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martes, 29 de diciembre de 2015

Tierra barrosa salpicando el paisaje

Impresiones de un escritor en viaje por el Valle del Río Negro
 

Después de seis horas en el lechero al fin el suelo empieza a ondularse. Kilómetros interminables de llanura, pura pampa, se pliegan. Al pricipio como sábanas que muestran una rodilla, un codo debajo. Luego, como bloques que anticipan tempranamente las altas cumbres a las que me dirijo, hacia el oeste.

Recuerdo a Valadimir Lenin, cuando escribió que el viajero ve en el lugar que visita aquello que uno es: el comerciante ve oportunidades, el especulador posibilidades y así.

Imposible escaparase, al menos en las primeras impresiones de viaje, que todavía están demasiado atadas a la racionalidad de la rutina cotidiana. Todavía no hemos logrado la distancia física que permita el desepeje emotivo para dejarse sorpender con la realidad que se escapa a lo que uno es, y he ahí lo mejor de viajar.

Entonces, me encantaría quedarme viendo el paisaje patagónico al sur del río Colorado con la fascinación de un geólogo, asombrado de la forma en que el relieve se va plegando y quebrando a medida que penetramos el occidente. No puedo evitar que se cuele el historiador y me imagino a Charles Darwin, padre de la ciencia paleontológica y de la Teoría de la Evolución Natural de las Especies, recorriendo a caballo esta otra pampa ondulada que es la Patagonia en su nacimiento.

De repente intento imaginar ese mismo paisaje con los ojos del paleontólogo, idenificando en las laderas de los cerros las huellas del antiguo océano que cubrió la región miles de millones de años en el origen del planeta, calculando con precisión dónde estarían los mejores yacimientos de dinosaurios fósiles para seguir incrementando empíricamente las pruebas de su revolucionario descubrimiento: el tiempo y el azar fueron los demiurgos de la humanidad, ningún dios fue necesario.

Pero no soy geólogo, ni paleontólogo y muy poco queda en mí de verdadero historiador. Si escribiese como periodista, pensando en la posibilidad que alguna revista dominical de un gran diario comprase esta nota, probablemente pudiese quedarme en el paisaje y las anécdotas que nos colocan cerca del eje central de la vida del planeta, para gloria y loor de nuestra historia nacional.

Pero no puedo.

Ya se cuela rápido en la crónica que al lado de Darwin, a caballo o en carreta, se quita el polvo árido de las botas de cuero el mazorquero, el dictador gaucho de la primer república burguesa en las pampas que pudo gorbernar más de 5 años seguidos con el mismo reglamento y se quedó dos décadas, Don Juan Manuel de Rosas. En realidad el científico británico cabalgaba invitado a la primer expedición militar del Estado heredero de la Revolución de Mayo contra los territorios hostiles de tehuelches, mapuches y araucanos. Venía a legitimar con fines científicos la obra de conquista y aniquilación de los pobladores locales que tanto necesitaban los estancieros vacunos y saladeros del sur de la Provincia de Buenos Aires, como cuarenta años después haría el Perito Moreno con las delegaciones del asesino del desierto, Julio Roca.

No es ni siquiera lo más pérfido del asunto, pero vale la pena detenerse en lo paradójico de que el gran estanciero restaurador -entre otras lindezas- del culto católico ultramontano en el Estado pos revolucionario, permitiera al científico inglés recabar pruebas para lo que fue la última gran demolición de la teoría cristiana del origen del universo. La paradoja se diluye cuando uno recuerda que la única fe en la que creía Rosas era el dinero y sus relaciones comerciales con la madre patria inglesa siempre fueron más fuertes que la ideología o los principios para gobernar estas tierras.

Y a medida que la vegetación del humedal pampeano va quedando rezagada a nuestras espaldas por la flora raleada y el pedregal más propios de la diagonal seca patagónica, en lugar de perder la imaginación y el disfrute de los sentidos en esa digna y estoica forma que el subsuelo del mundo tiene para emerger ante nuestros ojos en forma de mesetas y cerros, colosos de Rodas del mundo natural; en lugar de embellecernos el espíritu con los álamos y los verdes oasis en el vado de ríos y arroyos de origen andino, nos empieza a piquetear la sensibilidad la ausencia de miles y millones de seres que fueron borrados del paisaje por el Estado argentino desde que Bernardino Rivadavia comenzara una larga guerra de exterminio allá por mil ochocientos veintipico, contratando masacradores profesionales prusianos para expropiar las Salinas naturales de la Pampa.

Toda la toponimia de pueblos y ciudades a la vera del valle del Río Negro repite y reivindica a conquista. Los lugares se han ido desarrollando lentamente desde las postas militares y la línea de fortificaciones que el Ejército fuera plantando en la Campaña de Roca en los años setenta del siglo XIX.

El lechero para en Choele Choel, voz araucana para normbrar el amarillo de las flores rústicas que pare la amarga tierra pedregosa pero que no me permite retener el sabor de la poesía aborigen ni la increíble sensación de estar viendo uno mismo los paisajes que nutrieron la infancia del gran Rodolfo Walsh, porque me asalta el terror de los miles de soldados azules y el gran campamento de asesinos que montara Roca para dirigir el tramo final del etnocidio.

¿Es mi imaginación solamente? ¿Una especie de incapacidad emocional repudiable o es que el agreste y rudo paisaje retiene el amargo dolor de la carnicería humana? ¿Se trata de un zurdo aguafiestas incapaz de “desconectarse” en vacaciones o realmente la sangre seca derramada en estos cantos rodados, en la piedra caliza, en las motas de arbustos esparcidas gritan un aullido imposible de negar?

Desde Villa Regina empieza a crecer otro paisaje, más florido, de árboles verdeazulados enchidos de peras, manzanas, cerezas y pelones. Florecen las frutas más dulces y de bello aroma en la herida fértil que la humedad del río tajea en la aridez patagónica. Kilometros de ocres y marrones, amarillos y celeste de cielo rotos por centelleantes verdes que cortan también la costumbre de la rutina horizontal. Pero acá no hay naturaleza ni azar, acá están los herederos de la burguesía rioplatense repitiendo con 10 mil años de demora la canalización artificial del riego pluvial, desviando las lágrimas de las cumbres nevadas para parir chacras de árboles frutales en medio de un clima con la humedad exacta para ese tipo de frutos.

El Río Negro y sus afluentes el Neuquén y el Limay, más angostos que los elefantes de la cuenca del Paraná pero mucho más feroces y rápidos de movimientos, cristalinos cuando los dejan, lecho de piedra y no de limo, reproducen la vida allí donde había puro desierto, como el Nilo o el Éufrates.

Las chacras hacen imposible olvidar la mano ordenada y regulada del dueño, del propietario, diseñando dónde cavar la acequia, dónde y en qué sentido plantar para luego recolectar y empacar, cerca de la ruta para cargar los camiones y transformar tanta naturaleza en mercancía para el mercado, en materia prima del jugo Cepita que te tomás desde que tenés 10 años.

Los álamos rodeando los alambrados que delimitan la riqueza del propietario de las tierras y los seres que en ellas son explotados son el símbolo perfecto de esta amargura contradictoria: bello árbol que junta sus ramas en un intento aerodinámico de llegar más alto en su camino desde la entraña terrestre al cielo de la libertad es transformado por chacareros en centinela de los campos de explotación. La naturaleza ha sido dominada, rectificada, reubicada. Su objetivo inicial ha sido expropiado y transformado en producto.

Pero no es ésto lo que lastima. Lastiman las heridas cortantes en las extremidades de los cosechadores, la piel curtida de la zafra al ardor del sol, el cansancio muscular de las miles de horas subiendo y bajando de la escalera, las picaduras de decenas de tábanos y abejas en la demacrada piel. Y el hambre que deviene del salario ridículo, y la humillación de capataces y patrones que te tratan así como se trata al sobreviviente mestizo de la etnia conquistada, que te arroja en la cara el desprecio que dedican a las bestias en el campo. Lo mismo si sos heredero del suelo arrancado que si fuiste arrancado de otro suelo, de otra montaña y otra ceja húmeda en el Tucumán o Salta y traído acá por el hambre de allá, trabajador golondrina que te dicen pero sin un destello de la poesía de la bella ave que surca los cielos para conseguir mejores primaveras, nómade eterna que fija su domicilio en ua estación en lugar de un código postal.

Es que la civilización se ha abierto en esta parte del Valle medio del Negro como un tajo también de relaciones personalizadas de poder, en una dictadura de cuerpo presente que expropia propios y lejanos para darle al jugo de la fruta un sabor mucho más amargo que el que aportan los colorantes artificiales, el del sudor agridulce del explotado semi-esclavo, que no ha visto pasar por aquí ninguno de los disfrutes de la “democracia” ni los “derechos sociales”. La capital de la fruta del Alto Valle del Río Negro corona en el toponímico el orgullo del capitalismo conquistador y esclavista. No han decidido los funcionarios del Estado, que son ellos mismos los encarnadores de las “fuerzas vivas” de la comunidad, reflejar el atributo “republicano” de Julio Argentino Roca sino su carácter de fuerza dictatorial, verticalista, de la órden férrea y el poder del fusil rémington, el carácter civilizador de la guerra, la promesa de prosperidad del guerrero imperial. En lugar de Presidente Roca han decidido homenajearse cada vez que declaran su domicilio legal con el General Roca.

Para colmo, síntesis perfecta de lo que digo, la Ariadna trotskista que me guía en esta parte del viaje, me acota que la población consciente de General Roca reivinica para su pueblo el antiguo nombre que los mapuches le dieron, Fiske Menuco, tierra barrosa o pantanosa. Descripción realista del lugar que habitan, barro que se organizará paa sublevarse y reconquistar su identidad. Porque el pueblo sufrido de este sur patagónico no ha permitido que los conquistadores venzan totalmente y se ha recompuesto y continuado la lucha de los primeros pobladores, pariendo Patagonia Rebelde y llenando de a poco las escuelas, los sindicatos y los parlamentos, los organismos del poder burgués, de flores revolucionarias, de cuadros y combatientes que tienen el gobierno obrero por meta y camino, lejano y bello sueño.

Y uno para en Cipoletti después de 15 horas para que el lechero cargue nafta y ponerle agua caliente al termo, revisar de nuevo el wasap y el feis y darse de lleno con la cruda realidad humana del jornalero tucumano que yendo a reclamar su justo derecho a trabajar bajo convenio recibió una golpiza de hospital de parte de capataces y patrones para terminar declarando bajo juramento oficial que más de 60 compañeros suyos, varones y mujeres, trabajan en condiciones de eslavitud en la empresa cerecera Vista Alegre Sur cerca de la capital neuquina donde inicia relmente esta simple semana de vacaciones que hemos podido arrancarle a la explotación de todo un año, en doce cuotas sin interés.

Vuelve rápidamente del archivo de la memoria a presentarse en la mesa de entadas de la conciencia el caso de Daniel Solano, trabajador golondrina nacido y criado en el Tartagal salteño, que intentando activar a sus compañeros para salir del hacinamento en los corrales y barracas, de los magros sueldos y las terribles condiciones de trabajo, fuera desaparecido por la policía de Choele Choel en 2012, bajo órdenes de empresarios de la fruta y políticos patronales, que son lo mismo.

Pequeña y modesta, aunque significativamente cruel muestra de que uno no es un aguafiestas incapacitado para disfrutar el paisaje natural sino de que el pasiaje natural de estas tierras arroja cantos rodados de sangre y sufrimiento ante quienquiera contemplarlo. Lo difícil es en Río Negro y Neuquén hacerse el boludo y ver tan sólo un bello oasis de vegetación húmeda floreciendo en medio del desierto seco y agreste de la Patagonia.

No hay ningún misterio, Lenin tiene razón, uno es capaz de observar lo que uno lleva impreso en su ser. No soy geólogo, paleontólogo ni historiador, no puedo sostener una mirada científica de la naturaleza que me invade. Tampoco soy ya un turista pequeño burgués con sus realidades materiales satisfechas viviendo en un mundo de ilusiones.

Noto la coincidencia maravillosa: en Choele Choel se ambienta parte de esa excelsa crónica del viaje interior, rutero, de Osvaldo Soriano en el Torino negro de su padre fallecido, describiendo con exactitud el pasiaje natural y social de la Patagonia profunda y la derrota y amargura de la generación que creyó tocar el cielo con las manos en el 73 y en el 83. El genio sensible de Soriano me ha poseído y yo me he dejado poseer.

Sigo viaje, la montaña me espera, la entraña del planeta reinando sobre nuestro mundo, el inconsciente a flor de piel.
Otro lechero, otros recuerdos, otros paisajes, otros espíritus para incubar.

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