HACIA LO HONDO
“Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda.
Frederich
Engels, extractos de su famosa carta del 21 de setiembre de 1890
escrita en Londres para J. Bloch según la traducción castellana publicada en
sus Obras Escogidas por la Editorial
Progreso de Moscú en 1974.
CAPÍTULO 6
El Mago en la Torre
“Reconoció esa necesidad, en
términos odonianos, como su “función celular”, el término analógico para la individualidad del individuo, el trabajo que
mejor podía hacer, por lo tanto su mejor contribución para su sociedad. Una sociedad
saludable debería permitirle ejercitar esa función óptima libremente, encontrando
en la coordinación de todas esas funciones su adaptabilidad y fuerza. Esa era
una idea central en la Analogía de
Odo. Que la sociedad odoniana en Anarres se haya quedado corta con el ideal no
le quitaba, en su mirada, su responsabilidad para con ella; justo lo contrario.
Con el mito del Estado fuera del camino, el verdadero mutualismo y reciprocidad
de la sociedad y el individuo aparece claro. El sacrificio debe ser demandado
al individuo, pero nunca comprometido: porque únicamente el individuo, la
persona, tiene el poder de la elección moral –el poder de cambiar, la función
esencial de la vida.
La sociedad odoniana fue
concebida como una revolución permanente, y la revolución comienza en la mente
pensante.”
Úrsula
K. Le Guin, en The Dispossessed,
capítulo 10, 1974. Traducción nuestra no autorizada.
-¿Estás bien nena?
-Dejala, tranquila Alicia, que Denise la va a ayudar. Che,
Santos, este tipo Shosé que trajeron de la colonia, cómo los va a ayudar a
resolver el asesinato de… ¿cómo se llamaba el abogado?
-Massar Ba. No, no lo trajimos para descubrir quién lo mató,
eso ya lo sabemos.
-¿Cómo?
-Claro, a Massar Ba lo mató el Estado, no hace falta ser
Philip Marlowe y construir una máquina del tiempo para saber eso. Era abogado y
activista, luchando por los derechos de una comunidad de inmigrantes explotada
sin derecho a hacerse un miserable dni, tratados como mierda por el color de su
piel, teniendo que coimear a la comisaría para vender baratijas en la calle…
¿aparece cagado a trompadas en una calle de Balvanera y muere en el hospital
sin que nadie haya visto nada? Por acción u omisión es culpa de la Policía, que
se sacó otro “agitador” de encima. Ni consulado tienen los senegaleses.
-¿Entonces para qué mandarse a buscar un africano al pasado?
-Porque en este país el problema no es saber quién es el
asesino, sino construir la organización necesaria para meterlo en cana y a sus
responsables políticos.
-Nosotras sabemos bien eso, querido…
-Con más razón, amiga. Los negros desconfían de los
activistas afro argentinos porque simpatizan con las instituciones del Estado,
son todas oenegés progres que coquetearon con la política de derechos humanos
kirchnerista y se someten todo el tiempo a la legalidad y los vericuetos de la
burocracia legal; y desconfían de nosotros, que nos cagamos en todo eso, porque
no somos negros.
-¿Pero irse a la colonia no será mucho?
-Es cierto que al principio me pareció un disparate. Además
teníamos el problema de haberle reventado la máquina para viajar en el
tiempo-espacio a la SIDE pero también la que usábamos nosotros, la trochita
fantasma del subte. Como si ese Primero de Mayo los hilos de nuestra clase
obrera se hubiesen anudado todos juntos, la punta de la solución también
apareció allí.
Estábamos en Plaza de Mayo. ¿Se acuerdan ese Primero de
Mayo? Frío húmedo de otoño, el pelo de las nubes pintado de ocres, Pitrola
prometiendo el camino del Argentinazo mientras los “primos” hacían un acto con
el kirchnerismo en la embajada de Brasil.
-¡Por Lula! ¡Cómo no nos vamos a acordar, pibe! Rompieron el
FIT un Primero de Mayo por Lula y los chanchullos de Odebrecht!
-Cuestión que, cuando terminó el acto, me fui a saludar a Rolando,
el obrero que les conté, el que designamos para cuidar a Wilkens y los
compañeros que volvieron del pasado. Me preguntó por Leo, porque se había
convertido en uno de los fanáticos de su primer libro de cuentos, y cuando le
estoy comentando que andaba desaparecido se metió en la conversa una vecina
suya, La Cieguita que le dicen, militante de su misma regional, que terminó
siendo clave.
-La verdad… pero por qué Cieguita, si la mina ve re bien.
-Parece que no mira tan bien para enamorarse… Negra. ¿Te
sentís mejor?
-Sí, un poco, dale, seguí.
-No sé cómo salió el tema pero dijo que había estudiado el
profesorado de Historia con Leo, en Fylo. Se la notaba preocupada porque habían
sido estrechos amigos, o al menos eso me dijo, Nacimos el mismo año, con días de diferencia.
-Me venís bárbaro, porque me acostumbré a usar historiadores
para encontrar la salida a los laberintos, le dije.
-Profesora, -me corrigió- hace mucho que no investigo.
-Pero como Tiresias, podés ver mejor que yo en las zonas misteriosas
del pasado. Como sea. Decime, si vos tuvieras que buscar un africano
revolucionario en el Río de la Plata, ¿a qué tiempo histórico te irías?
-¿Cómo en una nave que viaja en el tiempo? –se reía de una
manera extraña, no sabría decir si era impostada o genuina, pero de seguro
dejaba un vacío incómodo porque, aunque buscaba contagiar, no lo hacía.
-Ponele, o en una biblioteca, o en un archivo.
-Claro, casi lo mismo. Es fácil, te vas a cualquier momento
del siglo diecinueve, esto estaba lleno de afrodescendientes.
-No, claro, pero yo me refiero a gente venida de África…
-Perdón compañero, pero todos los negros venimos del mismo
continente.
-Usted no es tan negra como un senegalés. Yo me refiero a un
senegalés.
-Yo y todos los negros y negras de este país, compañero,
somos tan negros como lo pueden ser los hijos e hijas del pueblo, producto de
doscientos años de mestizaje con los hombres y mujeres africanos esclavizados
que poblaron el Río de la Plata.
Cuando hablaba de lo que sabía se apasionaba como el mejor
dirigente obrero frente a una asamblea. Y lo hacía con gestos penetrantes y
firmes, logrando toda la fascinación que no podía arrancar con sus falsas
carcajadas.
-Estudios de arqueólogos de Fylo demostraron que el cuatro
por ciento de la población de la ciudad de Buenos Aires conserva aún hoy
material genético africano en sus venas y el porcentaje es mayor entre la
población obrera del Gran Buenos Aires y de las provincias del norte, en grado
equivalente a la importancia estadística que señalan los censos más antiguos
para la población afrodescendiente desde el virreinato para acá.
-¿Posta? No tenía idea.
-Si lo que usted busca es un africano recién llegado tendría
que rastrear los archivos anteriores a las leyes que limitaron la importación
de esclavos, o si prefiere, directamente a la colonia.
La Plaza se estaba poniendo cada vez más fría y vacía a
medida que el nublado sol de otoño nos abandonaba con los compañeros y
compañeras que se volvían al conurbano profundo. Quedamos con la Cieguita en
volver a encontrarnos en la casa de Rolando y Andre con los resultados que
pudiese averiguar. Mis coordenadas, aunque parecían bizarras, un obrero africano revolucionario en
Buenos Aires, lejos de espantarla, parecieron un desafío que le agradaba.
En eso también se parecía a Leo.
Ese mismo día, abrumado por las sensaciones mezcladas, el
luto fresco del velorio del Tony, la tragedia griega en que me había metido la
Negra con su relato sobre Massar Ba y la sospecha fea de que algo malo le había
pasado, me decidieron a mandarme a la casa de Leo para encontrar alguna
respuesta.
Como les conté, después de dos años viviendo en la calle
Artigas, y a pesar suyo, Leo había arreglado volver a vivir a la casa que su
viejo le había heredado, en Parque Centenario. En medio del tono abatido con el
que hablamos en el velorio de Tony la última vez que nos vimos, me había
relatado lo jodido que le era volver a vivir en ese departamento donde había
creído que la alegría de construir una familia iba a ser eterna. Nunca se
recuperó de la separación por más intentos que hiciera. Se hizo escritor y
entrenaba como un loco en el gimnasio del día a la noche pero todos sabíamos
que cada una de sus locuras tenía el mismo eje, volver a su familia, tanto para
huir desesperadamente de esa amputación como para intentar recomponerla.
Quizá porque yo también me sentía vacío de soledad ese día,
o porque la nostalgia de mi amigo me hubiera poseído, cuando puse un pié en la
baldoza fría y moteada del living de su casa, sentí que era cierto que se había
suicidado. El departamento me pareció tan desordenado como era Leo, aunque después
de varias horas indagando pistas descubrí que había un sentido oculto en cada
pila de papeles viejos, en cada montoncito de ropa, en el más perfecto desorden
de cada objeto suelto y fuera de su lugar. A pesar de todo, había una especie
de extraña simetría en ese caos.
Era un tres ambientes al que se llegaba después de subir
tres fatigosos pisos por escalera. Remataba un edificio de siete departamentos
construido probablemente para el primer peronismo. El departamento de Leo era
el último y el único del tercer piso.
Sólo el cuarto donde había nacido Leyla cinco años y medio
antes parecía habitado por un ser vivo. Había luz y alegría saltando del
desorden de muñecas y lápices de colores que, si se fijaba la vista con astucia,
podía descubrirse en todos los rincones de la casa donde la niñita había posado
su curiosidad y entusiasmo.
Pero de conjunto, la sensación era de estar en un calabozo
en lo más alto de una torre. Sobre su escritorio de trabajo, la notebook yacía
sepultada bajo un extraño revoltijo de papeles, lillos, ceniceros, tabaco, dos
pipas, libros de varios formatos y colores y una cantidad de papeles escritos
con esa cursiva tan típica de viejo dibujante que le conocíamos.
Tuve el cuidado de sacarle varias fotos al escritorio y al
cuarto antes de ponerme a revolverlo buscando pistas. Un poco por respeto
luctuoso pero al mismo tiempo porque quise dejarlo como lo encontré, jugando
una ficha fuerte a que iba a volver a sentarse en esa silla blanca de madera y
le gustaría ver su desorden como lo había dejado.
Sobre la tapa de la compu, abierta y en ofrenda a la vista
de todo el mundo, había una carta donde explicaba que había tomado la decisión
de pasar por escrito todas sus impresiones sobre el descubrimiento de la
máquina del tiempo en el Barolo y los planes del presidente Macri para su
asunción y que una vez terminado ese informe iría a buscar a Rodolfo Walsh al
mismo momento en que sabemos fue secuestrado por una patota de navales en San
Cristóbal, en marzo del 1977. Dejaba detalladas instrucciones sobre los
materiales que figuraban en sus archivos para que se resguardaran si Leyla
decidía saber quién fue padre -en caso de no volver- y por lo demás,
formalidades que todo el mundo fantasea escribir cuando piensa que puede morir.
Una especie de testamento raro, de tipos que no tienen nada para heredar en un
mundo donde no hace falta explicarle a ningún escribano cómo se reparten los
dos o tres bultos del difunto.
Los párrafos destinados a las personas que amaba no se los
voy a comentar, por decoro y porque son intransferibles.
Mi problema recién arrancaba, porque no sabía cómo había
logrado encontrar otra forma para viajar en el tiempo que no obligara a la
piecita octogonal del Barolo ni al vagón belga paralelo al Arroyo del Medio.
Hasta que decidí prestar atención a cada modesto papel.
Primero me llamó la atención una hoja A4 que tenía una espiral verde, como las
de los repelentes para mosquitos, dibujada con marcador y con veinte números
–del cero al diecinueve- escritos en color azul ubicados en orden desde el
centro de la espiral hacia los brazos, formando una estrella de cinco puntas.
Encima de cada punta estaba el resultado de la suma de todos
los números de esa hilera. Intercalados en los saltos de cada arista de la estrella,
unas letras chinas en rojo. Al costado de esa hoja, un plan de trabajo en
letras de imprenta manuscritas, me permitió entender que la espiral y la
estrella de números eran una especie de mapa para ordenar la lectura de los
capítulos del informe.
Aunque leí su informe de actividades, lo hice de la
impresión sobre papel de diario que nos repartió El Partido en el Boletín
Interno; pero en el plan de trabajo y los bocetos a mano que Leo había armado
para escribirlo, aparecían títulos ingeniosos y citas de canciones y obras
literarias encabezándolos que no estaban en el BI. Como si hubiese estado
fantaseando con la idea de publicarlo como libro de aventuras, aunque sabía que
era imposible que El Partido permitiera que esa información fuese tan pública.
Con todo, los epígrafes, los títulos y la espiral estrellada
conformaban un mapa para leer su informe. Una cita de Engels intercalada en el
capítulo del Cosmos de Carl Sagan
sobre cómo Johannes Kepler descubrió la forma de las órbitas del sistema solar
me confirmó la sospecha. Si Kepler descubrió muy a su pesar que los sólidos en
el cielo no podían moverse de forma circular, como lo aseguraba la escolástica
católica -ya que el círculo era la forma de la perfección y dios debía
organizar el mundo con formas perfectas-, sino que la gravedad y la masa de
cada objeto deformaba esos círculos creando órbitas elipsoidales, Leo parecía
haber descubierto que la aventura que vivimos persiguiendo al Agente Cabral se
había desenvuelto en forma de espiral.
Efectivamente, el informe parecía describir un movimiento en
el que vamos haciendo descubrimientos que nos retrotraen todo el tiempo hacia
los enigmas originales y que, después de revisar los viejos problemas con las
nuevas respuestas, nuevos interrogantes de mayor tamaño aparecían. Como en la
canción de Silvio y las serpientes, la
mato y aparece una mayor.
Me podía imaginar a mi amigo saltando de euforia ante la
epifanía de haber descubierto el preciso mecanismo del funcionamiento de
nuestra pequeña aventura. Quedaba por resolver el misterio de las letras chinas
hasta que descubrí debajo de la pila de hojas una edición del I Ching con prólogos de Karl Jung y
Borges llena de señaladores (casi todos tickets del chino, valga la ironía).
Comparé las letras con el libro y correspondían a los hexagramas número 56: El
Andariego; número 1: La Creación; número
21: La Mordedura Tajante; número 13: La Comunidad con los Hombres y el número
10: La Pisada o El Porte.
Parecía que Leo había ido consultando al oráculo mientras
escribía o editaba el informe. Me costaba creer que no hubiese dejado ninguna
anotación personal sobre cada resultado, así que me puse a revolver el caos
hasta que encontré, sobre la mesa de madera del comedor, un libro artesanal de
tapas negras enfundando en una cofia de seda blanca. En su interior había
escrito con pincel y tinta china detalladas conclusiones y razonamientos
derivados de las palabras de Confucio. Se trataba de una especie de diario
íntimo con tiradas del I Ching. La mesa estaba llena de monedas chinas de
diferentes tamaños y formas que corroboraban mi deducción.
Empecé a creer que mi amigo se había vuelto definitivamente
loco, en esa especie de quiebre sicológico típico de los intelectuales, que
antes se llamaba surmenage y ahora burn out.
Pero luego encontré una pista que puso en duda mi
incredulidad. Se notaba claramente que había cortado una hoja del diario de
tiradas. La encontré usada como separador en la libreta de tapas rojas que
usaba como anotador. Al principio la había usado para llevar las actas de las
reuniones de círculo y las planificaciones y observaciones de sus clases en la
escuela, pero después empiezan a aparecer mezcladas ideas para cuentos y
reflexiones íntimas que descubría de sus acciones cotidianas. Especie de
registro íntimo random antes que diario.
La hoja arrancada tenía un dibujo a mano. Era un extraño
esquema, como una rosa de los vientos que señalaba los ocho puntos cardinales
con cada uno de los exagramas del tao de Confucio, emparejados con las ocho
virtudes morales, los elementos naturales de la cosmovisión china y divididas
en cuadrantes de color rojo, blanco, negro y verde.
La posibilidad de que se tratase de una especie de brújula
esotérica me llamó la atención y sospeché que cada objeto de la casa, incluidos
el escritorio y todo lo que tenía encima estaban ubicados con precisión. Revisé
las fotos que había sacado y comprobé que el escritorio, la silla y la
computadora, donde escribía, estaban orientados hacia el noroeste. Los muebles,
las plantas, cada papelito y hasta los ceniceros ocupaban un lugar exacto de la
brújula.
Empecé a buscar objetos en el mismo sentido de orientación,
para buscar un patrón común y encontré juntos a Rayuela y El Adán Buenosayres,
un mapa de capital pegado con cinta escotch a la pared con los viejos arroyos marcados
con fibrón y una cruz roja sobre el Parque de la Ciudad, el de Villa Soldati.
Una flecha que salía de allí hacia el parque Avellaneda señalaba un nombre en
letra manuscrita de imprenta: EL VIEJO ALEJO.
Como la casa de Leo quedaba en el Parque del Centenario, en
el centro geográfico de la ciudad, busqué en el cajón sudoeste del escritorio
hasta encontrar una vieja tarjeta magnética del subte con el nombre que
aparecía en el mapa y el número de un celular.
Me había pasado toda la tarde en su casa y anochecía cuando
llamé. Ya no me podía asombrar que del otro lado una voz ronca de vino –o
ferné- me dijera que estaba esperando mi llamado. Leo le había anticipado la
posibilidad. Nos citamos para esa misma noche en su casa de Parque Avellaneda.
Insistió que fuera después de la medianoche y apelando a los viejos códigos de
la militancia contra el Estado, no me anticipó nada por teléfono.
Volví a encarar la libreta roja. En donde estaba la hoja del
diario con la rosa de los vientos se podía leer quien escribe siempre escribe un testamento.
Me pasé lo que quedaba de tiempo hasta la cita programada
leyendo su boceto del Informe de Actividades, era mucho más largo del que
publicó El Partido. Unas notas al margen del capítulo del encuentro con Pablo
me llevaron a buscar en la biblioteca, siguiendo el método de la brújula china de
papel, detrás de unas serpientes de origami, el libro de Rieznik El mundo no nació en el 4004 antes de Cristo.
Una carta de tarot –la única que había en toda la casa- señalaba el capítulo
donde Pablo señala que Newton, a pesar de ser considerado el padre de la
ciencia moderna, el primer científico serio, se consideraba así mismo el último
alquimista. Era la carta de El Mago. Parecía una foto de su propio escritorio.
Leo no sólo estaba loco, sino que parecía estar estudiando
su locura, esforzándose en medio de su desesperante soledad por encontrar algún
indicio que le permitiera gobernarse sin perderse del todo en ese incómodo
lugar que es el abismo personal que cada uno de nosotros carga en su interior.
Al principio creí que había construido un observatorio
astronómico como los que describe Sagan que fabricaban las antiguas poblaciones
del Neolítico en sus edificaciones, pero para ser exactos, todo el
departamentito era un perfecto astrolabio.
Leo había sacado la conclusión de que su función en la lucha
de clases era usar todos los recursos a su alcance, por bizarros que
parecieran, para encontrar el sentido oculto de las cosas y orientarse buscando
respuestas, soluciones. Para él y su familia, para todos nosotros.
Aferrándose a un método y a un programa, todos los recursos
a disposición son válidos, no existe la herejía si aporta al objetivo final. Se
había liberado de todos los prejuicios de su formación, ya no tenía miedo a ser
tratado de loco, de puto o de cualquiera de los insultos con los que lo
quisieron amedrentar.
Capitulazo Leo!! Ojalá un día puedas editar el libro!!
ResponderEliminarMe encantó!!
Hola Gabriel, muchas gracias por tu comentario. El destino de mis libros hasta cierto punto no depende de mí pero comparto tu deseo. Me gustaría saber si nos conocemos y que desarrolles un poquis tu lectura, ¿podría ser? pooooooorfis
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