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viernes, 3 de abril de 2020

La nostalgia peor

A treinta años de la novela que desnudó al alfonsinismo

Zárate y el viejo tano invaden un viejo pueblo de la provincia de Buenos Aires persiguiendo las promesas de un tesoro guardado por tres estafadores que se disfrazan de sacerdotes católicos. El pueblo está abandonado y los protagonistas se dispersan de su misión para tomarse una caña en la pulpería desierta. 

Aquí una genialidad: el pueblo habría sido abandonado de inmediato, por eso todo ha quedado en el lugar que estuvo siendo usado por sus habitantes en el minuto previo al éxodo. Así se explica que Zárate y el tano, además de los alcoholes, encuentren las mesas empolvadas con un juego de cartas de truco sin terminar. Haciendo lo que vienen haciendo durante toda la historia que los trajo hasta aquí después de cien páginas, estos dos desesperados deciden aceptar el convite de sus extraños destinos, se sientan a la mesa y terminan la partida.

Divertidos por la ocurrencia se mienten la falta y descubren después que no tienen nada más para apostar –porque en el truco pampeano se apuesta o no hay juego- y deciden apostar lo único que les queda, ilusiones. Como tampoco tienen, apuestan sus mejores recuerdos.
En medio de una confinación solitaria muy parecida a una cárcel, este último verano -anticipando sin saberlo la confinación obligatoria que dictaría el Estado argentino para toda su población tres meses después- la imagen de los personajes con los rostros de Miguel Ángel Solá y Pepe Soriano en la escena de la película de Héctor Olivera de 1994 se me vino, inmediata también.

Como estaba por reconocer el afano del recurso para el capítulo clave de la novela que estaba intentando terminar, la referencia de la peli me sonaba insuficiente. Entendí que debía citar el texto original y reconocer a su autor. Era de madrugada y encontré en la biblioteca el ejemplar de Una sombra ya pronto serás editado por Norma en 1996, un año antes del fallecimiento de su autor, Osvaldo Soriano, busca devenido en periodista y escritor que marcó a fuego a varias generaciones de habitantes de Argentina. 

La suya, la que apostó lo mejor de su juventud en la lucha por el socialismo –nacional o comunista- y pagó con la derrota en cualquiera de sus traumáticas variantes, secuestro seguido de tortura y asesinato, o exilio seguido de olvido como le tocó al autor de esta novela. Pero también la nuestra, demasiado joven para tener que decidir participar o no de esas batallas y que tomamos como legado y mandato su derrota. O la otra, la que entendió al 83 como victoria revolucionaria que asupiciaba un reformismo democrático que nos llevaría a todes, finalmente al socialismo y que se chocaría de frente con la Semana Santa del 87, el arrugue de Alfonsín y todo el sistema de partidos políticos del régimen –incluida la Izquierda Unida de esos tiempos, la del MAS y el PC con Luis Zamora a la cabeza- frente a la presión de los milicos con Aldo Rico a la cabeza, “la Casa está en orden” y las leyes de “Punto Final” y “Obediencia Debida” que garantizaron la impunidad para los genocidas –exceptuando sólo a la Junta- y abrieron el camino para la represión clandestina del levantamiento de La Tablada y la terrible crisis humanitaria que significó para la población el fracaso del Plan Austral con la hiperinflación de 1988-89.

Encontré mi ejemplar casi impoluto, lo que me hizo sospechar que nunca había terminado de leerlo. Efectivamente, el viejo señalador estaba ahí todavía, esperando para reprocharme exactos veinte años. Lo supe porque se trata de un recorte rápido, a mano, del ángulo inferior izquierdo de la sección espectáculos del diario Página/12 del jueves 10 de febrero del año 2000. Claro que me sorprendió –como a usted que lee esto ahora- que estaba frente a la chance de terminar una lectura abandonada exactamente en otro verano, dos décadas antes. Una de esas citas con une misme que el universo siempre nos ofrece y que sólo ciertas almas sabemos apreciar. Muches menos tenemos el coraje de aceptarlas. Así que decidí terminar el juego que empecé con Soriano y lo hice.

La road movie de un linyera 

Acompañé al protagonista de la novela en un camino que recién al terminarlo descubrí se trataba simplemente del sueño que tuvo en esa primera noche que le tocó dormir en el puente de la bajada de la ruta donde lo tiró su reciente desempleo y el agotamiento de sus últimos pesos. Toda la novela despliega un nivel de surrealismo tan realista, basado en una prosa típica de cronista de periodista de la segunda mitad del siglo veinte: llana, contundente, objetiva. La prosa, el léxico, las imágenes y sobre todo el ritmo paulatino y monocorde de la novela impiden que le lectere sospeche nunca que está metide en un sueño delirante, en una procesión increíble de metáforas subconscientes que se nos presentan, sin embargo, como absolutamente verosímiles.

¿Qué puede soñar un cuarentón que ha sido empujado a la miseria llana por la peor crisis económica y social de su vida, incluso después de sufrir el exilio obligado por el último genocidio de un país construido a fuerza de genocidios durante quinientos años? Surgen encadenados con lógica de hierro las imágenes devastadoras del país que recorrió su creador en la última mitad de los ochenta, poblaciones deshabitadas, sobrevivientes de una bomba atómica rebuscándoselas como pueden, seres de una solidaridad a fuerza de todo como los curitas tercermundistas y los entrenadores de clubes de barrio que sostienen comedores populares sin preguntar los datos particulares de quienes se sientan a tomar el guiso y pasar la noche; miserables pequeños comerciantes que aún arruinados se suman al buchonaje oficial establecido por los poderosos de la comunidad; una gitana made in La Plata que recorre los pueblos chicos de la provincia cobrando en especie las falsas ilusiones que vende a todas las clases sociales que necesitan matar la angustia de la incertidumbre de un país que ha borrado el futuro como posibilidad concreta para sus habitantes.

Los protagonistas principales y secundarios de la novela se van cruzando una y otra vez, en una noria existencialista que Soriano identifica con los insectos de distintas formas y tamaños que van quedando atrapados en una omnipresente telaraña invisible, pero que recuerda a ese río donde se espeja Diego de Zama (producto de la imaginación de otro gran periodista y escritor del interior argentino, Antonio Di Benedetto, quien viviera un infierno de persecución política, exilio y olvido paralelo al de Soriano), donde los peces luchan contra la corriente por ganar el centro mientras el río, implacable e impiadoso, les sigue empujando hacia las orillas, expulsándolos a una muerte segura.

Soriano en toda su obra estuvo marcado a fuego como toda su generación por las metáforas de las corrientes literarias y cinematográficas inauguradas por Camus y Sartre, el cine negro francés y el neorrealismo italiano, entre los 50 y 70, que le daban vueltas a esa nada esencial que todo individuo parece estar destinado a vivir en nuestra sociedad, engañado debajo de las falsas expectativas de progreso ilimitado y éxito que proponían las publicidades de una sociedad occidental en permanente desarrollo e innovación.

Sin perder la ternura jamás 

Pero las novelas de Soriano siempre se destacaron por agregar un matiz de ternura incontenible al vacío existencial de sus personajes. Fracasados, desesperados, cínicos o ingenuos, los protagonistas que va cruzándose Zárate –que no se llama Zárate pero acepta el bautismo que preserva su intimidad- no elijen nunca la violencia contra sus semejantes para imponerse y zafar de su miseria. Incluso cuando lo intentan, su fracaso demuestra que no nacieron para hacer daño a otro ser humano. 

Quizás sea esa característica, la de una ternura que inhabilita a triunfar imponiendo su interés por la vía de anular la voluntad de otro en las mismas condiciones, la que define a todos los entrañables personajes que nos vamos encontrando, desde los mencionados protagónicos, el tano Coluccini y la astróloga Nadia, y el gentleman ludópata Lem que completa el trípode donde se apoya el protagonista, hasta esos aparentes insignificantes, el fletero de sandías abandonado a la entrada del pueblo con el viejo camión de los años cincuenta ya muerto, el gordo vendedor de duchas portátiles para que se bañen peones rurales, la parejita de jóvenes que viaja en auto para cumplir su sueño de progreso en los United States, la amante de Lem y su esposo, el cuidador de la YPF atrincherado contra el asedio de su esposa a quien ha abandonado, la banda itinerante de músicos de circo que regala Mozart en amaneceres bucólicos. 

Todes elles simbolizan un sector social de esa Argentina que se fue al carajo entre Martínez de Hoz y Videla y Sourrouille y Alfonsín, con Cavallo y Machinea como continuidades explicativas.

Zárate les va conociendo y aceptando ser incluido en sus biografías porque no le queda opción, sin juzgarles las disparatadas estrategias que escogieron para sobrevivir a la hecatombe social, sabiendo quizás que no hay salida de la tela de araña. Resignado, sí, y torturado por los fantasmas de su propia vida: el amor de la hija que ha abandonado dos veces, una forzada por el exilio y la segunda por su fracaso como padre proveedor. Tanto que ya no soporta vivir con él mismo, como le adivinan quienes mejor logran conocerlo.

Sin embargo, como esos personajes del cine de Charles Chaplin y Laurel y Hardy que Soriano conservó intactos en su producción adulta de sus primeras impresiones infantiles y juveniles, mantienen un destello tierno de ilusión que en última instancia justifican que sigan vivos y no abandonen de un tiro en el final. Como el delirante destacamento olvidado de soldados que sigue acuartelado en la pampa a la espera de vencer la invasión inglesa una década después de perdida la guerra.

Esa ternura de Soriano para leer a los seres humanos de su clase y condición se sostienen aún treinta años después de publicada la novela, incluso si se la examina con la conciencia avanzada por la marea feminista de los últimos cinco. Porque nadie puede escaparse tanto a la hora de escribir ficciones como para despegarse de los prejuicios que lo soldaron. Osvaldo Soriano, el que realmente existió, porteñazo típico de esos forjados por imitación de un pibe del interior que se esfuerza por pertenecer a la sociedad que decidió adoptar para triunfar, que intentó dedicarse al fútbol de manera profesional e idealiza todas esas formas que adopta la cultura popular de la masculinidad argenta del siglo veinte: fútbol, box, carreras, automovilismo y pasión por los fierros, tango y truco. 

Sin embargo, cuando su protagonista se enfrenta a la única posibilidad de felicidad sexual en medio de su desamparo, en el interior de un Citröen destartalado con una mujer a la que describe con cierto desprecio gordofóbico porque no la incluye dentro de los parámetros hegemónicos de la belleza asignados a las mujeres, por sus curvas y su edad, termina descubriendo que es capaz de enamorarse a pesar de toda esa basura cultural que tiene en la cabeza, impactado por la audacia de esa mujer intrépida que sabe bien donde terminan las mentiras que inventa para desplumar ingenuos y dónde comienza su arte para comprender el confuso mundo donde se abre paso, apelando a las armas de fuego si fuera necesario.

La otra mujer que Zárate idealiza como buen macho, la joven hermosa que acompaña a su novio medio marmota en la aventura imposible de llegar a Estados Unidos atravesando un país donde escasea la nafta, que es carísima y donde todas las noches se decretan toques de queda al consumo de luz eléctrica debido a la recesión. Esa joven que primero intuye como la típica noviecita boba que se aprovecha de su belleza sexual consagrada para manipular pobres víctimas masculinas como él, también le cambia la cabeza cuando logra verla con la ternura  de un padre no patriarcal, de un padre que ama y extraña porque ha perdido su condición de padre patriarcal.

Eso es lo que leo, los personajes masculinos de Una sombra ya pronto serás pueden salvarse de la crítica póstuma porque han sido despojados, no por su autor, sino por la dura realidad material, por los dueños del poder económico y social, de sus poderes como machos. Una de las condiciones claves de su ternura es esa, que no pueden ser machos y en esa expropiación, que primero interpretaron como un rotundo fracaso de su mandato de género, ahora los abraza y los preserva como seres humanos con próstata e identidad de género masculina. Expropiados de sus potencias materiales para ejercer la obligación de imponer su voluntad sobre mujeres y géneros disidentes, toda su formación cultural queda colgada de un pincel, dejando toda esa sociabilidad masculina tradicional como una simple superficie de museo, un objeto vintage que puede ser admirado y añorado sin el veneno para el que fue construido.

Desnudando al Rey

Finalmente, lejos de ganarse el derecho al recuerdo por su emotividad naif, Una sombra ya pronto serás cumple con otra de las decisiones vitales, políticas y artísticas, que Soriano ejerció durante su vida adulta: denuncia a los responsables de la tragedia que desenvuelve. Zárate, Lem, Nadia y Colucci, incluso los falsos curas, sobreviven de dedicarse a diseñar estafas con lo que tienen a mano para captar el único objeto valioso y todopoderoso de la Argentina en 1989, dólares. Y los únicos poseedores de dólares en ese paisaje surrealista e hiperrealista que magistralmente describe Soriano en el interior de la provincia más importante del país son los terratenientes parasitarios, los socios de los Rotary Clubs, los únicos que mandan sobre policías ridiculizados y jueces o políticos corruptos.

En el clímax de la trama, Colucci y Zárate intentan su mayor hazaña, desplumar a los terratenientes dueños de dos pueblos vecinos, para descubrir que esta aristocracia también obtenía sus ganancias de la estafa más miserable, de un engaño que desnuda también la situación raquítica y parasitaria de la burguesía argentina de los años setenta y ochenta. Soriano parece ingenuo pero se pone a la altura de lo mejor que puede legar cualquier artista al pueblo que lo completa en el esfuerzo de leerle, nos deja una reflexión iluminadora de la debilidad de la clase social responsable de nuestra miseria, los tejedores de la tela de araña invisible. Soriano, como Chaplin, usa su magia bella y tierna para desnudar al Rey.

Terminé mi deuda con Soriano un verano dos décadas después de haber empezado a leerlo. Cuando inicié esa lectura, mi compromiso tácito con su autor de fidelidad hasta completar un sentido posible de lo que él había comenzado al lanzar su novela al mundo, Soriano llevaba tres años fallecido. Más allá del reconocimiento del código entre escriteres que dictamina que toda obra de ficción es un invento, que el narrador no es para nada igualable al autor, que a pesar de nutrirse únicamente de las experiencias vitales de una persona concreta, todo narrador en la ficción es un enunciador distinto que el autor construye consciente o inconscientemente, no pude dejar de notar que a pesar de no tener nunca un peso en el bosillo, Zárate se las rebusca para recorrer 200 páginas fumando como un escuerzo.

Soriano murió en 1997, cincuenta y cuatro años después de haber respirado por primera vez el aire marino de Mar del Plata, debido al cáncer de pulmón que se construyó aceptando e integrando otro aspecto de la sociabilidad masculina impuesta en el siglo veinte a los varones. Es imposible leer Una sombra ya pronto serás, publicada en 1990 -se cumplen en este apocalíptico 2020 treinta años- sin pensar un segundo que se trata del ejercicio ficcional del propio Soriano sobre el mundo que intentó vivir, en esos últimos años cuando ya hemos obtenido la experiencia traumática necesaria para asumir nuestra propia finitud, entre los cuarenta y los cincuenta. 

En este ejercicio de sublimar en literatura el balance de una biografía, Soriano ha logrado legarnos una metáfora genial y cruel de la derrota de su generación, que observaba con patetismo cómo moría para siempre la vieja ilusión de sus padres en “el peronismo del 45”, que muere pobre y abandonado en una ruta como el gordo de la ducha portátil, a quien sostenía vivo el producto de su trabajo y nada más, el esfuerzo inútil para mandar guita a su familia en Berazategui perdido en la recorrida trashumante por los pueblos fantasmas de una provincia arrasada.

Alberto Churchill, el nuevo mito

Pasaron treinta años y la piedad del tiempo ha venido a organizar una nueva ficción creada y recreada sistemáticamente desde las usinas del Estado, sus medios de comunicación, sus manuales de educación oficiales, las líneas interpretativas que bajan sus principales mandatarios en sus discursos, y se nos viene a presentar a Raúl Alfonsín como un líder magnánimo merecedor del homenaje y la imitación reverencial como el prócer de la democracia que supimos conseguir.

Para quienes así sueñan hoy, con un pasado idílico que nunca existió, fundando en sus ilusiones un país futuro utópico e irrealizable, una democracia conservadora pero progresista que garantice la justicia social que no pudieron consolidar ni el desarrollismo de Frondizi ni el neoliberalismo peronista de Ménen, Alsogaray, ni sus herederos más fieles, como el actual presidente, Una sombra ya pronto serás viene a sacudirles la modorra y actualizarles el sentimiento de angustia que nos inundaba a todes quienes dependíamos de un sueldo en los 80.

La Argentina entera se parecía a ese pueblo fantasma que había sido abandonado en un chispazo, con las partidas de truco abandonadas sobre las mesas a medio empezar, con las ilusiones perdidas en centenares de apuestas vitales frustradas por un Estado que se llenó mil veces la boca de falsas promesas y mil veces mostró su incapacidad para concretarlas. Sobre la derrota en los cuarteles que sufrió esa generación maravillosa en los setenta se montó luego una de las pobrezas materiales más bestiales que pudimos atestiguar en nuestra historia. Una imagen que bien pudimos volver a sentir con el fracaso de otro mito nacional, la democracia conservadora y progresista de la Alianza entre De la Rúa y el peronismo de izquierda del Chacho Álvarez o Ibarra, o bajo el derrumbe de las ilusiones más berretas del socialismo capitalista de los Kirchner, que habilitaron esta tragedia descomunal de los cuatro años macristas.

No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió cantaba Joaquín Sabina también en 1990 en su propia elaboración ficcional de las frustraciones políticas de las generaciones revolucionarias de los setenta después de la tormenta bien entrados los años 80 en “Con la frente marchita”. Sabina se refiere al socialismo mundial con el que soñaba su amante nacida en el Río de la Plata mientras él intentaba seducirla con agüita del mar andaluz en los puestos de artesanos del parque de El Retiro en Madrid. 

Lo que nunca jamás sucedió, sin embargo, en el caso de los protagonistas de la tragedia de Soriano, es ese Estado de Bienestar sin revolución proletaria que la burguesía nacionalista en sus distintas variantes prometieron una y otra vez a las generaciones de honestes luchaderes que dieron lo mejor de su vida –sus ilusiones y recuerdos- a cambio de construir.

Hay una novela bellamente triste alojada en los anaqueles de las bibliotecas populares cerca de tu barrio, que sigue latiendo treinta años después para recordarte, si todavía tenés energía y ganas de construir un país justo para las grandes mayorías, que no le apuestes más a las cartas equivocadas. Que no te dejes estafar de nuevo por proyectos políticos que intentan “presionar” a los poderosos para conseguir arrancarle derechos ciudadanos para quienes son excluidos de ellos. 

Gracias a obras de arte tan hermosamente construidas, por artistas tan generosos como para hacer público su balance de vida, mostrarnos sus llagas y dolores, tenemos una chance de comprender, aprender, superarnos y evitar encontrarnos dentro de treinta años, nostalgiando nuevas derrotas y desilusiones, cantando las mismas canciones en los fogones, llorando los mismos lamentos sobre las mesas de vino.

Gracias Osvaldo eterno, los tantos sobre la mesa, pago mi deuda y sigo. 

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