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jueves, 11 de julio de 2019

Nace una heroína en el Gran Buenos Aires

Una lectura de Cometierra, de Dolores Reyes, editada por Sigilo en Buenos Aires, 2019.

(Crédito: Santiago Saferstein)
Hay reseñas que deberían escribirse con la emoción de saberse testigue de un nacimiento asombroso, no sé, como si en medio del pueblo la estrella más brillante se colocase justo sobre el establo del vecino donde una familia refugiada y perseguida acaba de dar a luz. Luego puede ser que une se rescate que estuvo ahí el día que nació el tipo que iba a salvar a la humanidad entera de sus pecados o simplemente se tratase de otro campesino más del montón que iba a ser ajusticiado por sublevarse contra el imperio hambreador.

Ante Cometierra podríamos sostener la misma fascinación inicial sin saber todavía el destino de esta impresionante narradora que acaba de dar a la imprenta su primera novela, Dolores Reyes, modelo ´78. Se trata de un mazazo emocional, afectivo y sensitivo que no puede pasar desapercibido para ningune lectore, pero que afectará especialmente a las mujeres obreras como la autora. Y además es una promesa de presente para lo mejor de la literatura hispanohablante, una muestra de su vitalidad y capacidad creativa. Un excelente augurio.

Empatizar la muerte


Seguro a usted le pasa que los días de tristeza profunda, que no se pueden gambetear o suspender debajo de la rutina alienada, necesita algo que le permita sacar el dolor de adentro hacia afuera. Como si algunes necesitásemos comprender la tristeza para metabolizarla y poderla llorar. El arte ha tenido siempre ese “valor de uso” para mí conciencia. Un lenguaje que me permita comprender un sentimiento que me aturde, me bloquea, me inhabilita emocional y racionalmente, para que pueda fluirlo y no se me estanque y se me pudra dentro.

En la adolescencia sentía eso con Strange days (1967) y buena parte de la obra de ese gran poeta hippie que fue Jim Morrrison y su banda The Doors. Con más desarrollo en la conciencia una vez que leí Elegía para Ramón Sijé (1936) de Miguel Hernández, nunca más pude sentir la muerte de otra forma, con otras palabras, con otras imágenes.

Hasta ayer, que comencé a leer Cometierra no bien cerré la puerta mágica de la hermosa librería boutique que atiende Laura -la mejor vendedora de literatura de esta ciudad- y me subí al libro como a una alfombra mágica por Almagro hasta cruzar el Parque del Centenario y llegar a casa.

Porque la narradora de Cometierra actúa como un embrujo gitano o yoruba y una vez que une está en clima no puede desprenderse hasta el final. Toda la novela está contada desde el punto de vista de una niña que justo en el pasaje hacia la adolescencia es conmovida por el dolor más desgarrador. El relato de un mundo violento visto desde un discurso sin mucha variedad de palabras, por momentos seco, duro, por momentos tan tierno que duele a quien "ya sabe" y está curtide. Siempre exacto, honesto, sin dobles interpretaciones aunque respetando la ambigüedad de aquéllas cuestiones (el tiempo, por ejemplo, el amor también) que la autora sabe que esa niña no podría precisar con exactitud. Una voz que va madurando en palabras al mismo ritmo que madura la conciencia de esa niña frente las experiencias que la van transformando en mujer joven. Casi sin darnos cuenta, la autora va sembrando en la conciencia de sus lectorxs las pistas imperceptibles de una voz que va mutando de a poco pero con contundencia hasta el final, en cada decisión que toma para revertir su destino, o asumirlo.

Y en esa conciencia limpia de represiones e hipocresía, que habla como siente y viceversa, la voz de la narradora va madurando con el personaje y sus vivencias. Se va dando cuenta que la violencia del mundo sigue un patrón de repetición, una constancia: golpea sobre las mujeres obreras. Y golpea diferente que cuando golpea sobre los cuerpos de otras personas oprimidas y explotadas como ellas. Es una violencia particular, una violencia que envía un mensaje claro y contundente a todas las demás de esa condición. Un mensaje que esta sociedad invisibiliza hipócritamente pero que imprime con crueldad y claridad hasta para la tierna comprensión de una niña: sos un objeto para la voluntad absoluta de los varones.

Hay en esta novela el respeto de un concepto que aprendí de la activista Laura Carboni en la presentación de la obra de otra artista genial, Daniela Di Bari: denunciar la violencia con la que esta sociedad intenta someter a las mujeres sin violencia. Dolores Reyes no cae nunca en el morbo, no ofrece ningún costado posible para que una lectura desviada pueda regodearse en el sufrimiento o peor, disfrutar del placer del victimario. Concepto tan bien defendido por Lucrecia Martel en su defensa de las decisiones políticas que tomó en su obra cumbre Zama, de 2017, cuando explicó por qué había decidido no incluir la escena de violación tan recordada de la novela de Di Benedetto. 

La clave para lograr esta voz tan particular, tan exacta, creo que se ubica en dos esfuerzos muy particulares y sumamente difíciles de lograr para cualquiera. Un trabajo artesanal y minucioso en la herramienta para comunicar, en la palabra y la selección de imágenes. Estamos frente a una novela largo tiempo macerada en la conciencia de la autora y muy corregida. No demasiado corregida para que les lectores sientan la distancia emocional que se debe sentir frente a una pieza de laboratorio, no. Aunque se trate de la primera obra y une lo sepa, nunca sentimos que estamos frente a un ejercicio novato, no se ven las costuras.  

El segundo elemento es el más difícil, porque no hay seminario que lo pueda otorgar. Es que Dolores Reyes ha elaborado su propio dolor. El océano de emociones en el que nos envuelve –uterinamente hay que decirlo- sólo se puede construir después de un maduro y seguramente doloroso proceso de empatía con el propio dolor. En la obra de Dolores hay un contacto sublime con su propia experiencia sensible como mujer obrera, como niña-joven-madre sacudida por la violencia machista de esta sociedad.

Finalmente, el otro éxito que permite que cualquiera que haya transitado un poco por el barro de este rincón del planeta se sienta adentro, plenamente identificade, es el ambiente en el que transcurre la trama. Se trata de una novela del conurbano, con sus ranchos de cemento a falsa escuadra rodeados de un patio con mburucuyás y barro podrido, de humedad y trenes, de rutas poceadas y galerías comerciales surgidas del intento fallido de imitar shopping centers con dos mangos. Otro gran mérito de la autora es cómo ha pasado por el tamiz de su narrativa las sensaciones táctiles y olfativas de su propio mundo cotidiano. Una novela que emborracha la sensibilidad de sus lectores con agua y tierra, en la que los cuhillos y las facas relucen en la oscuridad, en la que el acto tan sencillo de leer se transforma en algo parecido a nadar o correr por las vías y terraplenes. Es una novela para sentir en la carne casi sin racionalidad, como los recuerdos concientes de un sueño, o pesadilla.

Hilando con maestría todas estas piezas que une desmenuza brutalmente en la reseña, una trama argumental propia de la mejor herencia literaria argentina, esa mezcla de trhiller sicológico y novela negra (antes llamada policial o de detectives) que parece anticipar pero simplemente intuye, un destino trágico que nunca termina de serlo, una anticipación mágica del destino que al final se rompe, un cosa borgeana de cuchillos que se buscan en las generaciones, como en El encuentro de 1970 o en el eterno retorno nietszcheano en Ladrilleros de Selva Almada de 2013.

Una literatura viva


Creemos que Cometierra es un hecho literario y político que demuestra la vitalidad de la nueva literatura argentina y vamos a intentar demostrarlo. Ya sabemos que existen obras maduras y galardonadas por el mercado editorial más exigente y criminal que existe, el de los grandes monopolios europeos que obligan a un exigente y largo trabajo de perfeccionamiento y malos contratos a les artistas para satisfacer una demanda cada vez más reducida por la cultura visual y virtual que arrasa con la costumbre de la lectura y con la capacidad material para comprarse libros carísimos. Allí están para comprobarlo las novelas de suspenso cinematográfico que desnudan la realidad de las distintas clases sociales en presencia con la maestría de Claudia Piñeiro, Leonardo Oyola o Kike Ferrari o las novelas existencialistas que auscultan las almas torturadas por la alienación contemporánea con recursos estéticos de perfecta elaboración de Selva Almada y Julián López.

Pero una literatura nueva, que combina la exigente maestría técnica demandada por un mercado editorial tirano y el exigente cánon literario de una literatura demarcada por genios de la talla de Borges, Cortázar, Laiseca, Andrés Rivera, Abelardo Castillo o Antonio Di Benedetto, sin poder mencionar en su justa medida –porque no les hemos leído- la marca de agua de autoras como Pizarnik, Olga Orozco o Sara Gallardo, necesita parir autorxs nóveles como Dolores Reyes para demostrar su fecundidad. Como ella misma lo reconoce en los agradecimientos, la técnica magistral con la que ha dotado a su sensibilidad de artista obrera, la ha aprendido y pulido al amparo del taller de escritura de Selva Almada y Julián López.

No se trata de menoscabar la originalidad y particularidad que definen esta gran obra poética y narrativa de Dolores Reyes reduciéndola a un subproducto de la genialidad de sus dos maestres, y del aporte colectivo de sus camaradas de taller. Dejamos esa chicana a la crítica erudita y bastarda, también tan típica de la cultura tradicional argentina. Todo lo contrario, se trata de celebrar una obra personal y una voz con fuerza propia surgida del intercambio horizontal de una generación de escritorxs surgidos del barro, de la lucha contra los elementos y la explotación que es capaz de ganarse un lugar en el olimpo del mercado comercial a fuerza de ser fieles a principios sublimes para darnos voz a les explotades de la tierra.

Aunque intentamos ser discípulos de Stephen King, quien señalaba con crudeza los límites castradores que la academia y los talleres de escritura imponen a las almas sensibles, debemos reconocer que existen también maestres del oficio capaces de transmitir su sabiduría con la capacidad necesaria para ayudar a las nuevas voces a encontrar su propio camino sin caer en la fotocopia o la imitación. En lo personal fue de una alegría inmensa encontrar en la lectura de Cometierra una novela que sostenga ese clima enigmático y de profundo misticismo popular que nos sacudió el alma en algunos pasajes de Chicas muertas de Selva Almada (http://leomburucuyacapobianco.blogspot.com/2017/01/una-voz-para-las-mujeres-asesinadas.html) o revivir esa fascinación infantil que nos produjeron las imágenes poéticas que sólo un artesano experto como Julián López puede construir con recuerdos de una infancia nostálgica y tierna como en Una muchacha muy bella (http://leomburucuyacapobianco.blogspot.com/2017/01/en-busca-de-la-generacion-desaparecida.html) o La ilusión de los mamíferos (http://leomburucuyacapobianco.blogspot.com/2018/06/amores-proletarios.html). Quiero celebrar -e invito a todes a hacerlo- que podamos leer en otras historias, no como copia sino como elaboración propia y original, esa forma de sentir y de contar que nos viene enriqueciendo la conciencia, porque sedimenta en nosotres la esperanza cierta de que tendremos una literatura de raíz obrera y bien escrita durante mucho tiempo más.

Que salga del corazón de las mujeres yunteras


Miguel Hernández me fascinó siempre porque entendía la vida de una forma cruel y realista. Poeta campesino atado siempre a la forma de comprender el universo propia de un niño yuntero. Sus imágenes escritas con las formas estéticas de la mejor poesía culta española nunca abandonaron ese apego a una esencia, a una sensibilidad forjada en el trabajo, en la vida vivida con honestidad. Un niño campesino que como raíz se hunde en la tierra lentamente, el dolor de la pérdida de un ser querido en la imagen de querer arrancar la tierra con los dientes y besarte la noble calavera.

Dolores Reyes ha construido una niña indefensa a la que le arrancan todo, a la que la vida se obsesiona en quitarle afecto, que asume la realidad de orfandad, de ausencia de recursos materiales elementales sin pedir limosna, sin llanto sufriente, una niña que va madurando usando los recursos con que cuenta, atravesando el dolor de vivir sin resignarse. Una superheroína del conurbano que utiliza el poder de su sexto sentido, una sensibilidad que sólo pueden adquirir quienes han visto la peor cara de la realidad, sensibilidad de personas dotadas con un poder,  quienes esta sociedad tacha de esquizoides o bipolares e intenta sepultar tras los muros de los manicomios y la soledad.

Dolores Reyes construye de sí misma una heroína que no se deja aplacar por la ausencia atroz de cada ser querido que se va de su vida, que se aleja dejando nada. Se agarra de cada gota, grano de arena o perfume que esa experiencia ha dejado impresa para siempre en ella y la utiliza para construir las armas con las que se defenderá del mundo. Incluso se anima a amar al macho que la excita sin juzgarse, sin autoflagelarse. No se trata de una mirada ingenua ni condescendiente, pero se pueden leer en la novela dos tipos de varones arquetípicos. El macho tradicional, que aunque maltrata tu esencia de clase te coge como a vos te gusta, el padre violento que así como te quita lo más querido te defiende de lo más temido. Pero también el otro, el hermano de sangre o de clase, que aunque criado para ser ese macho novio y padre, sin embargo se pone del lado de la empatía y el amor fraternal para ayudarte, a la par, a enfrentar una vida de mierda que les pega a ambos por igual, aunque distinto. Cabe notar, no obstante, que los varones que zafan en la novela son, además de pares, jóvenes que todvía no han sido moldeados definitivamente por el mandato patriarcal del macho adulto, y quizás resida en esa modesta realidad temporal su únicaa esperanza de redención.

No se equivoquen, Dolores Reyes no escribe por boca de ganso, no se trata de la opera prima moldeada por sus maestres o influencias. Estamos ante la primera novela de una artista que ha sabido utilizar lo que ha aprendido y admirado para elaborar su propia forma de comprender el universo y sus experiencias más íntimas e intransferibles en la lucha cotidiana de una mujer obrera, madre, feminista y activista de izquierda como se autodefine con orgullo en la solapa. Una escritora que no se ha quedado en la zona de confort de poner en otres aquéllo que desea ser, que no se ha autolimitado al ciclo de literatura o la charla de café. Ha dado el paso de madurez, se ha podido desnudar en el papel con una fuerza única que expresa lo mejor de la capacidad de las mujeres de nuestra clase para hacerse un lugar en la trinchera horrible en que nos caga a trompadas la vida. Se ha ganado su lugar en la literatura con las mejores armas. Su novela es una comprobación que llena de esperanza, que de las mujeres a las que la vida a quitado todo pueden esforzarse y luchar por combatir el sufrimiento y transformarlo en lucha, en grito, en fusil para ponerle gatillo al dolor y ametrallar desde la luna toda la mierda con la que el capitalismo patriarcal intenta sepultarnos. 

Una heroína de barro que renace de sus muertas para hacer justicia.


Esperemos con ansiedad que escriba muchas más y podamos estar vives para leerlas.

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