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viernes, 3 de abril de 2020

Cuaresma inversa obligatoria

(día catorce)

Me enseñó la Caro, chamana del hurin, en Choya, al pie del Ambato, en la vera del valle bajo de la Cigalí, que les antigües kakán construían sus casas de adobe todas enteritas. Luego esperaban una temporada de varias lunas habitándola hasta que sentían por dónde circulaban los vientos. Recién allí hacían las aberturas, de distintos tamaños y formas, en lugares aparentemente extraños, descolocados, para que se hagan los puentes de las corrientes de aire cálido en invierno y del fresquito en verano.

Distinto hicieron sus asesinos. Cuando llegaron nos dieron garrote, waska y acero hasta quebrarnos cuarenta mil años de raíces en estas tierras. En esa, edificaron su mundo sin siquiera preguntarle al sol qué camino prefería hacer en cada estación. Transplantaron de prepo su forma de medir y acompañar el tiempo cósmico, su pacha. Así nos va.

Ellos ayunan los últimos 40 días del invierno, cuando ya no quedó nada de la cosecha anterior -ni animal que masacrar- para salir a celebrar en las cosechas de primavera. Se meten en la cueva con su sol para empujarlo el último tramo. Y celebrarlo al final.

Le llaman pascua, antes le llamaban pésaj: y también phatos. Ellos ven la muerte como un camino necesario de sufrir para que nos arrancar el cuerpo y dejar que el espíritu salga a volar suelto, con los otros.

Raro gusto por sufrir tienen los genocidas.

Cuestión que por estas lunas, al sudeste del Kollasuyu, noreste del Wallmapu, que es lo que conozco, esos mismos son los cuarenta días en los que el viejo año empieza a descomponerse, el Inti se va acostando perezosamente sobre el norte, cayendo de refilón y bajando su poder sobre plantas y animales, relajando la tensión de la vida.

Un pasaje hacia la muerte es lo que nos obligan a caminar los dioses blancos aquí. Celebran la muerte del sol, no su renacimiento. Nuestros carnavales no apuran afuera los demonios de la tierra para ayudar a renacer la vida, les alientan a volver de su exilio primaveral para gobernarnos.

Triste destino el nuestro, encerrarnos cuarenta días para reflexionar y hacer dádivas y regalos a los dioses de la muerte, invitándolos con mansedumbre a poseernos durante medio año.

Ya llevamos más de quinientos años así. ¿Cuántos más necesitaremos para orientar nuestros espíritus con el tiempo de nuestros vientos? ¿Cuántos para volver al origen y decidir nosotros dónde, cuándo y cómo construir los hogares de nuestras familias?

¿Cuánto más de esta irracionalidad?

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