Negra Sombra
en
todo estás e tí es todo
Rosalía de Castro, 1880
En cada colectivo el porteño tiene su
propia forma de infierno. Claro que hay un círculo que los iguala a todos: el
centro es -siempre y a toda hora- un viaje garantizado como ganado. Por gracia
de la desinversión empresarial las unidades tienen más de diez años, hacen un
ruido terrible que taladra literalmente oídos y paciencias, tiran toda clase de
humo y los etcéteras del caso. El infierno también toma formas particulares,
como el 133, el “lechero” más entreverado que recorre casi todos los hospitales
públicos desde Saavedra hasta Pompeya o el 23, una ruleta rusa cuando pasás del
Cementerio de Flores hasta la 1-11-14 o el calvario eterno de tomarse el 110
lleno, de vuelta a Nazca y San Martín, un viernes por la tarde. La cosa se
viene acentuando a medida que la irracionalidad hace crecer la ciudad atorando
las panzas de los bondis, las colas de los bondis, la SUBE nefasta que te
recuerda cotidianamente el exacto límite de tu pobreza salarial.
La particularidad de la 105 es que todavía
conserva esas unidades chotas, angostas, de pasillos donde sólo entran filas de
a uno, codo a codo y en la parte trasera, sobre las ruedas, estás más elevado y
por ende, regalado a los culatazos y bacheos del viaje.
Tardó mil horas en llegar a San Martín y Melincué.
La eterna construcción de paradas iluminadas y canteros de cemento y plástico
duro de esa nueva estafa que es el Metrobús, hace que durante dos años el
tránsito sea todavía peor. Una vez arriba, ya habiendo pasado la hora pico de
la tarde y apurado por los ritmos horarios de la patronal subsidiada, el chofer
lo transformó en un camión de rally, por lo que el asiento de la fila del
fondo, detrás de la puerta de bajada, era una especie de potro loco de esos que
metés una moneda y te imitan el corcoveo de la doma en los tugurios de algunos
pueblos ruteros.
Le puso un tiempo récord, casi que no pude
darme cuenta de la insufrible curva de Medrano y Bartolomé Mitre ni de la
fachada muerta del boliche asesino frente al santuario de los Pibes de
Cromañón. Tampoco noté el circo del santo inventado para los milagros rápidos
en la parroquia de Balvanera, sede de 150 años de fraudes electorales, punteros
y compadritos y escuela del dictador más sanguinario del país.
El ruido infernal de ese motor cansado
rebotaba en lo profundo de la cañada formada por los sucios y grises edificios
de una Bartolomé Mitre encajonada y tubular.
Lo planificado me había salido bien.
Viernes a la noche y el cardumen de turistas que hacían la excursión guiada por
el Barolo estaba rebosante, lo que me permitió camuflarme y pasar desapercibido
hasta la oficina de la SIDE.
Esperé un tiempo prudencial para
caracterizar sin llamar la atención y la oficina seguía sin custodia ni
movimiento de entrada y salida de agentes. O bien el incidente con el teniente
Perón no había sido identificado todavía con la oficina o el agente “Cabral”
había muerto sin tiempo para dar la alarma. O –quién lo sabía- en una de esas
era el único agente activo que conocía su uso y estaba muerto. En cualquier
caso la indagación uruguaya de Santos y Vicky seguía siendo imperiosa para
empezar a resolver tantos interrogantes.
Pero eso no pasaba por mi cabeza cuando
entré al desván octogonal con el reloj automático que mi viejo me había
heredado antes de morir, y que sabía había sido pagado por él y usado por
primera vez en algún momento de 1963 o 64, con el primer ahorro importante de
su primer laburo en Buenos Aires, limpiando la mierda de los clientes del
restorán El Mundo, en Maipú y Florida.
La reliquia hizo su juego de llave y los
mecanismos de la habitación fabricaron las luces y el túnel de gusano
tiempo-espacial y volví a sentir ese terrible dolor de culo. Pero después de
una caída que me pareció más corta, en lugar de la habitación de museo de la
noche anterior, caí en el mismo suelo y el mismo desván octogonal de un Palacio
Barolo ya terminado y en funciones.
Habían mantenido el placar enorme
original, también con ropas de la época. Me calcé un traje gris perla, de
solapa ancha y cruzada con la cintura de los pantalones a la altura del
ombligo, preferí los tiradores al cinturón y un sombrero al tono de la corbata
y encaré la salida con la elegancia de un Hugo del Carril yendo a la milonga, o
a la cancha.
Pasé desapercibido por una galería con un
esplendor mucho más glorioso que el del Pasaje Barolo de los años 90 y 2000 que
yo había transitado tantas veces. Chequé la fecha en el kiosco de revistas de
la galería pero recién me cayó la ficha de que estábamos en el 12 de octubre de
1963 cuando un estallido de voces y colores, de cuerpos y caras de alegría me
explotó en los sentidos al salir a la Avenida de Mayo.
Y así, por el más puro de los azares, en
lugar de encarar la segunda fase de una misión para vengar preventivamente a mi
compañero Mariano Ferreyra, rastreando y eliminando a su verdugo, 50 años antes
de que diera la orden que apretó el gatillo del .22 de Favale, terminé encarado
con mi más profundo demonio interior.
El paso del tiempo en la conciencia
popular se parece mucho en efectividad al agua de la montaña que acaricia con
paciencia eterna la piedra y la va puliendo hasta dejarla pura arcilla y arena.
En los años 50 y 60 del siglo XX si un habitante de Buenos Aires se cruzaba con
alguien tocando una gaita en la calle, rápidamente hacía un comentario
–amistoso o racista- sobre la colectividad gallega. En los años 90 y el 2000 lo
más probable es que el comentario hubiera sido sobre el personaje de Mel Gibson
en Bravehart-Corazón Valiente, los
escoceses y sus “polleritas”.
Se ha borrado prácticamente de la memoria
popular la enorme importancia que tuvieron para la vida social de esta
comunidad, la inmigración gallega y asturiana de fines del siglo 19 y la
primera mitad del siglo 20.
Y ahí estaba yo, autocomisionado en una
misión política, siendo testigo de la movilización impresionante de 50 mil
inmigrantes españoles que hacían suya la Avenida de Mayo homenajeando la
conquista sanguinaria del continente en que vivían, paseando un feriado en el
que el Estado argentino barría bajo la alfombra su dignidad soberana para
chupar las medias de la embajada española y del fascismo que gobernaba la Madre
Patria. El siniestro reloj me había llevado al lugar donde seguramente mi
viejo, que tendría unos 26 o 27 años, habría estrenado el lujoso relojito, en
la fiesta de la “raza superior”.
Olvidé por completo la “misión” original y
en lugar de rastrear un nombre en las agendas telefónicas me descubrí buscando
un rostro entre la multitud. Buscaba el rostro de las fotos más viejas de la
familia, de la época de las salidas y encuentros de novios de mis viejos, con
una mezcla de inconsciencia y alguito de angustia por lo que pasaría si
efectivamente el recuerdo de una foto aparecía de carne y piel frente a mí.
En eso recordé las anécdotas de mi madre
sobre las andanzas de mi viejo y su cofradía de paisanos también mozos,
bacheros o cocineros de los miles de bares, restoranes y piringundines que
sostenían el comercio gastronómico del corazón de la ciudad, que llenaban los
espacios vacíos de soledad y nostalgia después del laburo con litros de
interminables whiskys, cañas y aguardientes en determinadas esquinas que
oficiaban de embajadas de las diferentes regiones españolas. Mi viejo y su
barra defendían el honor de las cuatro provincias gallegas en la fuente de
hierro forjado artístico de Avenida de Mayo y Lima, frente al horrible lugar en
que la Embajada española hizo construir en 1980 ese peñasco feo y blanco
calcáreo de donde emerge el Quijote a caballo y que en los días en que Santos,
Vicky y yo habíamos perseguido al servicio “Cabral” se encontraba el indomable
acampe de los qom del carasjché Félix Díaz exigiendo el fin del etnocidio de
Urtubey, Insfrán y Capitanich en el chaco norteño.
Desde esa esquina –ahora vacía de
personajes literarios y combatientes originarios- pude ver a mi viejo, trepado
a la fuente de hierro y agarrado de sus compadres como quien se cuelga del
paravalancha en la tribuna, arengando como un barrabrava el paso del desfile
multitudinario.
Por obvias razones nunca lo había visto a
mi viejo como lo veía ahora: sólo pude atestiguar la última mitad de su vida,
terminada a los 76 en una tétrica terapia intensiva derruida de una clínica
privada de Posadas, cuando ese tipo de movimientos ágiles y robustos de la
juventud habían pasado ya hace rato al cajón de los recuerdos, entre las fotos
y la morriña, sepultados por los efectos físicos evidentes de un tabaquismo
bestial, la diabetes y la hipertensión congénitas y los kilos de grasa propios
de una vida ya muy aburguesada.
Todo lo contrario de ese joven obrero
gastronómico vigoroso y atlético, afeitado al ras y perfumado, en un traje de
domingo con toda la pompa que las moneditas de sus primeros sueldos permitieron
comprar. Tenía esas dos grandes entradas en las sienes que anunciaban la futura
pelada que yo conocí pero no había ningún indicio que pudiese imaginar la
obesidad tan característica del pequeño patrón gastronómico posadeño que
simbolizaba todo lo humanamente despreciable de su conducta social posterior.
Esa lozanía y juventud contrastaban
todavía más con la efusión ideológica que soportaba ese cuerpo. Mi viejo estaba
ahí, alardeando de la fuerza y coraje esenciales de su raza española, orgulloso
de aquel mítico Imperio Borbón que había sabido barrer de la faz de la tierra a
millones de aborígenes en menos de un siglo, olvidándose de esos casi 50 años
–los últimos del Imperio- que les sobraron a los aborígenes, esclavos, libertos
y criollos para echar del subcontinente al emperador, desde Haití y la Rebelión
de Túpac Amaru en el altiplano hasta la Batalla de Ayacucho en las mágicas
montañas del Ande ecuatorial.
Qué amargo puede ser el sabor de
encontrarse con tu propio padre en el pasado y que tus sensaciones más sinceras
cabalguen entre la desilusión y la confirmación de un profundo rechazo. Porque
mi viejo y yo fuimos dos extraños enfrentados incondicionalmente desde mi
temprana adolescencia hasta el día que lo metimos en el nicho decrépito del
cementerio español de Posadas. Sus posiciones franquistas de justificación a
las dictaduras de Onganía y Videla se correspondían con esa imagen de burgués
pequeño de provincias que ostentaba con descaro puertas adentro y puertas
afuera de la comunidad careta de esa pequeña ciudad.
Pero verlo ahora, con la percha de un
obrero joven y vigoroso, sosteniendo con el cuerpo y la garganta la inmundicia
fachista no hacía más que desmoralizarme en la constatación de que el fascismo
y el nazismo anidaron fuerte en los corazones y las mentes de obreros y
campesinos como mi viejo en gran parte de la Vieja Europa y sus –viejas y
reconquistadas- colonias de ultramar.
-Qué mierda todo- pensaba en esa esquina
del año 63, disfrazado en un traje petitero. –Tengo la suerte de encontrarme
con mi viejo ya muerto y en vez de ir corriendo de alegría de nene de diez años
a sus brazos, como en una película chota de Jólygud, acá me ves con unas ganas
terribles de cagarlo a trompadas.
Desmoralizado y aplastado por la lápida
pesada de los muertos sobre mi conciencia, claudiqué ante todas las
posibilidades de una misión fructífera. Sin ganas de recorrerme esa Buenos
Aires buscando a otro veinteañero y futuro asesino de obreros, sin ganas de
seguir contemplando la miseria moral y la semilla de un obrero traidor a su
clase y su etnia, hecho un tango con patas, fui arrastrando los tamangos de
charol que me había proporcionado la SIDE sin saberlo, rumbo al desván
octogonal que me devolviera a mi depresión del siglo 21.
Y otra vez sin querer, cuando pasaba
frente a la bellísima fachada de mármoles y bronces dorados del Hotel Castelar,
me llamó la atención que no estuviera en su lugar habitual la placa enorme que
recordaba el paso del enorme poeta Federico García Lorca por sus chetas
habitaciones y sus baños turcos imitación de la Roma imperial.
Pero claro, recién en 2008 la Diputación
de Granada y la Embajada española en Argentina le rindieron homenaje a su
estadía de seis meses en Buenos Aires. No tenía que extrañarme que una Embajada
y una colectividad dirigidas por el monarquismo, la superioridad racial y bajo
las órdenes del franquismo más reaccionario se tardasen 75 años en lavar los
pecados.
Cuando volviera a mi presente iba a releer
la esquela que recordaba la invitación de la Asociación de Amigos del Arte, la
copetuda fundación de Victoria Ocampo y las “esposas” de la aristocracia
porteña que pasaban sus ratos de ocio gastando la guita propia y de sus maridos
en tareas de mecenazgo estético y búsquedas formales. Ellas le pagaron el
pasaje en barco a Federico, que ya era reconocido en la literatura de habla
hispana como uno de los vanguardistas que revolucionaban las técnicas más
refinadas del Siglo de Oro español en poesía, para ofrecernos descripciones descarnadas
y maravillosas de los dolores y alegrías del campesinado andaluz, el hondo bajo
fondo del que Federico nunca renegó.
Le pagaron también una lujosa suite 704
del Castelar y lo hicieron habitué de las tertulias más exquisitas del Tortoni,
con los Borges y los Bioy. Su dominio de la cultura refinada, su fama y
renombre en el mundo de las letras, seguramente harían ver su homosexualidad
como un gesto de modernidad y vanguardismo, lo suficiente para que las
copetudas guardaran sus comentarios homofóbicos para la intimidad de sus frías
camas y el cotorreo entre amigas.
Pero lo lindo del asunto es que Federico
parece que prefería escabullirse en los cafetines y bares de Avenida de Mayo y
el puerto, siguiendo con su olfato sensible las experiencias cotidianas del
pueblo trabajador. Así como el exquisito poeta suda su amor por el pueblo
andaluz en su obra, así también Lorca se quedó seis meses, de octubre de 1933
hasta abril del 34 recorriendo esta ciudad y amando a su pueblo.
Es extraño cómo funciona la máquina del
azar. Tropezarme con García Lorca treinta años después de que pisara estas
mismas baldosas que ahora piso, en el medio de una monumental celebración del
mismo Estado español que lo asesinó en agosto de 1936, por puto y por
republicano, mientras acabo de confirmar aquello que más me separó de mi viejo,
ese antagonismo de clase que nació del dolor de su despecho y maltrato para con
sus hijas e hijos y sólo se hizo fuerte con el paso de los años y mi
transformación en un obrero consciente. Mi viejo nació hace 80 años, en enero
de ese mismo 36, que vió alzarse al carnicero de Ceuta y Melilla el 18 de
julio.
Me crucé a una librería de viejos de esas
que han poblado eternamente la Avenida de Mayo y encontré un librero más
anarquista que vendedor, y en un tono bajo de confidencia y secreta
conspiración le pedí y me entregó para leerlo frente a todos los manifestantes,
una copia de su obra donde figuraba uno de los “Seis poemas gallegos” que
escribió.
En particular el que demostraba que en
esos seis meses el poeta enfocó con agudeza su sensibilidad en un particular
habitante de Buenos Aires, el emigrante gallego obrero, ese mismo que sería mi
viejo, y en ese dolor profundo e inigualable que provoca el desgarramiento de
tus raíces emotivas y materiales encontraba las razones de tanta desdicha, de
tanta temprana desmoralización en los jóvenes cuerpos y conciencias, ese
fertilizante que podía explicar la germinación del odio fascista.
Leí esa mañana radiante de octubre del ´63
lo que Lorca sintió desde ese octubre del ´33:
“CÁNTIGA
DO NENO DA TENDA
Bos Aires ten unha gaita
sobor do Río da Prata,
que a toca o vento do norde
coa súa gris boca mollada.
¡Triste Ramón de Sismundi!
Xunto a rúa d'Esmeralda
c'unha basoira de xesta
sacaba o polvo das caixas.
Ao longo das rúas infindas
os galegos paseiaban
soñando un val imposíbel
na verde riba da pampa.
¡Triste Ramón de Sismundi!
Sintéu a muiñeira d'ágoa
mentres sete bois de lúa
pacían na súa lembranza.
Foise pra veira do río,
veira do Río da Prata.
Sauces e cabalos múos
creban o vidro das ágoas.
Non atopóu o xemido
malencónico da gaita,
non víu ô inmenso gaiteiro
coa boca frolida d'alas;
triste Ramón de Sismundi,
veira do Río da Prata,
víu na tarde amortecida
bermello muro de lama.
Bos Aires ten unha gaita
sobor do Río da Prata,
que a toca o vento do norde
coa súa gris boca mollada.
¡Triste Ramón de Sismundi!
Xunto a rúa d'Esmeralda
c'unha basoira de xesta
sacaba o polvo das caixas.
Ao longo das rúas infindas
os galegos paseiaban
soñando un val imposíbel
na verde riba da pampa.
¡Triste Ramón de Sismundi!
Sintéu a muiñeira d'ágoa
mentres sete bois de lúa
pacían na súa lembranza.
Foise pra veira do río,
veira do Río da Prata.
Sauces e cabalos múos
creban o vidro das ágoas.
Non atopóu o xemido
malencónico da gaita,
non víu ô inmenso gaiteiro
coa boca frolida d'alas;
triste Ramón de Sismundi,
veira do Río da Prata,
víu na tarde amortecida
bermello muro de lama.
Mi
viejo podría haber sido tranquilamente ese Ramón de Sismundi que laburaba en la
calle Esmeralda, siguiendo en el aullido lacerante de su morriña de inmigrante
pobre y explotado, el canto de las gaitas que lo llevaban al suicidio
metiéndose en el Río de la Plata para intentar saldar la herida con la sal del
océano, buscando volver al terruño, los amigos, el canto materno y el abrazo
fraternal de sus montañas y ríos.
Aprendí de Julio Cortázar –y de Federico
Engels, nobleza obliga- la importancia de darle bola a esas trampas del azar
que llamamos coincidencias o casualidades por fiaca o impotencia de
encontrarles la justa explicación causal que tienen. Algo en esos detalles, en
esos errores de la matrix, tiene un
significado, encierra un aprendizaje.
Y cuando creía estar allí para cerrar el
capítulo de mi vida que más había obstaculizado el fluir de sentimientos bellos
y una extrema inseguridad en el desarrollo de mi propia masculinidad, cuando
creía que el cierre pasaba por explicar la ideología y la biografía perversa y
sicótica de mi viejo en esa víctima del desarraigo capitalista en el campo
galego, la emigración forzosa y todo el mambo, justo en ese momento de falsa
clarividencia, el rulo de los compases de cientos de tamboriles, tambores,
bombos, panderetas y gaitas que venían encabezando la procesión de las
Sociedades Galegas en la inmigración, me tocaba al oído como quien te toca al
hombro desde atrás y te saca de tu senda.
Los quinientos gaiteiros de los hijos de
Corcubión, Betanzos, Noia y Rianxo, Vedra, Lugo, Ourense, Pontevedra y Cruña y
de cientos de sociedades galegas de Avellaneda, Valentín Alsina, Vicente López,
Ramos Mejía y Capital Federal se abalanzaron con la furia impresionante de un
ejército montañés atacando de lleno a su enemigo.
La conmoción musical dinamitó la dura
lápida del mandato patriarcal que me inundaba los sentidos y anulaba el
corazón, las nostálgicas borras de las muiñeiras y tangos del pasado barridas
al final de mi conciencia por una impresionante Alborada Galega interpretada
por cientos de pares de pulmones y manos, llenando todo el cañón de la enorme
avenida y disparando a las palomas y gorriones de la plácida contemplación
primaveral en las copas de los árboles florecidos.
Allí estaba, para mi sorpresa, encabezando
la brigada de músicos, quien 30 años después de esa tarde sería mi maestro de
gaita, en el altillo con olor a moho y caoba del Salón de la Sociedad Galega de
Lalín, frente a la calle Moreno, al 1950 y pico. De la misma edad de mi viejo o
un poco más, alto y fornido, gallego rubio de anchos hombros, poderosa espalda
y figura rampante, con su gaita azul marino con arabescos moriscos en el roncón
y cintas rojas, gualda y violeta, el Maestro Cesáreo Rodríguez Varela, el más
grande y reconocido formador de gaiteros de toda Buenos Aires y alrededores,
último en su especie, el mejor entre los mejores.
Ahora sí mi corazón se llenaba de una
alegría infantil y me daban ganas de correr y abrazarlo, sin pensar un segundo
en cómo mierda comprobarle que era su pupilo del futuro y lograr que no me
parta un adoquín en la cabeza por romperle toda la formación. Allí estaba el
alter ego de mi viejo.
Cuando cumplí los 17 años arranqué con un
nuevo intento por acercar a mi viejo emocionalmente, por agradarle y hacerlo
sentir orgulloso y me obligué a aprender a usar un instrumento propio de los
valles montañosos en la incomodidad acústica de departamentos de tres ambientes
y vecinos indignados con el dedo fácil para llamar a la cana por ruidos
molestos. Contra una formación musical nula, con una sensibilidad para la
música parecida a la de una anguila de río, con un sentido del ritmo más
cercano a la arritmia de corazón que me habían diagnosticado de pequeño, me
puse a estudiar gaita con tal de agradarle.
Mi viejo nunca llegó a decir “estoy
orgulloso de vos”. A pesar de todo, fui uno de los mejores discípulos jóvenes
de Cesáreo y en la formación de orquesta y cuerpo de baile tradicional del
Centro Rías Baixas de la calle General Urquiza frente a la vieja planta de la
Vascongada en el barrio de Boedo, pasamos seis años recorriendo peñas de toda
la ciudad haciendo revivir la alegría del pueblo infantil a los ancianos y
ancianas que arrastraban su galleguidad por el fin de su larga vida a 12 mil
kilómetros de su cuna.
Pero sólo logré que viniese a verme dos
veces y en ninguna se le cayó de casualidad un comentario ligeramente
halagüeño. A tal punto que para mis 24 años había decidido dejar de perder el
tiempo con cosas tan lejanas de mí mismo, resignarme a la escasa capacidad
afectiva de mi padre y obligarme a las cosas serias de la vida: la facultad y
la militancia.
Sólo cuando las cosas serias de la vida se
me fueron al carajo, para el invierno de 2006, quiso el azar que Cesáreo me
llamara para un par de funciones en las que no había conseguido segunda gaita,
una mentira piadosa para reclutarme a una nueva formación que quería intentar.
Después de diez años de no tener ningún contacto, este octogenario bonachón y
excelente ser humano, sin ningún reproche, volvía a integrarme a la pasión más
importante de su vida sólo mirando al frente. Tocamos juntos de nuevo seis
meses más. Gracias a eso descubrí varias cosas de mí mismo. Que después de diez
años de no acercarme al instrumento tocaba mejor que en mis mejores tiempos, lo
que demostraba que la música, al menos esta música, estaba mezclada en la
sangre y las neuronas y había despertado una sensibilidad que desconocía en mí
mismo. También conocí a un hermano de esos que aunque no vea nunca siento como
al brazo amputado cada vez que me muevo, allí está también para siempre Adrián
y algún día volveremos a refundar Gaitas e Agarimos y nos divertiremos como en
esos seis meses.
Pero también descubrí que Cesáreo me
quería como un camarada y como el hijo varón que nunca tuvo. Murió en enero del
2007, nadie se había dado cuenta de un incipiente alzheimer hasta que un
resbalón inocente en una bañera y su correspondiente derrame cerebral nos
hicieron recordar millones de lapsus y anécdotas bizarras que mostraron la
continuidad de un deterioro.
En su entierro en el nicho del Centro
Gallego de Buenos Aires, en la Chacarita, lloré con moco y sin aliento, como
debería llorar un niño de diez años que es consciente de que no va a ver nunca
más a la persona que más quiere en el universo.
Y ahora me doy cuenta que lloraba al tipo
que hubiera elegido como padre si algún funcionario del universo me hubiese
dado la opción. Idéntico a mi viejo en lo físico y en su origen, gallego nacido
en los años 20 en Padrón, pequeña aldea galega que se disputa con la cercana
mole de piedra y cemento de Santiago de Compostela ser el nicho final de los
huesos del apóstol. También nacido en una familia campesina venida a menos, la
pobreza de sus viejos alcanzó sólo para coimear al ejército del rey con una
pierna de jamón serrano arrancada de uno de los mejores cerdos de la familia y
garantizarse un lugar lo más alejado del riesgo y la violencia, en un
destacamento cercano a la aldea, la brigada de músicos. Allí conoció al amor de
su vida, a su media naranja, lo único que lo completaba y lo hacía inmortal, la
música. Y en particular el saxo y la gaita, los dos instrumentos en los que se
transformó en especialista técnico y mago genial.
Era un espejo donde mi viejo se invertía.
Ser humano generoso, obligado a emigrar a Buenos Aires, laburó toda su vida de
cobrador de bancos o compañías de seguros, oficio extinto ya por el homebanking
y las transferencias on line, que en aquéllas épocas le garantizaba los
ingresos suficientes para mantener a su compañera de vida y su hija, sin
mayores lujos ni grandes privaciones, y así estar liberado para dedicarse a la
formación de miles y miles de orquestas de música tradicional, pero también de
boleros y pasodobles para bailes nocturnos, de coros de voces que respetaron y
trascendieron la vasta tradición gallega en ese rubro, de centenares de
gaiteiros, pandereteiros y bombistas que sostuvieron viva la llama de la música
ancestral. Y siempre lo hizo a contramano de la mezquindad y la pequeñez
cultural de la burguesía gallega en la diáspora, esos hijos de los buques que
se llenaron de guita explotando a sus paisanos en la gastronomía, la industria
de productos para gastronomía o la industria textil. Los “galegos con cartos”
tan característicos y dotados de toda la miserabilidad humana que puede dar el
disfrute de una riqueza conseguida sobre la base de la traición del origen de
clase. Esos forros que manejaron presupuestos millonarios con los que se
metieron a dirigir los miles de Sociedades de Socorros Mutuos, Hospitales y
mutuales que protagonizaron la vida de todas las ciudades importantes en la
geografía argentina y del resto de América. Burgueses de medio pelo que
financiaron la cultura como un mero adorno para justificar la desviación de
fondos de los humildes y sacrificados obreros y obreras inmigrantes hacia sus
fortunas personales.
Esa burguesía galega es la que reventó y
dilapidó la fuerza emocional, artística y cultural de toda una etnia en la que
fuera alguna vez la “Quinta Provincia” gallega en la diáspora. Su mejor símbolo
fue el delincuente millonario Francisco Ríos Seoane, conocido por la
construcción del Estadio España, del Club Deportivo Español, entre el Bajo
Flores, Soldati y Lugano, fabricado con el cemento y la arena que el fachista
Cacciatore desviaba de la sobrefacturada autopista, y dueño en su momento por
intermedio de testaferros y prestanombres de los cinco o seis enormes
cafés-restaurantes de la cadena “Ríos de España”, como los recordados Ebro (en
Belgrano y Entre Ríos) o el Tajo (en Córdoba y Pueyrredón) que imitaban a la
otra gran cadena de bares gallegos de los 90, los Plaza del Carmen, de los
cuales el más conocido quedaba en Callao y Rivadavia, frente al Congreso
Nacional y de los que sólo queda en pie el clásico de La Plata y Rivadavia.
Este mafioso terminó sus días haciéndose
pasar por loco para esquivar las condenas de sus múltiples fechorías y
asesinatos pagos, que llevaron entre otras cosas a la quiebra de su cadena de
bares y a reventar literalmente al Deportivo Español.
Por eso, por los mafiosos burgueses
gallegos, responsables de la decadencia terminal de joyas pioneras de la salud
en el país, como el Centro Gallego de Belgrano y Pasco o el Hospital Español de
Belgrano y La Rioja, hoy desguazados y privatizados, triste sombra inversamente
proporcional de la grandeza de otrora, y por la muerte de las generaciones de
gallegos y gallegas que dejaron regada con su sangre todas las fábricas
manufactureras de la ciudad y el país, es que en 2015 nadie ve una gaita y
recuerda Galicia o a sus hijos.
Pero el viejo Cesáreo nunca mendigó un
cobre ni se vendió para conseguirlo. Y si existen formaciones musicales y
centros culturales que sostienen lo mejor de la tradición de este bello pueblo,
como Xeito Novo, es gracias a que el viejo Cesáreo nunca claudicó.
Orgulloso republicano democrático –de esos
que eran republicanos del viejo PSOE, que odiaban a Franco pero que no
compartían los ideales de comunistas y anarquistas- Cesáreo era más cercano a
mis afectos que mi padre biológico.
En un sólo punto se tocaban los dos padres
espejados, en su nacionalismo galego. El amor que ambos profesaban por los
primeros poetas en lengua materna, Rosalía de Castro, Curros Enríquez y Pondal,
activistas del movimiento nacionalista galego que contribuyó con brazos e ideas
al primer levantamiento de burgueses y obreros en España durante la Primer
República en medio de la crisis mundial de 1873 y que el anarquismo contribuyó
a llevar a la derrota, al alimentar el poder obrero detrás de un seguidismo a
la débil burguesía urbana.
Pero mientras el profundo odio al
comunismo y el resentimiento que el franquismo había germinado en los años de
colimba de mi viejo en Marruecos, cazando moros como sapos o culebras, habían
llevado el dolor de la pobreza y el desarraigo a devenir en traición de clase y
superación personal a base de la explotación de otros, haciendo que su
nacionalismo se hincara de rodillas frente al monarquismo de Franco, su ídolo,
que aplastó a sangre y fuego las expresiones culturales de su estirpe,
prohibiendo gaitas y muiñeiras, fusilando poetas y prohibiendo libros; el apego
de Cesáreo por los sufrimientos del campesinado pobre y el obrero inmigrante,
su odio de clase contra la burguesía gallega y un acérrimo desprecio por el
fachismo, lo hicieron ser el mejor resistente a la represión antigallega del
caudillo del Ferrol.
-Nadie puede elegir a sus padres… -pensé aquella tarde soleada de
fanfarria- pero sí puede escoger su herencia.
Y volví a meterme en la galería del Barolo
para dejar atrás y para siempre, a la Avenida más gallega de Sud América.
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