El jacarandá rosado de la entrada cerrada al noroeste del
Parque está en flor pero, nota curiosa, ninguna de sus hojas ha nacido. Hace
tiempo ya que la danza eterna del planeta lo mece en mejor ángulo y la savia
empuja desde la humedad profunda. Los muñoncitos en las horquetas diminutas y
las puntas de rama que sobrevivieron se fueron poniendo húmedos por dentro,
luego ese musguito mocoso y al fin el brote verde más amarillo de la hoja
recién nacida.
Pero las dos o tres tormentas frías que escupió todavía el
cercano sur sobre nuestras hijas las eliminó todas. También el lugar exacto del
parque por donde pasaron los vientos, la falta de protección de otros árboles,
justo la entrada abierta de Bravard encima suyo, vaya a saber cuántas razones
se fueron juntando para que ni una sola de las hojas verdes de este jacarandá
hayan llegado nacidas para recibir a sus hermanitas flores, a esas campanitas
rosadas tan pero tan bellas, emocionantes, esperanzadoras y efímeras flores de
primavera.
No hay un velorio de árboles. No se juntan las personas
curiosas a llorar la ausencia de toda una generación de hojitas verdes, tantas hay
que sobran en el mundo. Las arboledas mustias, como en poesía altanera,
estoicas, no lloran por las hojas que no están, acostumbradas ya a tantos
dolorosos otoños.
Saben. ¿Qué saben? Saben en el cuerpo que la próxima
primavera los tiempos de la rotación del planeta y los caprichos del viento
sureño tirarán otros dados para este jacarandá rosado del noroeste del Parque y
habremos flores y hojitas sin problema. Ya ha pasado, ya volverá a pasar.
-No creo, mire, me animé a discutirle a la asamblea vegetal. Sentado en los
diceque bancos pintados de feo verde bajo sus copas.
-También puede ser peor, no siempre rota de aquí para allá y
la cosa vuelve. Alguien puede venir y podar, o dejar de mantener el Parque, o tirar todo a la mierda con una bomba y a otra cosa...
Noté que los árboles más jóvenes temblaron un poco pero los
más viejos guardaban paciencia. No respondieron, claro.
Seguí camino acariciado por la calidez solar de la tardecita
después de una semana entera metido entre las sábanas de un virus porteñazo que
me instaló un ring en medio de la catrera y me tuvo sacudiéndome trompadas de
moco, trabajándome la cabeza desde adentro, toda la semana.
En la puerta del edificio compartido, María me actualiza la
vida de su familia.
Once años que nos conocemos. Aquél invierno llegué a este
departamento de la mano de la primer esperanza de amor y éxito profesional,
Silvina se llamaba o quizás se sigue llamando.
María hacía mucho más tiempo que ya venía escogiendo este
semáforo para mendigar monedita a monedita su ingreso mensual y el de sus cinco
retoños.
Dos varones, tres nenas. El más grande, muerto a tiros, por
la espalda, a traición, en un descampado. Por el mismo rati que lo cruzó de
casualidad en un operativo al boleo al que no le pasó cabida.
-Negrito de mierda a ver si tenés más respeto. –le escupía
el pelotudo a un cuerpo muerto que él mismo había agujereado.
Hace dos años que no hablamos. Llevo dos años en otro
barrio, distante, alejado de mí mismo, como enfermo. Esta tarde es la
conjunción de mil tardes, de muchos despertares.
María no me entiende. Tenemos siempre el mismo debate. Todas
las veces que vuelvo con el mundo pesando en la espalda contracturada o salgo
liviano de esperanza en el futuro, María me hace un piquete con su “buen día”
rengueando de la gota y el brazo que casi no puede mover levantado y la mano
abierta; o son las dos hijas más chicas de María tirándoseme encima con besos
de mocos para zafar de la carita triste recorriendo los autos. Y antes fueron
los besos y preguntas de su hermanito y hermana mayores, el Facu y la Jesi.
Con María once años discutiendo lo mismo. Me hace acordar
las discusiones con mi vieja, porque los viejos desestimamos las conclusiones
de los más jóvenes. La experiencia siempre nos va a parecer argumento más
sólido, piedra firme donde agarrarse antes que cualquier teoría seductora y
juguetona, atractiva y vibrante.
Me explicaba que el Facu anda rescatado, a pesar de todo.
-El Facu, dice, así, todas sus arrugas hechas por el paso de
la angustia más que por el paso del tiempo se le acumulan alrededor de la mueca
imperceptible que hacen los ojos y la boca.
Se le agolpan las lágrimas ahí
atrás de la mirada, las arrugas le contienen la risa que brotaba.
Al Facu lo conocí con diez u once añitos. Eran él y la Jesi
que venían desde Moreno por el Sarmiento y a pata desde Estación Caballito para
mendigar en este semáforo con la mamá. Las dos más chuiquitas, eso, eran
demasiado chiquitas para el viaje y la carga. Porque María se venía con
banquito, la comida para el día entero y las cosas de los chicos para estudiar.
Se instalaban en la cuadra. El Facu y la Jesi tomaban como cualquier niño el
barrio ajeno como patio de aventuras y así se conocieron todo lo bueno y lo
miserable de dueños de comercios, encargados de edificios y vecinos y vecinas
de este angulito de pequeña burguesía acomodada de Cabashito Norte o Villa
Crespo sudeste, como usted prefiera.
Cuando el marido de María se fue pal otro lado de la vida
con todo lo que tenía para ayudar a mantener la casilla y los críos, o sea con
sus huesos nomás, después de una larga y agónica enfermedad causada por un
accidente de laburo que nunca pagaron las leyes de nadie, ahí mismo se vino la
María vaya a saber quién por qué justo a este semáforo de tantos y millones de
esta enorme alfombra de cemento.
Nunca le di un peso de limosna porque le dije, el primer día
que la conocí
-No te confundas, María, yo laburo de docente, en el Estado,
el departamento y el barrio a mí no me cambian.
Será por eso que los críos y ella se me tiraban en patota
para hablar de cualquier cosa. Les gustaba mucho ponerse a sacarle ficha a los
vecinos y sus miserias. También sabían que tenían un aliado de hierro contra la
vecina del primero D que les llamaba a la gorra cada vez que se le cantaba,
maltratando a las nenas, porque le habían instalado una villa en la puerta de
su edificio, vieja cogotuda.
También es cierto que le dí un préstamo “yunnus” a cobrar
tipo “anses” cuando intentó ponerse un kiosco en la casilla arreglada, después
que finalmente consiguiera que le pagasen la pensión por el marido y un par de
subsidios que le correspondían. Resulta que tuvo la buena suerte de encontrarse
una asistente social en la municipalidad que la ayudó generosamente con toda la
burocracia de papeles que María no entiende y se niega a entender porque le
hablan en un idioma técnico de gente de carne y hueso que ella simplemente ama
o sufre. Y yo la entiendo porque me pasa lo mismo. El cerebro se niega a
claudicar, a aceptar que podemos ser convertidos en números y cifras, y punto.
Pero al kiosco se lo robó el Facu a los doce o trece, para
hacerlo plata por merca o paco, para la bandita que lo adoptó “fraternalmente”
no sé si en Caballito o Liniers. Negra oscuridad que se chupó al Facu más o
menos para la época en que su hermano, volviendo del infierno de la merca y el
choreo, de tantas jaulas y comisarías besaba la tierra por última vez en un
descampado rastrero del conurbano.
Y María que habla de sus hijos varones y llora. Será por eso
que le gusta hacerme piquete y hablar conmigo. Porque discutimos sobre el clima
que va a hacer. Debo ser el único porteño que anda cavilando nubes y cambios de
viento en el cielo y el aire de la radio para organizarme el día y la semana.
Para María un aviso de lluvia es lo mismo que el desplome de la bolsa en New
York para el yuppie de traje caro que compra y vende allá en el centro del
cemento.
Pero no, debe ser eso, que conmigo habla de sus hijos y
llora. Se permite llorar. Despacito.
Con moco y lágrima. Se hace agua toda,
catarata. Pero porque nunca le aflojé tampoco.
-No sos vos María. No es tu culpa, María. Vos hacés lo que
se puede. Es este sistema sorete el que te pudre los hijitos María.
Siempre prefirió el argumento sólido a la teoría juvenil.
Siempre fue su culpa. Tengo una maldición, pensaba en lo que decía.
Cuestión que vengo de debatir con la asamblea de árboles y
María me cruza para decirme que las más chiquitas no vienen más a acompañarla.
Lo dice con tristeza porque se sabe sola otra vez toda la primavera y el verano
en la esquina yendo y viniendo sin nadie con quien hablar, sin sus pollitos
contándole lo que hicieron en la escuela o trayéndole noticias del tipo que
arregla muebles de la esquina o la señora hermosa de las lámparas de Ángel
Gallardo, la mamá del Oliverio, perro hermoso y de eterna sonrisa que ilumina
las calles del barrio.
Entreveo una razón trágica para la ausencia y me atajo de la
tristeza de María pero me reconforta saber que no, que no pasó nada Leíto, que
empezaron a jugar al fútbol en un clú nuevo de allá de Moreno, que no sé ni
cómo se llama, que les pagan viáticos y el uniforme, y les dan atención médica
y mi hermana las lleva y las trae.
-Mirá vos, qué buena noticia. Saludo, festejo, salto en una
pata y pura emoción le pregunto si también va la Jessi.
Qué va a ir la Jessi si la Jessi lleva ocho meses en el
penal de Ezeiza, hecha un trapo, una sombra, un recuerdo descarnado de lo que
fue una nena de sonrisa traviesa y cachetes con mocos secos. A la Jessi se la
llevó una banda de transas y cafiolos, ochocuarenta, aprovechando alguna
rabieta de esas de adolescencia y mamá culpógena que tan mal hacen a las
mujeres, allá por once la tuvieron prostutuída por dos mangos y a puro paco y
churro.
Le vaciaron el alma. Ahora algún cana hijo de puta le hizo una causa
por narcotráfico andá a saber para cagar a quién que le saca una mula, una
putita más o menos en su contabilidad cerrada del negocio que reemplazó a la
industria metalúrgica en cantidad de ganancias.
Y entonces me habla del Facu.
Y la cara se le avejenta alrededor de los ojitos de madre
pobre y cansada de vivir y morirse con sus hijitos. El Facu está rescatado, me
actualiza María, después de un par de años en el otro infierno que esta
sociedad porteña depara a la juventud obrera pobre, el infierno para masculinos
de Marcos Paz.
-Está en casa, hace changuitas, no se mete más la porquería
en el cuerpo. No anda en nada malo –repite María ya sin esperanza porque la
experiencia le recuerda esas charlas hace once años ya cuando decía lo mismo de
su hijo mayor, que también se había rescatado a tiempo y toda la ilusión.
-El infierno que debe haber pasado el pibe para rescatarse
sólo. –pienso en voz alta, le cuento de Fernando, del piberío de Soldati,
sabemos lo que hablamos.
-Sí –me dice- se tajeó todo el brazo, pobrecito, no sé si se
quiso matar y no pudo o sólo para hacerse doler… el recuerdo del hermano,
viste, tanto sufrió…
Y no puede seguir. Las madres no pueden seguir hablando del
dolor de sus hijos, nunca. Se les inunda la boca de dolor, de agua, se ahogan.
La palabra se muere lisa y llanamente.
Me cuenta que la primavera anterior el Facu acababa de
volver del penal con la condena cumplida, todo “felicidad”, digamos y ella tuvo
un “presentimiento de madre”, una puntada en algún lado, un mal sueño, algo que
le hizo pedirle que se vaya a pasar unos días de su tía.
Al otro día le cayeron
de una brigada especial de la bonaerense y le rompieron toda la casilla, toda.
-Buscaban al Facu, Leo, podés creer?
-Claro que puedo creer, María, lo hacen siempre.
-Qué cosa, Leo, si mi Facu no estaba metido en nada, hacía
rato…
Y me contó que le dijeron que le allanaban la casa porque su
hijo era sospechoso de haber pinchado un policía en un enfrentamiento y que se había
choreado 20 mil pesos. La dejaron en paz porque se fue hasta los tribunales de
Moreno a denunciarlos y porque no le encontraron al Facu, porque si no lo
ponían a “laburar” para conseguirles los veinte mil.
-¿Vos creés? –me pregunta todavía María con una ingenuidad
que no consigo entender.
Y le cuento de cómo la 36 merodea los pasillos de los
Monoblocks por las noches frescas de primavera, cuando todavía no hace tanto
calor para que el olor pútrido de los basurales ofenda la alegría, y los
pibitos ranchan en las ochavas ficticias, para llevarse perejiles que pasan la
noche en el calabozo, todos cagados en las patas.
Y el comisario, que sabe largo que el pibe no anda en nada,
como lo sabe todo el barrio y quien lo tenga que saber, lo cita al padre,
obrero albañil, de mano hinchada por la cal y las sogas y el bruto esfuerzo
cotidiano del fratachos, batideras, paletas, picos, palas y martillos, también todo
cagado después de quince años con el orto fruncido cuidando que las “malas
juntas” no le chupen el hijo para el paco y el choreo, ahora metido en una
comisaría a la madrugada, con la vida derrumbada en los pies, sin saber qué
mierda hacer otra vez esa sensación de vértigo como cuando lo bardeaban en el
Premetro recién llegado de Oruro, mano atrás y otra adelante y no sabía dónde
meterse o para qué lado salir pegando trompadas.
-Quédese tranquilo, Don, sabemos que su pibe no hizo nada.
Pero andaba con el otro, el de la motito, ¿y cómo le explicamos al señor fiscal
que su hijo es bueno y no se mete en nada, eh?
Y los cinco mil pesitos uno encima del otro para el bueno
del señor comisario que irá a repartírselos a los dos ortivas que levantaron a
los pibes.
Y María no termina de creerme, y le cuento de Luciano
Arruga, y de que a su Facu lo fueron a buscar para que se siguiera “ganando” el
derecho de estar libre “colaborando” con la Fuerza. Y que por eso el Facu se
debe tajear el brazo, por esa sensación de estar en un túnel, que todo su mundo
es una cloaca sin fin, donde no hay escapatoria alguna, donde sos un peoncito,
un títere de trapo, una pelotita de mierda que alguien gatilla con la punta de
los dedos, jugando a la bolita. Que no importa lo que hagas, la cloaca te
devora.
-¿Quién le va a dar un laburo con ese brazo todo tajeado,
Leo?
-¿Pero lo puede mover?
-Sí, tiene fuerza, pero se le notan mucho. –y acompañaba la
descripción con muecas de asco y compasión que hacían imaginar el peor
escenario.
Recordé que todas mis charlas con María terminaban igual.
Durante los primeros años de la relación intenté convencerla de reunirse con
los compañeros del Polo Obrero o en su defecto de cualquiera de las
organizaciones de desocupados del barrio. Siempre se negó. Buscó la salida que
vendía el sistema, la que fuese. Porque siempre organizarse es más difícil que
luchar.
Pero a ella le gusta hablar conmigo, vaya a saber por qué.
-Decile que se meta tatuajes en las cicatrices, le dije, y
nos saludamos hablando del clima.
Porque a veces las primaveras vienen con flores pero sin
hojas. Y no queda más remedio que buscar el camino para que la próxima vengan
con hojas y flores, o que al menos alguna vez volvamos a tener primaveras. O por lo menos encontremos al ladrón de primaveras y lo hagamos cagar de una vez y para siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario