Los antiguos persas, milenariamente amigos
de la confección de alfombras, habían imaginado una metáfora poético-textil
para explicarse la mágica conexión entre los millones de seres que habitamos
este planeta y compartimos este viaje: según ellos, la vida no era más que la
gran y perfecta alfombra diseñada por ahura
mazda, su dios, y cada ser vivo no era más que uno de sus infinitos hilos,
con un bordado específico e irrepetible, entrelazado su destino particular con
los millones de destinos del resto de los hilos.
Miles de años de observaciones científicas
llevaron a la humanidad a la comprensión de que los persas se habían acercado
mucho a la verdad. Una vez descartado el comprensible error de asumir un
diseñador inteligente para un diseño tan increíble, descubrimos que todos los
seres que habitamos el mundo provenimos del mismo sitio, somos materia y
energía, átomos, polvo estelar navegando las galaxias, entreverados y
combinados en formas particulares y únicas.
Y gracias a la genialidad o locura de
Newton sabemos que todos esos seres y cuerpos inanimados que formamos el
universo estamos unidos (sí, unidos), por una fuerza maravillosa
y simple, la gravedad.
Este es un relato inventado, aunque eso tampoco es exactamente cierto. Pero lo importante a tener en cuenta es que es
un relato para tratar de entender las fuerzas que nos atraen y nos unen.
Arranca con dos personas, dos motas de
polvo interestelar devenidas seres humanos. También puede ser que sean partes
de miles o millones de otros seres, o simplemente el resultado de combinar
varias ellas y diferentes él.
El lugar donde se encontrarían 30 años
después distaba mil doscientos kilómetros exactos de los lugares donde se ella
y él se criaron, pero en direcciones opuestas a ese futuro centro.
No tengo permitido –tampoco es el sentido
de este relato- retrasarme demasiado en cada detalle, porque los tiempos del
relato lo impiden pero también porque el sentido de lo que queremos explicar hace que los detalles sean, cómo decir, contraproducentes...
Puedo decir, sin embargo, que la vista de
estos niños era muy similar. A través de sus retinas en sus pequeños cerebros
se grabaron para siempre los distintos matices de verde que albergan esos otros
seres maravillosos del cosmos, los árboles. En su patagónica crianza ella
absorbió colores y olores, cielos y estrellas del bosque húmedo con nombres
mapuches; mientras que a miles de kilómetros él también bebía con ansias, todo
olfato y gusto, los verdes más brillantes quizá y con nombres guaraníes del
litoral. Valga decir también –sólo porque este relato los involucra- que
tuvieron como primos a los ríos, cristalinos y de lecho pedregoso los de ella,
caudalosos y bravíos ambos, más anchos y oscuros, puro lodo y espalda dorada
los de él. Sólo los climas de sus tiernas infancias fueron tan rotundamente
contrapuestos como los kilómetros entre ellos, aunque bien mirados en su
extrema radicalidad se igualaban, frío de montaña ella, calor húmedo de selva,
él.
Sus historias infantiles no podían
presagiar bajo ningún punto de vista un destino común. No sólo la distancia
geográfica los separaba, sus biografías los empujaban a mundos divergentes.
Él había sido criado bajo las leyes del “no
te metás”, “por algo los habrán matado” y “los milicos habrán hecho cagadas
pero hicieron obras”. Mientras el patriarca agradecía las bondades de la
dictadura de Onganía, a quien le debía en parte su progreso individual, en el
punto cardinal opuesto, el padre de ella
era detenido por actividades ligadas al comunismo criollo, en las cárceles del
mismo dictador.
A la edad donde las mujeres comienzan a
desarrollar una inteligencia y sensibilidad superiores al resto de sus
congéneres, con siete años, ella encaraba a su padre para discutirle que su
amiga mapuche era capaz de llegar a las mismas conclusiones y descubrimientos
utilizando sus habilidades naturales aunque no contase con los mismos recursos
cultuales que su medianamente favorecida familia. Él llegaría a esa conclusión
a la edad en que los varones tienen una remota chance de alcanzar cierto grado
de inteligencia, treinta años más tarde, y debería estar agradecido, ya que
esta sabiduría pasajera le permitiría protagonizar el fin de esta historia. En
su defensa, digamos que luchó denodadamente contra su entorno social y logró
casi al final establecer alguna forma disipada de amistad con los gurises
guaraníes que tanto admiraba.
Ya en su juventud comienzan a funcionar los
mecanismos invisibles de la gravedad y estos dos insignificantes hilos se
acercan a la ciudad que oficiaría de escenario. Aunque no todavía al lugar del
definitivo encuentro. En un barrio cheto, lejos de ambos, pero donde ambos
vivieron historias de universitarios, estudiasen o no.
Pero
no fue la militancia en la izquierda, que ella desarrollaba con mayor
compromiso y conciencia –y mucho antes- y que él comenzaba a desandar, en sus
primeros histeriqueos, la que los unió, ya que, aunque del mismo lado de la
trinchera, ella cavaba codo a codo con amplios sectores mientras que él decidía
soldarse a una sola clase.
Aquí cabe la pregunta, la interrupción, ya
que entendemos que ella haya llegado a militar en la izquierda, esponsoreada
quizás por el edipo de un padre zurdo y perseguido, pero ¿por qué raro camino
llegó el hijo del “por algo será”? Aquí aparece otra fuerza, que descubrieron
otros como Newton, aunque más mundanos, que vieron en las relaciones
económicas, en la organización social para obtener alimentos y explotar
recursos comunes, el fino e invisible hilo que entrelaza los destinos de la
gente. En esos años 90, la economía comenzó a cortar los hilos de muchas
familias atadas al orden establecido y sus jóvenes reaccionaron con angustia
pero también con bronca.
Algo mucho más fuerte que sus elecciones
políticas hizo que se vieran las caras por primera vez: el argentinazo. Porque
la rebelión popular más profunda de los segundos cien años del país provocó una
movilización de energías tan grande que con sólo haber decidido pararse en un
lugar específico fueron empujados hacia sí mismos por el pueblo enardecido. Una
asamblea popular los vio batirse juntos contra los enemigos de la vida y les
dio la satisfacción inconmensurable de bajarse a cinco de sus representantes en
pocos meses.
Ambos sintieron en silencio, sin
compartirlo, una atracción irrefrenable
por el otro. El adjetivo no es totalmente justo, aunque no se ha inventado
todavía un lenguaje para esto que describimos, deberíamos adosarle, por lo
menos otro, inexplicable, como para
acercarnos un poco.
La razón pudo más y el reflujo de las
bravías mareas del pueblo argentino, con su bajamar, acompañando la gravedad de
la Luna y los astros, también lograron separarlos y durante 6 años más sus
historias siguieron caminos distantes.
A la vuelta del lustro ampliado un nuevo
empuje de millones de hilos contra el poder y la muerte los volvieron a juntar.
En el camino quedaron exilios internos y frustraciones dolorosas, pero ellos se
volvieron a encontrar, y lo maravilloso aquí fue que parecieron retomar desde
el mismo punto geográfico, porque la primer asamblea docente donde se vieron
las caras se hizo en unas escalinatas a escasos metros del playón y el
monumento al general norteño donde se reunía la asamblea popular seis años
antes. Pero no convocaba la misma gente, sino un sector particular de esa
enorme masa que había derrocado a los gerentes de la muerte en el pasado. Ahora
su clase los convocaba.
Porque en esos años algunas cosas se habían
consolidado y ambos terminaron abrazando la misma profesión y se destacaron
casi en paralelo en la organización política y sindical de sus compañeros y
compañeras de trabajo y de lucha –aunque ella seguía estando varios pasos más
adelante-. En esta unión hubo una muerte que actuó como un imán. No una muerte
indolora o insípida, no una muerte significativa como cualquier otra, un
asesinato –el primero de este relato- de un hermano de lucha de ella, en su
patagónico y verde y frío nido maternal, el Estado escupía su odio contra la
nuca de los docentes que cortaban rutas. Esa muerte fue un imán, el vacío de su
ausencia repentina funcionó como un agujero negro superpoderoso que acercó a
miles a ocupar el lugar en la fila. Entre ellos a él.
En esas asambleas ya empezaron a
preocuparse. Porque es sabido para cualquier persona, no importa su capacidad
intelectual o de asombro, que la regularidad deja ver una ley oculta. Ya
intuían con mucho temor que algo más pasaba porque volvían a verse y a sentir
las mismas extrañas vibraciones que los llevaban a mirarse de reojo, saludarse
con un plus de afecto y todo a pesar de que ambos sostenían una autodisciplina
rayana con el monacato en lo referente a desconocer los acuerdos que sus
cuerpos y mentes sostenían en esos momentos –como seis años antes- con otras
personas, con las que la misma energía los había unido, aunque de otra forma y
en otros momentos.
Él comenzaba, por esos años, a juntar el
coraje y optimismo necesarios para transitar la aventura de mezclar su energía
y su materia con una compañera y alumbrar una nueva e irrepetible combinación
de átomos.
También en eso se diferenciaban, porque
ella había sido madre mucho antes, quizás en algún momento más cercano al comienzo
de este recorrido. Y probablemente ese hecho fantástico de la elaboración
consciente de otro ser había sido importante en el origen de esta historia y
seguramente lo fue en el final.
Porque los hijos y las hijas son como
planetas, estrellas o asteroides que desencadenan fuerzas extrañas que
transmutan las órbitas naturales de sus procreadores, más allá de compromisos
afectivos diversos.
Y otra vez se separaron. Ayudó que su clase
volviera a replegarse después de un estallido furioso pero también valieron sus
crisis paralelas con las organizaciones donde militaban. Algo podría haberse
inclinado por primera vez en contra de ella, que fue la que más lejos de su
vida pasada terminó, podríamos decir que un cortocircuito, un chispazo la
sacudió muy lejos de ella misma. Mientras que él, por primera vez en esta
carrera paralela logró mantener una órbita lo suficientemente inclinada para no
perder el último gramo que lo conectaba a una parte de su vida y de los miles
más con quienes había decidido encarar este viaje.
Otro hecho fortuito los volvió a acercar.
Esta vez no fueron las masas embravecidas ni la fuerza organizada de su clase
en lucha, esta vez el más puro y desconocido azar hizo que trabajaran juntos,
compartieran recreos y horas muertas. Esta vez fue la geografía quien los unió,
contradictoriamente y en contra del pasado, en que los había separado, o
finalmente gracias a que las imágenes de esas naturalezas violentas se
inscribieron en lo más profundo de sus cerebros infantiles fue que ella tomó
horas de Geografía en la escuela donde él las dictaba hace ya un tiempo.
(¿Podemos darnos el lujo irracional de creer que su mutua e independiente
pasión fanática por los mapas –que ella colecciona y crea de rompecabezas de
cinco mil piezas y que él recrea fanáticamente cada vez que puede en aulas y
juegos- es acaso “casual” y no tiene nada que ver con un destino fijado a fuego
vivo?)
La geografía que los encontró esta vez
merecería un extenso paréntesis que justifica otra narración, pero baste decir
que se encontraron en esa particular barriada obrera de Buenos Aires donde el
proletariado, desunido y envenenado por la miseria más acérrima, se encuentra
ideológicamente en las antípodas de las ideas que ella y él consagraron su vida
a transmitirle.
Y aunque tres décadas de viaje ya hacían
estragos en su energía vital -que se marcarían irremediable y definitivamente
en sus cuerpos-, volvieron a identificar ese sentimiento inidentificable que
los había asombrado dos veces antes. Disciplinados y especialistas en la
represión del propio deseo cuando éste contradice los deseos previamente
establecidos, ni siquiera se comunicaron estas impresiones. Y después de haber
sido adversarios acérrimos dentro de una misma lucha lograron conocerse como
seres de carne y hueso luchando contra la misma barbarie, el mismo sistema y
hasta el mismo ministerio.
Sólo una vez se permitieron el contacto. Fue
producto de otra muerte, otro asesinato, otro vomito estatal de miedo y
clasismo. Él llegó una tarde de octubre a la escuela devastado por el asesinato
de uno de sus hermanos más queridos, a quien nunca conoció personalmente, y que
podría haber sido él mismo o cualquiera como él, y cuya desaparición fue un
verdadero terremoto emocional para los millones de seres que sufren y
transforman este país todos los días. En ese nefasto día, en esa escuela
rodeada de barbarie y dirigida por los esbirros de guante blanco (y celeste)
del mismo sistema que había arrancado el cuerpo de su hermano de su lugar en el
cordón, sólo ella podía recibirlo y brindarle un refugio de carne y hueso, un
valle donde podía permitir que la lluvia de su alma y su dolor corrieran
libremente y dejaran de presionar sobre todo aquello que lo sostenía vivo. En sus brazos pudo llorar y liberar parte de
esa energía dolorosa.
Pero no pasaron de allí. Estoicos.
Respetuosos de los demás antes de ellos mismos. Manejaban como podían esa
energía, esa particular tensión que se había apoderado de ambos, obligándolos a
acercarse y alejarse al compás de un extraño movimiento en el que se sentían
títeres involuntarios, objetos empujados por la inercia del barco donde se
movían.
Hacia el final de este recorrido ella
pareció alejarse definitivamente de todo lo que la había movilizado en su corta
existencia bajo esta particular forma y combinación de materia. Las
frustraciones, profundas, responsables de desgarros internos, parecían no
remediarse. Su vínculo con la vida misma se distendió de tal forma que llegó a
acercarse demasiado al final de esta forma particularmente mezclada para
desatar la entropía que la llevaría a convertirse en otro tipo de combinaciones
y dejar, definitivamente, de ser ella misma.
Pero esta historia no merecería ser contada
si el encuentro final no se hubiese dado. Eliminado ya el misterio artificial y
literario que antecede al desenlace, digamos que lo maravilloso radicó en la
particular combinación de fuerzas que lograron unirlos.
Aunque él lo intuye semiconscientemente y
ella todavía lo recela, otra vez la fuerza contenida de las masas rebeldes del
argentinazo, combinada con la fuerza más concreta de la clase social que cuida
la esperanza y las semillas del cerezo, parecen haber confluido en el mismo
cauce para desenvolver la fuerza de un río poderoso y encaminado a desplegar
una energía social mucho más poderosa y efectiva que quince años atrás. Esa
fuerza lo encuentra a él intentando aportar claridad y dirección al afluente
que pasa por el lugar de la ciudad donde se eleva la esquina del mástil
proletario, barrio mágico que le devolvió la fe en sí mismo y en la humanidad.
Y ella intenta volver a beber en ese desborde desenfrenado, en esa crecida
devastadora, un poco del agua de la eterna juventud que la lleve de nuevo a la
esencia más bella de su propia vida, la de la permanente actitud de orgullo y
desafío, lucha y provocación hacia el mal que a todos mata.
Y en
medio de ese río de tiempo y espacio se han vuelto a encontrar.
Pero esta vez ellos nadan en medio de la
corriente para verse. Uno y otra se intentan ayudar en aspectos diferentes de
la correntada. Ya veteranos, parecen comenzar a comprender mejor de qué se
trata este baile, parecen identificar el ritmo y algunas notas, continuidades...
y como si fuesen niños autodidactas comparten entre ellos con una ingenuidad y
una ternura indescriptibles los pocos avances que van balbuceando tímidamente o
con confiada altivez y audacia.
Finalmente, las cadenas que los ataban a
deseos comprometidos con otras parejas de este baile ya no están más, no
digamos cómo ni porqué para no aburrir de más al lector entretenido pero
sufrido que hasta aquí nos acompañó. Baste decir que la misma fuerza sísmica
que rompió los diques de contención para ese río humano que encuentra poco a
poco su cauce buscando el centro del poder en su país, valió también para
barrer con las bases que los unían a sus compromisos previos y en el mismo
momento se vieron liberados de algo más que sus parejas constituidas, liberados
de las anteojeras y los límites autoimpuestos.
Y esta vez sí los monjes decidieron caminar
los pasos que había entre sus celdas y encontrarse.
Todavía queda por decir que algo más asombroso
ocurrió. Necesitaban también un contexto, un barrio. Se reencontraron en el
lugar ya transitado, esta vez no había trescientos vecinos de diferentes clases
sociales a la sombra del libertador del norte ni los 150 compañeros y
compañeras de trabajo debatiendo el plan de lucha y el pliego de
reivindicaciones, había una modesta urna excesivamente disputada por dos
fuerzas contradictorias.
Desde allí, desde el puerto donde siempre
volvían a encontrarse, comenzaron a desandar un camino totalmente novedoso y en
este viaje, después de tres décadas y tres mil kilómetros, encontraron juntos
un centro, un lugar concreto, un puente que unía el barrio de la primera
infancia de ella –hacia el sudeste- y el barrio de esta primera vejez de él –al
noroeste-, un barrio transitado en otras épocas mucho más lejanas por uno de
los pocos seres de este mismo país que tuvo la sensibilidad suficiente para
descubrir que en las cotidianas estructuras inventadas por los hombres y
mujeres reside una belleza y una magia maravillosa, una serie de espíritus que
pueden ser descubiertos y que deben ser traídos a la conciencia para poder
alcanzar el dominio de sí mismos y la felicidad. Ese puente hoy lleva su nombre
y ese barrio donde las almas se pierden y los gps no saben guiar a
nadie, ellos se encontraron.
Una vez en la cama, entre la fusión confusa
de pieles, aromas, jugos corporales y alientos, ella lo supo y más que una
iniciativa para transmitirle a él su descubrimiento, exhaló un suspiro
articulado y racional, producto de ese momento de extrema lucidez
inmediatamente previo al orgasmo y dijo: “nuestros cuerpos finalmente se tocaron”.
Porque no se trata, como se puede apreciar,
de una historia de amor. No es ése el nombre de esta fuerza particular que
pareció unirlos. Nadie sabe a ciencia cierta qué es realmente el amor pero
ellos saben que no es la fuerza que los atrajo. Él y ella relacionan el amor
con otra cosa, con la epopeya bifrontal de la construcción común de un presente
y un futuro inciertos contra todos y todo. No es esa decisión tan sutil la que
los unió.
Tampoco se puede reducir a la química
elemental de las hormonas y las fantasías visuales que introducen la obsesión
sexual por el otro. Esta atracción se parece más a la gravedad de los
electrones que giran en órbitas elípticas atrayéndose y distanciándose rítmicamente
dentro del átomo. Y como las metáforas sirven para muchas cosas pero no para
todo, como la literatura, déjenme acotar que estos microscópicos seres con sus
pequeñas intervenciones conscientes han transformado este girar automático e
impersonal en algo más parecido a un baile en el que los bailarines aceptan
dejarse llevar y asumen en sus cuerpos y decisiones encarnar con convicción las
fuerzas inmateriales que los mueven.
Como millones de electrones, bailan juntos
en este enorme encuentro universal de átomos, cuerpos, planetas, estrellas y
astros que se expanden bailando hacia el horizonte de su propio futuro.
Cuerpos fabricados de la misma materia,
atravesados por la misma energía, que se atraen sin saberlo durante millones de
años y que cuando se tocan, ah cuando se tocan, generan las explosiones de
energía más maravillosas que el ojo humano pueda apreciar, supernovas,
reacciones atómicas en cadena…
Gravedad, economía, geografía, tiempo y
distancia, lucha y muerte, materia y energía al fin y al cabo, danzando juntas,
hacia el final de los tiempos, cuando ya no seamos nada, pero sigamos
existiendo como parte del todo.
Historias como éstas se cuentan de a miles,
bienvenidas sean. No muchos tienen la dicha de darse cuenta del baile en que están
metidos ni son capaces de intervenir conscientemente, aunque más no sea dejando
de resistirse a las insondables fuerzas centrípetas que nos acercan y nos
repelen unos de otras y otros de unas.
Usted no sabe -ni tiene por qué saber- si
estas dos historias existieron y lograron resolver la ecuación y el enigma.
Valga pues este relato, al menos, para que empiece a prestar atención a la
música estelar que susurra en su oído cósmico.
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