo conscientemente, en ese cuento tomé la idea que había leído
veinte años antes y que rechacé, no entendí o creí sepultar en el olvido.
En mi primer
ejercicio serio de literatura estaba inventando el hrönir de Borges y pude
darme cuenta de ese “plagio” dos años después de haberlo publicado.
(¿Lo habrán
sabido en ese momento Alejandro Guerrero y Daniel Mecca, dos excelentes escritores
fanáticos de Borges –aunque en una forma que no comparto- y por eso tuvieron el
enorme gesto de publicarlo en su revista electrónica El Otro, lo que hizo que sintiera que la crítica me había otorgado
el primer premio de mi carrera y que con eso bastaba para considerarme yo mismo
un escritor?)
Ese regalo me hizo comprender cómo me fui construyendo escritor, inventor de hrönirs, y después de eso comprendí que cada pregunta que Iván Moschner puso en el guión de la obra de teatro sobre mi libro era la sugerencia de un artista de amplia trayectoria y experiencia para un tipo que está intentando construirse como artista, señalándome un camino para que entienda lo que me estaba pasando. Por eso "El Locutor", pesonificando una imagen visual posible del propio Santos Capobianco me preguntaba por Misiones y la Negra María Negro.
(¿Cómo hizo Iván para darse cuenta que durante 30 sobremesas eternas de madrugada y treinta amaneceres de mate y desayuno en el mismo barrio donde el niño que fue Julio Cortázar maceró su imaginación de escritor, dos de sus admiradores más fanáticos inventamos millones de hrönirs de mútiples formas? ¿Cómo pudo saber Iván que este escritor que soy no es ni más ni menos, de alguna forma, que un hrönir de la leyenda de Barrio UTA?)
En ese regalo
que me hizo el personaje de ficción, el director y el protagonista me guiaron
el ojo, me explicaron sin mucha vuelta que habían entendido el corazón de mi
libro, su sustancia, que a ellos mismos les había hecho recrear miles de cosas
de sus propias vidas y que sintiendo generosidad hacia mi libro querían hacer
lo que hace toda persona agradecida con un obsequio, regalarme otro equivalente.
Por un pequeño
puñado de segundos que bien pudieron ser doscientos mil años, Ariel Aguirre
apareció detrás de la máscara del personaje que interpretaba –un producto de
mi imaginación- sostuvo un puente con mi mirada, fijo, inconmovible, y me contó
que esa pava se parecía a la pava que le regaló su abuela, a quien siente como
su verdadera madre. En esa pava original Ariel recordaba toda su infancia, la
dolorida y la alegre, y en esa pava revivía todas las tardes de profunda sabiduría
y amor infantil pasadas con su abuela paraguaya, seguramente cargadas del calor
y humedad típicos de la pequeña ciudad donde Ariel, Iván y yo nos criamos.
Por un momento Ariel
y yo fuimos uno mismo, inventamos un espejo, y en el balcón de nuestros
párpados logramos poner un dique y evitar que ese mar profundo de lágrimas de
felicidad y dolor desbordaran el encuentro íntimo y dieran un salto hacia la
conciencia de todos los espectadores.
Sólo espero
tener algún día la chance de cenar una buena y abundante sucesión de borí borí,
sopa paraguaya, chipá guazú, mandioca frita, mangos en almíbar de postre,
fumarme unos habanitos con estos dos seres tan maravillosos y que tanto tiempo
admiré, para inventar millones de hrönirs toda la madrugada, y volver los tres
juntos a la Placita, la Bajada Vieja, a sentarnos en las barrancas del Alto
Paraná, en silencio, a disfrutar del tereré y de la belleza inexplicable de
este mundo tan triste.
Porque hasta que
pueda conseguir la forma de sostener materialmente mi pasión de escribir y
publicar, cosa que llevo intentando hace
dos años y en la que fracaso sistemáticamente; hasta que pueda vender todos los
libros que me quedan y cobrarlos, hasta que alguna redacción o editorial se
dignen a explotarme sistemáticamente para que yo pueda vivir ejercitando brazos,
manos y cerebro escribiendo; hasta que eso pase, el único sostén de Santos
Capobianco no es material, es emocional.
Sigo siendo
escritor porque quienes me leen me alientan a seguir, porque me regalan todo su
amor hedonista y me piden que siga inventando hrönirs para su disfrute.
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