Una lectura de Cometierra, de Dolores Reyes, editada por Sigilo en Buenos Aires,
2019.
(Crédito: Santiago Saferstein) |
Hay reseñas que deberían escribirse con la emoción de saberse
testigue de un nacimiento asombroso, no sé, como si en medio del pueblo la
estrella más brillante se colocase justo sobre el establo del vecino donde una
familia refugiada y perseguida acaba de dar a luz. Luego puede ser que une se
rescate que estuvo ahí el día que nació el tipo que iba a salvar a la humanidad
entera de sus pecados o simplemente se tratase de otro campesino más del montón
que iba a ser ajusticiado por sublevarse contra el imperio hambreador.
Ante Cometierra podríamos
sostener la misma fascinación inicial sin saber todavía el destino de esta
impresionante narradora que acaba de dar a la imprenta su primera novela,
Dolores Reyes, modelo ´78. Se trata de un mazazo emocional, afectivo y sensitivo que no
puede pasar desapercibido para ningune lectore, pero que afectará especialmente
a las mujeres obreras como la autora. Y además es una promesa de presente para
lo mejor de la literatura hispanohablante, una muestra de su vitalidad y
capacidad creativa. Un excelente augurio.
Empatizar la muerte
Seguro a usted le pasa que los días de tristeza profunda,
que no se pueden gambetear o suspender debajo de la rutina alienada, necesita
algo que le permita sacar el dolor de adentro hacia afuera. Como si algunes
necesitásemos comprender la tristeza para metabolizarla y poderla llorar. El
arte ha tenido siempre ese “valor de uso” para mí conciencia. Un lenguaje que
me permita comprender un sentimiento que me aturde, me bloquea, me inhabilita
emocional y racionalmente, para que pueda fluirlo y no se me estanque y se me
pudra dentro.
En la adolescencia sentía eso con Strange days (1967) y buena parte de la obra de ese gran poeta hippie que
fue Jim Morrrison y su banda The Doors. Con más desarrollo en la conciencia una
vez que leí Elegía para Ramón Sijé (1936) de
Miguel Hernández, nunca más pude sentir la muerte de otra forma, con otras
palabras, con otras imágenes.
Hasta ayer, que comencé a leer Cometierra no bien cerré la puerta mágica de la hermosa librería
boutique que atiende Laura -la mejor vendedora de literatura de esta ciudad- y
me subí al libro como a una alfombra mágica por Almagro hasta cruzar el Parque
del Centenario y llegar a casa.
Porque la narradora de Cometierra
actúa como un embrujo gitano o yoruba y una vez que une está en clima no
puede desprenderse hasta el final. Toda la novela está contada desde el punto
de vista de una niña que justo en el pasaje hacia la adolescencia es conmovida
por el dolor más desgarrador. El relato de un mundo violento visto desde un
discurso sin mucha variedad de palabras, por momentos seco, duro, por momentos
tan tierno que duele a quien "ya sabe" y está curtide. Siempre exacto, honesto,
sin dobles interpretaciones aunque respetando la ambigüedad de aquéllas cuestiones (el tiempo, por ejemplo, el amor también) que la autora sabe que esa niña no podría precisar con exactitud. Una voz que va madurando en palabras al mismo
ritmo que madura la conciencia de esa niña frente las experiencias que la van
transformando en mujer joven. Casi sin darnos cuenta, la autora va sembrando en
la conciencia de sus lectorxs las pistas imperceptibles de una voz que va
mutando de a poco pero con contundencia hasta el final, en cada decisión que
toma para revertir su destino, o asumirlo.
Y en esa conciencia limpia de represiones e hipocresía, que
habla como siente y viceversa, la voz de la narradora va madurando con el
personaje y sus vivencias. Se va dando cuenta que la violencia del mundo sigue
un patrón de repetición, una constancia: golpea sobre las mujeres obreras. Y
golpea diferente que cuando golpea sobre los cuerpos de otras personas
oprimidas y explotadas como ellas. Es una violencia particular, una violencia
que envía un mensaje claro y contundente a todas las demás de esa condición. Un
mensaje que esta sociedad invisibiliza hipócritamente pero que imprime con crueldad y claridad hasta para la tierna comprensión de una niña: sos un objeto para la voluntad absoluta de los varones.
Hay en esta novela el respeto de un concepto que aprendí de
la activista Laura Carboni en la presentación de la obra de otra artista
genial, Daniela Di Bari: denunciar la violencia con la que esta sociedad intenta
someter a las mujeres sin violencia. Dolores Reyes no cae nunca en el morbo, no
ofrece ningún costado posible para que una lectura desviada pueda regodearse en
el sufrimiento o peor, disfrutar del placer del victimario. Concepto tan bien defendido por Lucrecia Martel en su defensa de las decisiones políticas que tomó en su obra cumbre Zama, de 2017, cuando explicó por qué había decidido no incluir la escena de violación tan recordada de la novela de Di Benedetto.
La clave para lograr esta voz tan particular, tan exacta,
creo que se ubica en dos esfuerzos muy particulares y sumamente difíciles de
lograr para cualquiera. Un trabajo artesanal y minucioso en la herramienta para
comunicar, en la palabra y la selección de imágenes. Estamos frente a una
novela largo tiempo macerada en la conciencia de la autora y muy corregida. No
demasiado corregida para que les lectores sientan la distancia emocional que se
debe sentir frente a una pieza de laboratorio, no. Aunque se trate de la
primera obra y une lo sepa, nunca sentimos que estamos frente a un ejercicio
novato, no se ven las costuras.
El segundo elemento es el más difícil, porque no hay seminario
que lo pueda otorgar. Es que Dolores Reyes ha elaborado su propio dolor. El
océano de emociones en el que nos envuelve –uterinamente hay que decirlo- sólo
se puede construir después de un maduro y seguramente doloroso proceso de
empatía con el propio dolor. En la obra de Dolores hay un contacto sublime con
su propia experiencia sensible como mujer obrera, como niña-joven-madre
sacudida por la violencia machista de esta sociedad.
Finalmente, el otro éxito que permite que cualquiera que
haya transitado un poco por el barro de este rincón del planeta se sienta
adentro, plenamente identificade, es el ambiente en el que transcurre la trama.
Se trata de una novela del conurbano, con sus ranchos de cemento a falsa
escuadra rodeados de un patio con mburucuyás y barro podrido, de humedad y
trenes, de rutas poceadas y galerías comerciales surgidas del intento fallido
de imitar shopping centers con dos mangos. Otro gran mérito de la autora es
cómo ha pasado por el tamiz de su narrativa las sensaciones táctiles y
olfativas de su propio mundo cotidiano. Una novela que emborracha la
sensibilidad de sus lectores con agua y tierra, en la que los cuhillos y las
facas relucen en la oscuridad, en la que el acto tan sencillo de leer se transforma
en algo parecido a nadar o correr por las vías y terraplenes. Es una novela
para sentir en la carne casi sin racionalidad, como los recuerdos concientes de
un sueño, o pesadilla.
Hilando con maestría todas estas piezas que une desmenuza
brutalmente en la reseña, una trama argumental propia de la mejor herencia
literaria argentina, esa mezcla de trhiller sicológico y novela negra (antes
llamada policial o de detectives) que parece anticipar pero simplemente intuye,
un destino trágico que nunca termina de serlo, una anticipación mágica del
destino que al final se rompe, un cosa borgeana de cuchillos que se buscan en
las generaciones, como en El encuentro
de 1970 o en el eterno retorno nietszcheano en Ladrilleros de Selva Almada de 2013.
Una literatura viva
Creemos que Cometierra
es un hecho literario y político que demuestra la vitalidad de la nueva
literatura argentina y vamos a intentar demostrarlo. Ya sabemos que existen obras
maduras y galardonadas por el mercado editorial más exigente y criminal que
existe, el de los grandes monopolios europeos que obligan a un exigente y largo
trabajo de perfeccionamiento y malos contratos a les artistas para satisfacer
una demanda cada vez más reducida por la cultura visual y virtual que arrasa
con la costumbre de la lectura y con la capacidad material para comprarse
libros carísimos. Allí están para comprobarlo las novelas de suspenso
cinematográfico que desnudan la realidad de las distintas clases sociales en presencia con la maestría de Claudia Piñeiro, Leonardo Oyola o Kike Ferrari o las novelas existencialistas
que auscultan las almas torturadas por la alienación contemporánea con recursos
estéticos de perfecta elaboración de Selva Almada y Julián López.
Pero una literatura nueva, que combina la exigente maestría
técnica demandada por un mercado editorial tirano y el exigente cánon literario
de una literatura demarcada por genios de la talla de Borges, Cortázar, Laiseca,
Andrés Rivera, Abelardo Castillo o Antonio Di Benedetto, sin poder mencionar en
su justa medida –porque no les hemos leído- la marca de agua de autoras como
Pizarnik, Olga Orozco o Sara Gallardo, necesita parir autorxs nóveles como
Dolores Reyes para demostrar su fecundidad. Como ella misma lo reconoce en los
agradecimientos, la técnica magistral con la que ha dotado a su sensibilidad de
artista obrera, la ha aprendido y pulido al amparo del taller de escritura de
Selva Almada y Julián López.
No se trata de menoscabar la originalidad y particularidad
que definen esta gran obra poética y narrativa de Dolores Reyes reduciéndola a
un subproducto de la genialidad de sus dos maestres, y del aporte colectivo de
sus camaradas de taller. Dejamos esa chicana a la crítica erudita y bastarda, también tan típica de la cultura tradicional argentina. Todo lo contrario, se
trata de celebrar una obra personal y una voz con fuerza propia surgida del
intercambio horizontal de una generación de escritorxs surgidos del barro, de
la lucha contra los elementos y la explotación que es capaz de ganarse un lugar
en el olimpo del mercado comercial a fuerza de ser fieles a principios sublimes
para darnos voz a les explotades de la tierra.
Aunque intentamos ser discípulos de Stephen King, quien
señalaba con crudeza los límites castradores que la academia y los talleres de
escritura imponen a las almas sensibles, debemos reconocer que existen también
maestres del oficio capaces de transmitir su sabiduría con la capacidad
necesaria para ayudar a las nuevas voces a encontrar su propio camino sin caer
en la fotocopia o la imitación. En lo personal fue de una alegría inmensa
encontrar en la lectura de Cometierra una
novela que sostenga ese clima enigmático y de profundo misticismo popular que
nos sacudió el alma en algunos pasajes de Chicas
muertas de Selva Almada (http://leomburucuyacapobianco.blogspot.com/2017/01/una-voz-para-las-mujeres-asesinadas.html)
o revivir esa fascinación infantil que nos produjeron las imágenes poéticas que
sólo un artesano experto como Julián López puede construir con recuerdos de una
infancia nostálgica y tierna como en Una
muchacha muy bella (http://leomburucuyacapobianco.blogspot.com/2017/01/en-busca-de-la-generacion-desaparecida.html) o La
ilusión de los mamíferos (http://leomburucuyacapobianco.blogspot.com/2018/06/amores-proletarios.html).
Quiero celebrar -e invito a todes a hacerlo- que podamos leer en otras
historias, no como copia sino como elaboración propia y original, esa forma de
sentir y de contar que nos viene enriqueciendo la conciencia, porque sedimenta
en nosotres la esperanza cierta de que tendremos una literatura de raíz obrera
y bien escrita durante mucho tiempo más.
Que salga del corazón de las mujeres
yunteras
Miguel Hernández me fascinó siempre porque entendía la vida
de una forma cruel y realista. Poeta campesino atado siempre a la forma de
comprender el universo propia de un niño yuntero. Sus imágenes escritas con las
formas estéticas de la mejor poesía culta española nunca abandonaron ese apego
a una esencia, a una sensibilidad forjada en el trabajo, en la vida vivida con
honestidad. Un niño campesino que como raíz se hunde en la tierra lentamente,
el dolor de la pérdida de un ser querido en la imagen de querer arrancar la
tierra con los dientes y besarte la noble calavera.
Dolores Reyes ha construido una niña indefensa a la que le
arrancan todo, a la que la vida se obsesiona en quitarle afecto, que asume la
realidad de orfandad, de ausencia de recursos materiales elementales sin pedir
limosna, sin llanto sufriente, una niña que va madurando usando los recursos
con que cuenta, atravesando el dolor de vivir sin resignarse. Una superheroína
del conurbano que utiliza el poder de su sexto sentido, una sensibilidad que sólo
pueden adquirir quienes han visto la peor cara de la realidad, sensibilidad de
personas dotadas con un poder, quienes
esta sociedad tacha de esquizoides o bipolares e intenta sepultar tras los
muros de los manicomios y la soledad.
Dolores Reyes construye de sí misma una heroína que no se
deja aplacar por la ausencia atroz de cada ser querido que se va de su vida,
que se aleja dejando nada. Se agarra de cada gota, grano de arena o perfume que
esa experiencia ha dejado impresa para siempre en ella y la utiliza para
construir las armas con las que se defenderá del mundo. Incluso se anima a amar al macho que la excita sin
juzgarse, sin autoflagelarse. No se trata de una mirada ingenua ni condescendiente,
pero se pueden leer en la novela dos tipos de varones arquetípicos. El macho tradicional,
que aunque maltrata tu esencia de clase te coge como a vos te gusta, el padre
violento que así como te quita lo más querido te defiende de lo más temido. Pero también el otro, el hermano de sangre o de clase, que aunque criado para ser
ese macho novio y padre, sin embargo se pone del lado de la empatía y el amor
fraternal para ayudarte, a la par, a enfrentar una vida de mierda que les pega
a ambos por igual, aunque distinto. Cabe notar, no obstante, que los varones que zafan en la novela son, además de pares, jóvenes que todvía no han sido moldeados definitivamente por el mandato patriarcal del macho adulto, y quizás resida en esa modesta realidad temporal su únicaa esperanza de redención.
No se equivoquen, Dolores Reyes no escribe por boca de
ganso, no se trata de la opera prima moldeada por sus maestres o influencias.
Estamos ante la primera novela de una artista que ha sabido utilizar lo que ha
aprendido y admirado para elaborar su propia forma de comprender el universo y
sus experiencias más íntimas e intransferibles en la lucha cotidiana de una
mujer obrera, madre, feminista y activista de izquierda como se autodefine con
orgullo en la solapa. Una escritora que no se ha quedado en la zona de confort de poner en otres aquéllo que desea ser, que no se ha autolimitado al ciclo de literatura o la charla de café. Ha dado el paso de madurez, se ha podido desnudar en el papel con una fuerza única
que expresa lo mejor de la capacidad de las mujeres de nuestra clase para
hacerse un lugar en la trinchera horrible en que nos caga a trompadas la vida.
Se ha ganado su lugar en la literatura con las mejores armas. Su novela es una
comprobación que llena de esperanza, que de las mujeres a las que la vida a
quitado todo pueden esforzarse y luchar por combatir el sufrimiento y
transformarlo en lucha, en grito, en fusil para ponerle gatillo al dolor y
ametrallar desde la luna toda la mierda con la que el capitalismo patriarcal
intenta sepultarnos.
Una heroína de barro que renace de sus muertas para hacer
justicia.
Esperemos con ansiedad que escriba muchas más y podamos
estar vives para leerlas.
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